Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– ¿Y cuándo los vendemos? -preguntó Sofía, llenado la tetera y poniéndola de nuevo a calentar.

– Hay mucho que aprender, ¿eh? -dijo Rattie riéndose entre dientes al notar que Sofía estaba empezando a cansarse con tanto detalle-. Nada que ver con tu vida en… ¿cómo lo llamáis? ¿Pampa?

– La pampa, Rattie. Pero sí, tienes razón. Nunca había hecho algo parecido -añadió con humildad, abriendo el bote de café granulado.

– Bueno, si tanto te gustan los caballos aprenderás rápido. Ahora, en julio, hay mucho trabajo porque hay que preparar a los primales para la venta. Eso te gustará. Hay que sacarlos a caminar, enseñarles a llevar las bridas, ese tipo de cosas. Luego, la gente que se encarga de las ventas vienen a inspeccionar los primales para ver si pueden entrar en las ventas de ejemplares de primera clase. La venta tiene lugar en Newmarket, en octubre. Verás lo interesante que es. Te encantará -dijo, dándole la taza vacía para que volviera a llenarla-. Te enseñaré todo lo que sé, pero no aprenderás nada sentada a la mesa de esta cocina. Se aprende haciendo, eso es lo que decía siempre mi padre. «Más hacer y menos hablar», decía. Así que ya basta de hablar y pongámonos en marcha. ¿Te parece bien, jovencita? -preguntó cuando ella le devolvió la taza, ahora llena de café solo y muy cargado, tal como a él le gustaba-. Perfecto -le dijo, cogiéndole la taza de la mano.

– Por mí de acuerdo, Rattie.

A Sofía no le interesaban demasiado los detalles. Mientras pudiera trabajar con caballos, todo le parecía bien.

El verano pasó muy rápido. Sofía había ido sólo una vez a Londres. Maggie y Antón estaban furiosos con ella, y a Sofía le había costado lo suyo conseguir que la perdonaran. Se quedó con ellos sólo una hora. Estaba ansiosa por volver con sus caballos. Le agradecieron mucho la visita, pero tuvieron la sensación de que la estaban perdiendo y eso los dejó tristes.

En septiembre David empezó a pasar cada vez más tiempo en el campo. Montó otra oficina en el estudio y contrató a una secretaria para que trabajara allí media jornada. De repente su casa había vuelto a la vida y vibraba con las voces de la gente y de los animales. Pero si tenía que ser sincero consigo mismo, la verdad era que se había enamorado perdidamente de Sofía y que casi no soportaba estar lejos de ella. Por eso la había contratado. Le habría pagado lo que ella le hubiera pedido. Contratarla era la única forma de poder verla sin cortejarla, y era lo suficientemente realista para saber que si le confesaba sus sentimientos, sólo conseguiría asustarla. De hecho, doce libras a la semana y alojamiento gratis no era nada comparado con lo que él deseaba darle: un nuevo apellido y todo lo que poseía.

Sofía estaba encantada de que David hubiera decidido pasar más tiempo en Lowsley. Llevó a los perros con él, cuyos adorables ojos de payaso no dejaban de sonreírle con ternura. Pasaban las tardes paseando por el jardín, hablando y viendo cómo el otoño recortaba las largas sombras del verano, hasta que los días empezaron a acortarse y cada vez se hacía de noche más temprano. David era consciente de que ella nunca hablaba de su pasado y nunca tocó el tema. No podía fingir que no sentía curiosidad; quería saberlo todo sobre ella. Deseaba borrar con sus besos todas las preocupaciones que intuía bajo su sonrisa. De hecho, deseaba besarla cada vez que la veía, pero no quería asustarla. No quería perderla. No había sido tan feliz en muchos años. Así que nunca lo intentó. Entonces, justo cuando Sofía estaba consiguiendo olvidar su pasado, alguien llegó a Lowsley para recordárselo.

Desde el verano David no había invitado a nadie a pasar un fin de semana en Lowsley. Estaba feliz a solas con Sofía, pero Za2a le sugirió que quizás ella deseara conocer a personas de su edad.

