Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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Daisy era una chica lista e ingeniosa, pero sobre todo era muy cariñosa. Tenía una mata brillante de rizos rubios que le caían por la espalda, y una barbilla puntiaguda que contrastaba con sus pómulos marcados y que le daba a la cara la definición de un corazón. Era dulce y exuberante. Compartía con Sofía el pequeño apartamento y todo lo que había en él. Al principio a Sofía le costó compartir su espacio, pero poco a poco empezó a confiar en su nueva amiga. La necesitaba. Daisy puso fin a su soledad y llenó el espacio que en otros tiempos había sido de María.

Los padres de Daisy vivían en el campo. Eran de Dorset, un lunar que señaló en el mapa para Sofía.

– Es muy verde y está lleno de colinas. Es precioso -le dijo a Sofía-, pero muy provinciano. Siempre me he sentido muy atraída por el brillo de las luces de la ciudad.

Los padres de Daisy estaban divorciados. Su padre era obrero de la construcción y recorría el norte del país de obra en obra mientras su madre, Jean Shrub, vivía con Bernard, su novio, que casualmente también era obrero. Vivían en Tauton, donde ella trabajaba de esteticista.

– Siempre quise hacer lo mismo que mi madre, ir a casa de la gente a hacerles la manicura. Pero en cuanto aprendí el oficio, metí la pata en mi primer empleo. Se me cayó cera encima del perro de la señora Hamblewell. Fue un desastre. Casi despellejo al pobre bicho. Así que aparqué mis herramientas de manicura y vine a Londres. No se lo digas a Maggie, pero puede que pronto vuelva a la manicura. A Maggie le iría bien una esteticista, ¿no crees?

Siempre se reía de su nombre. Se presentaba como «Daisy [margarita] como la flor. Shrub como el arbusto». Decía que había tenido suerte de no ser jardinera. Nadie la habría tomado en serio. Daisy se liaba los cigarrillos que fumaba sentada en la ventana del apartamento porque Sofía odiaba el olor a tabaco, y hablaban de sus vidas y de sus sueños. Pero Sofía tenía que inventar sus sueños por el bien de Daisy. No podría nunca revelar a nadie la verdad que encerraba su pasado.

En Maggie's Sofía barría el suelo, maravillándose a veces de la gran gama de colores de pelo que a menudo tenía que limpiar. A Antón le fascinaban los tintes. Teñir era su trabajo favorito.

– Están todos los colores del arco iris, nenita. Hay mucho donde elegir -decía. Tenía una clienta, Rosie Moffat, que iba literalmente cada quince días para cambiarse el color del tinte-. Ya los ha probado todos. Voy a tener que empezar de nuevo por el principio o hacerle mechas. Qué dilema -se quejaba.

Sofía también lavaba cabezas. Al principio esa parte del trabajo no le gustaba demasiado porque le destrozaba las uñas, pero pasado un tiempo se terminó acostumbrando. Además le daban buenas propinas, sobre todo los hombres.

– No habla mucho de ella, ¿no crees, Antón? -dijo Maggie, que estaba tumbada en el sofá limándose las garras.

– Pero es una chiquilla adorable.

– Adorable, sí.

– Y muy trabajadora. Aunque me gustaría que alegrara un poco la cara. Está siempre muy triste -dijo Antón, sirviéndose una copa de vino. Eran las seis y media, hora de tomarse una copita.

– Se ríe con tus chistes, ¿verdad, querido?

– Ya lo creo. Pero, aun así, lleva encima esa tristeza como si estuviera penando por algo. Tragedia en movimiento, cariño.

– Querido, tú siempre tan poético. No pensarás dejarme para dedicarte a la poesía, ¿verdad? -Maggie se echó a reír y encendió un cigarrillo.

– Yo soy poesía, nenita. De todos modos no quiero dejar en el paro a todos esos maravillosos poetas -añadió trayéndole un cenicero. Maggie dio una calada al cigarrillo y al instante relajó los hombros.

– ¿Tienes alguna idea de por qué vino a Londres?

– Nunca habla de eso. De hecho, Maggie, no sabemos nada de ella, ¿verdad?

– Me muero de curiosidad, cariño.

– Ooh, y yo. Hay que darle tiempo. Estoy seguro de que esconde una fascinante historia.

