Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– María -dijo.

– ¿Sí?

– Llevo… llevo queriendo…

Aquello era demasiado. María deseó que se decidiera y la besara de una vez.

– Adelante, Eduardo. Yo también lo deseo -susurró por fin. Inmediatamente contuvo el aliento ante su propio descaro. Él parecía aliviado al haber recibido su consentimiento. Por un momento María temió que la experiencia fuera a resultar extrañamente desagradable, pero cuando él le puso la mano en la cara y sus temblorosos labios sobre los suyos, la besó con una seguridad que no había imaginado. Más tarde, cuando ella le contó lo que había sentido, él sonrió con orgullo y le dijo que ella le daba la confianza para poder hacer cualquier cosa.

Chiquita y Miguel estaban al tanto de las citas de su hija con el doctor Maraldi. Algunas noches se habían quedado hablando de aquel romance sentados en la cama. Chiquita rezaba todas las noches antes de irse a dormir para que Eduardo cuidara de su niña y la hiciera olvidar al horrendo Facundo. Rezaba con tanto fervor que a veces se despertaba con las manos todavía firmemente juntas. Cuando la pareja anunció su compromiso a finales del verano, Chiquita susurró una silenciosa palabra de agradecimiento antes de abrazar a su hija con lágrimas en los ojos.

– Mamá, no sé si merezco todo esto -dijo María cuando estuvo a solas con su madre-. Eduardo es todo lo que quiero. Es cariñoso, divertido y excéntrico. Le amo por cómo le tiemblan las manos cuando maneja objetos frágiles, por cómo tartamudea cuando se pone nervioso, por su humildad. Soy muy afortunada, afortunadísima. Ojalá Sofía estuviera aquí y pudiera verme. Se alegraría por mí, estoy segura. La echo de menos, mamá.

– Todos la echamos de menos, cariño. Muchísimo.

Capítulo 24

Londres, 1974

Sofía llegó a Londres a mediados de noviembre de 1974 totalmente desmoralizada. Miró el cielo gris y la llovizna y echó de menos su país. Su prima le había reservado habitación en el Claridges.

– Está justo al lado de Bond Street -le había dicho, entusiasmada-, la calle comercial más fascinante de Europa.

Pero Sofía no quería ir de compras. Se sentó en la cama y se quedó mirando por la ventana la lluvia implacable que parecía caer flotando del cielo. Hacía frío y había mucha humedad en el aire. No le apetecía salir a la calle. No sabía demasiado bien qué hacer, así que llamó a Dominique para decirle que había llegado bien. Oyó llorar al pequeño Santiaguito mientras hablaba con su prima y se le hizo un nudo en el corazón. Se acordó de sus deditos y de sus pies perfectos. Cuando colgó fue hasta donde estaba su maleta y buscó dentro. Sacó un pequeño cuadrado de muselina blanca y se lo llevó a la nariz. Olía a Santiaguito. Se acurrucó en la cama y lloró hasta quedarse dormida.

El Claridges era un hotel magnífico, de techos altos y bellísimas molduras en las paredes. Los empleados eran encantadores y atendían todas sus necesidades tal como Dominique le había avanzado.

– Pregunta por Claude, él cuidará de ti -le aconsejó. Sofía dio con Claude, un hombre bajito y gordo con una calva brillante que le daba a su cabeza el aspecto de una pelota de ping-pong. En cuanto mencionó a Dominique, a Claude se le puso la cabeza como un tomate hasta la mismísima coronilla. Mientras se secaba la frente con un pañuelo blanco le había dicho que si necesitaba algo, lo que fuera, no dudara en pedirlo. Su prima era una muy buena clienta del hotel, de hecho la clienta más encantadora. Tendría mucho gusto de ayudarla en lo que pudiera.

