Chiquita veía a su hija volver a casa con señales y marcas en el cuerpo. A veces era un corte en el labio, otras un moratón en la mejilla. María le decía que no era nada. Se había tropezado en la calle, o se había caído por las escaleras de la Facultad. Pero los golpes y las marcas aparecían cada vez con mayor frecuencia, y Chiquita por fin habló con Miguel. Había que hacer algo.
Una noche de finales de junio Fernando siguió a María al apartamento de Facundo Hernández. Facundo vivía en un edificio destartalado que carecía de todo encanto y personalidad. Vio a su hermana subir las escaleras y entró detrás de ella. Dio la vuelta al edificio y, una vez que llegó a la parte de atrás, trepó por el muro hasta saltar al balcón del primer piso. Consiguió llegar desde allí al segundo piso y miró por la ventana. El sol se reflejaba en el cristal y le hacía muy difícil distinguir lo que había dentro, pero una vez que sus ojos se acostumbraron pudo ver más allá de su propio reflejo y observar sin más problemas la escena que tenía lugar en la habitación.
El hombre parecía estar devorando a su hermana. No le hacia el amor, simplemente le manoseaba el cuello y le toqueteaba los pechos por debajo de la camiseta ceñida. Entonces la apartó a un lado y la golpeó a la vez que le gritaba algo relacionado con llevar sujetador:
– ¡Creía que te había dicho que no llevaras sujetador!
María lloraba y se disculpaba una y otra vez. Estaba temblando. Acto seguido él estaba de rodillas, besándola, abrazándose a ella hasta que terminaron abrazados los dos, acunándose.
Fernando estaba horrorizado y sentía que la bilis se le acumulaba en el estómago. Tuvo que apoyarse contra la pared durante unos segundos y respirar hondo antes de poder volver a mirar. Estaba a punto de romper el cristal y entrar allí y romper el cuello de aquel hombre. ¡La chica de la que estaba abusando era su hermana! Pero sabía que con eso no conseguiría nada. Tenía que ser paciente y esperar.
La misión de Fernando todavía no había terminado. Siguió al hombre al burdel, consiguió enterarse de su nombre y descubrió que era un oficial del ejército. No necesitaba saber más. Era el enemigo. Tenían que darle una lección.
Cuando se lo contó a sus padres, Chiquita y Miguel se quedaron destrozados. Chiquita no podía entender por qué su hija no le había dicho nada, por qué no le había pedido ayuda.
– Siempre me lo ha contado todo -dijo con lágrimas en los ojos, meneando la cabeza, incrédula. Miguel quería matar a Facundo por maltratar a su pequeña. Fernando tuvo que impedirle físicamente que fuera en busca de su pistola.
Fernando se sentía como un héroe. Era él quien había descubierto la identidad de aquel hombre, quien le había seguido y le había dado caza. Tenía el control de la situación y sus padres le estaban agradecidos. Les dijo que no se preocuparan, que se encargaría personalmente del asunto. Para su alegría y sorpresa, ellos estuvieron de acuerdo. Por primera vez, cuando sus padres le miraron, vio orgullo en sus ojos. Se había ganado su respeto y eso le hacía sentirse bien.
Santi, que durante los últimos cuatro años había sido prisionero de su propio mundo de tristeza y desesperación, por fin salió de su cautiverio. En un principio Fernando no quería que se implicara en el asunto. Aquél era su momento y quería disfrutar de él a solas. Pero cuando vio lo mucho que Santi le admiraba por lo que había hecho, cedió.
– Puedes venir -dijo muy serio-, pero lo haremos a mi manera. Sin preguntas.
Santi estuvo de acuerdo. Fernando se dio cuenta de que su hermano se mostraba profundamente agradecido, incluso humilde. Sabía que iba a ser una tarea peligrosa, pero estaba preparado. Se sentía más fuerte que nunca.
Los dos hermanos se sentaron a hablar de María. En la oscuridad estrellada de la noche, mirando desde el balcón las ruidosas calles de Buenos Aires, hablaron de su infancia. Fernando no fue consciente de que los primeros lazos de unión entre él y Santi estaban empezando a dibujarse; fueron adueñándose de él mientras estaba demasiado ocupado hablando de tú a tú con Santi. Eran dos iguales con una causa común.