A medida que se acercaba la Navidad y las calles de Londres brillaban y resplandecían con los adornos navideños y los abetos, Sofía no podía evitar preguntarse si los suyos la echaban de menos. Los imaginó preparándose para las fiestas. Imaginó el calor, las llanuras secas y aquellos frondosos eucaliptos hasta que casi fue capaz de oler los. Se preguntó si Santi pensaba alguna vez en ella. ¿O quizá la había olvidado? María había dejado de escribirle después de aquella dolorosa carta que le había enviado en primavera. Habían sido amigas, muy amigas. ¿Tan fácil era olvidar? ¿La habían olvidado? Cuando pensaba en su casa se sentía rota por dentro.

Daisy volvió a casa de su madre por Navidad. Llamó para decir que había tanta nieve que no podían salir de casa, así que su madre se había dedicado a hacerles la manicura y la pedicura a todos.

– Espero que esto dure unas cuantas semanas, puede que Bernard nos construya una casa nueva.

Sofía se había puesto triste cuando la vio irse. No tenía familia a la que visitar y sentía terriblemente la ausencia de sus amigos.

Pasó la Nochebuena con Antón y con Marcello en la casa rosa que Maggie tenía en Fulham.

– Adoro el color rosa -soltó Maggie efusiva, mostrando sus pantuflas rosas a Sofía cuando le enseñaba la casa.

– Nunca lo habría dicho -se rió Sofía, aunque por dentro se sentía como muerta. Se dio cuenta de que hasta la tapa del retrete era de color violeta. Abrieron botellas de champán, Antón empezó a bailar por la sala vestido con unos shorts estampados en piel de cebra y con oropeles en la cabeza como si fuera un emperador romano, mientras Marceño se tumbaba en el sofá a fumarse un porro. Maggie había pasado el día cocinando con Sofía, que no tenía nada más que hacer aparte de echar de menos su casa. Todos habían llevado pequeños regalos para los demás. Maggie le regaló una cajita de esmaltes de uñas que Sofía jamás usaría, y Antón le regaló un neceser verde en el que iban incluidos un espejo y una pequeña bolsa para el maquillaje. Sofía pensó en lo pobre que era. Había pertenecido a una de las familias más ricas de Argentina y ahora no tenía nada.

Después de la cena y de haber bebido demasiado vino se sentaron delante del fuego, viendo cómo las llamas lamían las paredes de la chimenea, transformándolas de rosas a naranjas. Maggie miró a Antón, que asintió, cómplice. Se sentó en el suelo y rodeó a Sofía con su brazo densamente perfumado.

– ¿Qué tienes, niña? A nosotros puedes decírnoslo, somos tus amigos.

Y Sofía se lo contó, omitiendo a Santiaguito. Ese era un secreto demasiado vergonzoso para revelárselo a nadie.

– Un hombre. ¡Tenía que ser un maldito hombre! -saltó Antón enojado cuando ella hubo terminado de hablar.

– Tú también eres un hombre, querido.

– Sólo un hombre a medias, nenita -replicó él, terminándose la copa de un trago y sirviéndose otra. Marcello dormía en el sofá. Su mente flotaba en algún lugar de las colinas de la Toscana.

– Estás mejor sin él, cariño -dijo Maggie con dulzura-. Si ni siquiera fue capaz de cumplir su promesa y escribirte, es mejor que te hayas librado de él.

– Pero le amo tanto que me duele, Maggie -sollozó.

– Le olvidarás. Todos lo hacemos, ¿verdad, Antón?

– Así es.

– Encontrarás a algún inglés encantador -dijo Maggie intentando animarla.

– O italiano.

– Yo que tú me mantendría apartada de ésos, querida. Sí, un buen inglés.

♦ ♦ ♦

Al día siguiente Sofía se despertó con dolor de cabeza y un deseo casi incontrolable de ver a su hijo. Se acurrucó hasta quedar hecha una bola y lloró en el pequeño cobertor de muselina hasta que sintió que la cabeza iba a partírsele como un melón. Recordó la carita de Santiaguito, aquellos ojos azules, claros e inocentes, que habían confiado en ella. Le había traicionado. ¿Cómo podía haber sido tan cruel? ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo podía Dominique haberla dejado deshacerse de su precioso bebé, la vida que había crecido en sus entrañas? Se llevó las manos a la barriga y lloró la pérdida de su hijo. De pronto la aterró la idea de no volverlo a ver. Lloraba tanto que el dolor que le agarrotaba la garganta se volvió insoportable. Por fin, llevó el teléfono a la cama y llamó a Suiza.

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