Sofía sabía que debía buscar piso y trabajo, pero en ese momento no se sentía con fuerzas, así que se dedicó a dar largos paseos por Hyde Park y a conocer su nueva ciudad. Si no le hubiera pesado tanto el corazón habría disfrutado de la libertad de descubrir Londres sin tener a sus padres o a algún guardaespaldas a su lado. Podía ir a cualquier parte y hablar con todo el mundo sin la menor desconfianza. Vagó por las calles, mirando los escaparates que resplandecían con los adornos de Navidad. Hasta visitó algunas galerías y unas cuantas exposiciones. Se compró un paraguas en una tiendecita de Picadilly. Sería su compra más rentable.

Londres no se parecía en nada a Buenos Aires. No daba la sensación de ser una gran ciudad. Más bien parecía un pueblo grande. Las casas eran bajas, y las aceras de las calles, llenas de árboles y perfectamente conservadas, giraban una y otra vez de manera que era imposible saber adónde llevaban. Buenos Aires estaba construido a partir de un sistema de manzanas perfectamente organizadas. Uno siempre sabía dónde desembocaban las calles. Sofía tenía la sensación de que Londres era una ciudad resplandeciente y ordenada como una perla recién pulida. Comparada con ella, su ciudad natal parecía sucia y destartalada. Pero Buenos Aires era su hogar y lo echaba de menos.

Un par de días más tarde empezó a buscar piso. Siguiendo el consejo de Claude, habló con una señora llamada Mathilda que trabajaba en una agencia inmobiliaria de Fulham. Mathilda le encontró un pequeño apartamento de una habitación en Queen's Gate. Encantada con su nuevo piso, Sofía salió a comprar todo lo necesario para equiparlo. En realidad el apartamento estaba totalmente amueblado, pero Sofía quería hacerlo suyo: su pequeña fortaleza en esa tierra extraña. Compró un edredón, alfombras, una vajilla, jarrones, libros para poner en la mesita del café, cojines y cuadros.

Ir de compras hizo que se sintiera mejor y se aventurara a salir, a pesar de la terrible oleada de atentados que azotaba Londres esos días. Una de las bombas estalló en Harrods y otra en la puerta de Selfridges. Pero Sofía no tenía televisión y no se molestaba en comprar el periódico. Se enteraba de las noticias por boca de los taxistas que, según su opinión, eran el grupo de hombres más alegre que jamás había conocido. Los taxis londinenses estaban limpísimos y eran muy espaciosos y los autobuses eran adorables, como modelos en miniatura de una ciudad de juguete.

– Es usted extranjera, ¿verdad? -le preguntó un taxista. Hablaba con un acento tan extraño que Sofía apenas entendió lo que le decía-. No es la mejor época para venir a Londres. ¿Es que no llegan las noticias a su país? Los malditos sindicatos parecen estar gobernando Inglaterra. No hay un líder como Dios manda, ese es el problema. El país va a la deriva. Ya se lo he dicho a mi mujer: este país se está yendo al garete. Lo que necesitamos es un buen remezón.

Sofía asintió en silencio. No sabía de lo que le hablaban.

No tardó en encariñarse con Londres. Le encantaban sus guapos policías con sus extraños sombreros, los guardias inmóviles a las puertas del palacio de St. James, y las pequeñas casas y las gaviotas. No había visto nunca nada igual. Londres era una ciudad en miniatura llena de casitas de muñecas, pensaba, recordando el libro de pintorescas fotografías de Inglaterra de su madre. Se detuvo un rato frente al palacio de Buckingham sólo para ver qué hacía ahí toda esa gente con la nariz pegada a las verjas de hierro. Descubrió el cambio de Guardia, que la dejó tan maravillada que tuvo que volver al día siguiente para verlo de nuevo. Intentó por todos los medios reprimir cualquier recuerdo de Santi, de Argentina y del pequeño Santiaguito, hasta que su corazón se dio por vencido y se sometió a sus deseos. No quería seguir atormentándose.

Cuando empezó a quedarse sin dinero salió a regañadientes a buscar trabajo. Como no tenía estudios, empezó preguntando en las tiendas. En todas partes querían gente con experiencia, y como ella no la tenía, simplemente meneaban la cabeza y la acompañaban a la puerta.

– Hay mucho desempleo -suspiraban-. Tendrás mucha suerte si alguien te contrata.

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