– Es una mujer muy atractiva. No te extrañe que algún hombre te la robe antes de que te des cuenta. No puedes tenerla ahí escondida toda la vida -le había dicho, sin percibir en ningún momento lo mucho que sus palabras habían herido a David.

David veía a Sofía ir de un lado a otro de la granja y no podía evitar pensar en lo feliz que parecía. Desde luego, por su expresión nadie diría que se moría de ganas por conocer a otros jóvenes. Parecía feliz con los caballos. Pero Zaza había insistido, haciéndole callar con un: «Sólo una mujer puede entender a otra mujer». Después de todo, él le llevaba casi veinte años y no era la compañía más adecuada para una chica de su edad.

Cuando Zaza y Tony le presentaron a Gonzalo Segundo, un jugador de polo argentino, moreno y altísimo, que era amigo de su hijo Eddie, David cogió la indirecta y los invitó a pasar el fin de semana en Lowsley. Ni se imaginaba la reacción de Sofía.

– ¡Sofía Solanas! -exclamó Gonzalo cuando los presentaron-. ¿Eres pariente de Rafa Solanas? -preguntó en español. Sofía estaba atónita. Hacía mucho tiempo que no hablaba su idioma.

– Es mi hermano -respondió con brusquedad. Luego dio un paso atrás en cuanto se oyó hablar en su lengua materna y todos los recuerdos hasta entonces reprimidos la asaltaron, cayendo sobre su cabeza como un mazo de cartas. Se puso pálida antes de salir corriendo de la habitación bañada en lágrimas.

– ¿Qué he dicho? -preguntó Gonzalo, perplejo.

Instantes después, David llamaba a la puerta de Sofía.

– Sofía, ¿estás bien? -dijo en voz baja, antes de volver a llamar. Sofía abrió la puerta. David entró, seguido por Sam y Quid, que, ansiosos, empezaron a olisquearle los tobillos. Sofía tenía la cara todavía húmeda por las lágrimas y los ojos furiosos e inyectados en sangre.

– ¿Cómo has podido? -gritó-. ¿Cómo has podido invitarle sin mi permiso?

– No sé de qué estás hablando, Sofía. Cálmate -le dijo con voz firme, intentando ponerle una mano en el brazo. Ella la retiró de un manotazo.

– No pienso calmarme -le soltó enfurecida. David cerró la puerta. No quería que Zaza los oyera-. ¡Conoce a mi familia! Volverá y les dirá que me ha visto -sollozó.

– ¿Y eso importa?

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Claro que importa! -chilló y se dirigió a la cama. Los dos se sentaron-. Importa muchísimo -añadió más tranquila, enjugándose las lágrimas.

– Sofía, no entiendo lo que intentas decirme. No puedes esperar que te entienda si no me lo cuentas. Simplemente pensé que te gustaría conocer a alguien de tu país.

– Oh, David -sollozó de nuevo, echándose contra su pecho. Poco a poco él la rodeó con el brazo. Sofía no se apartó ni le rechazó, así que David siguió sentado abrazándola-. Me fui de Argentina hace tres años porque tuve una aventura con alguien al que mis padres no aprobaban. Desde entonces no he vuelto.

– ¿No has vuelto? -repitió, sin saber qué decir.

– Me peleé con ellos. Los odio. Desde entonces no he vuelto a hablar con nadie de mi familia.

– Mi pobre niña -dijo David, y se encontró de pronto acariciándole el pelo. Temía estropear el momento si se movía.

– Los quiero y los desprecio. Los echo de menos e intento olvidarlos. Pero no puedo, no puedo. Estar aquí, en Lowsley, me ha ayudado a olvidar. Aquí he sido muy feliz. ¡Y ahora esto!

David se quedó perplejo cuando ella empezó a llorar de nuevo. Esta vez de sus entrañas brotaban violentos sollozos. Él siguió abrazándola e intentaba consolarla. Nunca había visto a alguien sentirse tan desgraciado. Sofía lloraba tanto que apenas podía respirar. David se asustó. No se le daban muy bien ese tipo de situaciones y pensó que quizás una mujer lidiaría mejor con lo que estaba ocurriendo, pero cuando se levantó para ir en busca de Zaza, Sofía le agarró del jersey y le pidió que se quedara.

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