Esperaron el momento oportuno y, junto con dos amigos de Fernando que, como él, estaban relacionados con la guerrilla, entraron en el apartamento de Facundo Hernández en mitad de la noche, desafiando el toque de queda y arriesgando con ello sus vidas. Se habían cubierto la cabeza con medias negras. Una vez en el apartamento, sacaron a Facundo de la cama a rastras. Le ataron a una silla y le golpearon hasta que estuvo al borde de la muerte. Él suplicó que no le mataran. Fernando le dijo que sí volvía a acercarse a María Solanas, le hablaba o se comunicaba con ella de algún modo, volverían a terminar el trabajo. Facundo jadeó aterrorizado antes de perder el conocimiento.
Chiquita habló con su hija. No era tarea fácil. En la acogedora seguridad de su habitación, le contó a María todo lo que sabía sobre las palizas y sobre la ramera de Facundo. María intentó defenderle diciendo que estaban equivocados. Según ella, Facundo nunca la había pegado, nunca. Se cerró emocionalmente en banda y arañaba a todo aquel que intentara acercarse a ella. Los acusó de espiarla. Era su vida y podía salir con quien quisiera. Ellos no tenían ningún derecho a meterse.
Llevó su buen tiempo, pero con la ayuda de Santi y de Fernando, consiguieron ir minando su resistencia hasta que por fin bajó la cabeza y empezó a temblar como una niña.
– Le quiero, mamá. No sé por qué, pero le quiero -lloraba. A medida que pasaban las horas, Miguel, Chiquita, María, Fernando y Santi hablaron y hablaron, unidos los cinco en la pequeña habitación. María los miraba y se sentía reconfortada por su lealtad y su amor. Preocupada, Chiquita dejó a su hija dormida en su cama de matrimonio y llamó al médico. El doctor Higgins no podía acudir, así que envió a uno de los médicos de su equipo, un agradable joven llamado Eduardo Maraldi.
Poco a poco, la vida en Santa Catalina volvió a la normalidad. Los meses de invierno pasaron por fin y los días empezaron a alargarse y aparecieron las primeras flores. El aroma a fertilidad llenó el aire y los pájaros regresaron para anunciar la llegada de la primavera. Empezaron a curarse las heridas del pasado y el resentimiento se evaporó con las nieblas invernales. Santi abrió los ojos y empezó a ver el mundo de nuevo. Algo había cambiado. Había llegado la hora de afeitarse la barba.
Eduardo Maraldi era un intelectual alto y desgarbado. Tenía una nariz larga y fina, y unos ojos grises que desvelaban la menor emoción. Si no hubiera sido por sus gafas pequeñas estilo Trotsky, sus ojos habrían desvelado sus sentimientos a cualquiera que se hubiera acercado lo suficiente para mirar en ellos. Cuando visitó a María por primera vez, ésta se quedó inmediatamente prendada de la suave voz que encerraba ese cuerpo enorme y de la amabilidad con la que la tocaba al examinarla.
– Dime, ¿te duele aquí? -le preguntaba, y ella intentaba disimular el dolor por temor a preocuparle. Estaba acostumbrada a médicos fríos y distantes, médicos que no se implicaban demasiado con sus pacientes.
Ya en su segunda visita le contó a Eduardo todo lo ocurrido con Facundo. Le contó cosas que ni siquiera le había contado a su madre, como por ejemplo que había abusado de ella cuando estaba borracho, que nunca había querido acostarse con ella porque quería conservar su virginidad hasta la noche de bodas, pero que la había manoseado una y otra vez por todo el cuerpo, y que cuando bebía más de la cuenta, le pegaba. Contó a Eduardo que la había obligado a tocarle de una forma que a ella le repugnaba y que la había forzado a hacer cosas en contra de su voluntad. La había asustado y había conquistado su amor al mismo tiempo. Animada por la sonrisa tranquila de Eduardo y la expresión amable de su rostro, le contó cosas que nunca se creyó capaz de contar a nadie. De pronto, en respuesta a la actitud amable y compasiva del joven médico, María se echó a llorar. Él la rodeó con el brazo y, sin traspasar esa finísima línea que separa al doctor de su paciente, hizo lo posible por consolarla.
Читать дальше