Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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A la sombra del ombú: краткое содержание, описание и аннотация

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Pero si estás haciendo un trabajo estupendo, doctor Segundo -bromeó Sofía.

– El doctor Segundo sabe lo que le conviene, señorita.

– Con cuidado -le avisó cuando él empezó a ponerle el calcetín.

– ¿Qué tal?

– Mejor -respondió Sofía cuando se dio cuenta de que no le dolía tanto como esperaba-. Tienes manos sanadoras.

– No sólo soy un buen doctor sino que además soy también un sanador. Me siento halagado -dijo Gonzalo riendo entre dientes-. Ya está, como nuevo. ¿Alguna otra herida que quiera que le curen, señorita?

– No, gracias, doctor.

– ¿Qué pasa con su corazón herido?

– ¿Mi corazón herido?

– Sí, su pobre corazón -dijo él totalmente en serio. Tomó la cara de Sofía entre sus manos y sus labios se posaron en los de ella. No debería haberle permitido besarla, pero el sonido de su voz hablando español, ese inimitable acento argentino, las botas de montar, el olor de los caballos, la densa niebla que los ocultaba del mundo…, por un momento se dejó llevar y respondió a su beso. Le gustó, pero tuvo la sensación de estar actuando mal. Cuando se apartó se dio cuenta de que la niebla estaba empezando a levantarse.

– Mira, está aclarando -dijo Sofía esperanzada.

– Me gustaría quedarme aquí -dijo Gonzalo, bajando la voz.

– Mira, tengo frío, estoy empapada y me duele el pie. Por favor, Gonzalo, llévame a casa -le pidió.

– De acuerdo -suspiró-. No me había dado cuenta de lo mojado que estoy y del frío que tengo.

De pronto Sofía echó terriblemente de menos a David. Debe de estar preocupadísimo, pensó.

Gonzalo la llevó en brazos por encima de las ruinas hasta donde habían atado los caballos.

– Yo te llevo la bota -dijo, dejándola montada sobre Safari. El camino de vuelta fue largo y pesado. Sofía volvió a perderse en una ocasión pero, decidida a no darse por vencida, terminó por soltar las riendas de Safari con la esperanza de que el caballo encontraría, por sí solo el camino a casa. Cuando, feliz, Safari los llevó a casa, Sofía se preguntó por qué no habría tomado esa decisión antes.

– Ya está bien. Voy a buscarlos -decidió David, apartándose de la ventana. Ya casi era de noche y la pareja todavía no había vuelto-. Algo les ha ocurrido. Necesitan ayuda -añadió irritado.

– Te sigo con el Land Rover -se ofreció Tony. Eddie miró a su madre, pero ninguno de los dos se atrevió a decir nada. El almuerzo había sido de lo más tenso. David estaba de muy mal talante. De hecho, Zaza nunca le había visto así. Apenas había podido concentrarse en lo que se decía en la mesa. No había dejado de mirar por la ventana, escudriñando la niebla, como si Sofía y Gonzalo fueran a salir de ella de repente, como en las películas. Tony y Eddie no se habían dado cuenta de nada. Qué insensibles pueden llegar a ser los hombres, había pensado Zaza enojada al oírlos hablar sobre la liga de cricket de las Antillas Menores como si nada hubiera ocurrido.

David cruzó corriendo el vestíbulo, cogió el abrigo y las botas y abrió la puerta. En ese momento Gonzalo emergió de la niebla, llevando en sus brazos a una Sofía empapada y temblorosa.

– ¿Qué demonios os ha pasado? -gritó David, incapaz de ocultar la desesperación que le embargaba la voz.

– Es una larga historia, te la contaremos más tarde. Llevemos a Sofía arriba -respondió Gonzalo, ignorando a David cuando éste se ofreció a llevarla desde allí.

– Sólo me he torcido el tobillo -dijo Sofía al pasar junto a él.

– Dios mío, ¿qué ha pasado? -exclamó Zaza. Por su aspecto, cualquiera habría dicho que la pareja había estado revolcándose en el barro.

– ¿Dónde está tu cuarto? -preguntó Gonzalo, llevando a Sofía escaleras arriba.

– Sigue recto -le indicó, buscando a David con la mirada. Pero él no les seguía. Una vez en la habitación, Gonzalo la dejó con cuidado sobre la cama.

– Necesitas que te ayuden a quitarte la ropa mojada. Te prepararé un baño -dijo.

– No te molestes. Estoy bien. Puedo arreglármelas sola -insistió Sofía.

– El doctor Segundo sabe lo que te conviene -dijo, quitándole la bota.

– Por favor, Gonzalo, estoy bien, en serio.

– Gracias, Gonzalo -dijo una voz firme a sus espaldas-. ¿Por qué no vas a quitarte esa ropa mojada? Has sido todo un héroe, pero incluso los héroes necesitan descansar.

– ¡David! -suspiró Sofía aliviada.

Gonzalo se encogió de hombros y, sonriendo a Sofía para mostrarle que la abandonaba en contra de su voluntad, se marchó.

– ¿Qué demonios habéis estado haciendo? -preguntó David, visiblemente enojado antes de ir a prepararle el baño. Sofía oyó el chorro de agua instantes después de que él abriera los grifos y de repente se sintió agotada.

– Nos perdimos por culpa de la niebla, pero gracias al castillo en ruinas…

– ¿Cómo diantre se os ocurrió ir tan lejos? -le espetó.

– David, no ha sido culpa mía.

– ¿Y qué pasa con los caballos? ¿Es que no fuiste capaz de ver la niebla, o acaso estabas demasiado ocupada con tu amiguito?

– No fui yo quien sugirió que fuéramos a montar. No tenía la menor intención de ir. Podrías haberlo impedido.

– Quítate esa ropa mojada antes de que pilles una pulmonía. Te estoy preparando el baño -dijo, yendo hacía la puerta. Sofía se dio cuenta de que estaba celoso y sonrió.

– No puedo hacerlo sola -dijo con voz débil. Él se giró y a Sofía su expresión de enfado le pareció adorable. Tuvo ganas de borrarle el enojo a besos.

– Llamaré a Zaza -dijo él, todavía tenso.

– No quiero a Zaza y tampoco quiero que me ayude Gonzalo. Te quiero a ti -dijo muy despacio, sin apartar la mirada de sus ojos tristes.

– Has estado muchas horas ahí fuera. Estaba preocupado -estalló-. ¿Qué querías que pensara?

– No me parece que tengas muy buena opinión de mí si piensas que voy por ahí cayendo en brazos del primero que pasa. ¿Es que no confías en mí?

– Lo siento.

– Es porque es argentino, ¿verdad?

– Y joven, y guapo. Te llevo casi veinte años -protestó sin ocultar su tristeza.

– ¿Y?

– Que soy un viejo.

– Y yo te quiero. Te quiero y no me importa la edad que tengas. Para mí eso no significa nada -dijo Sofía, intentando quitarse la ropa.

– Deja que te ayude -dijo David, acercándose a ella. Se arrodilló frente a ella, tomó su cara entre las manos y la besó. Tenía la boca suave y caliente y Sofía quiso acurrucarse contra su pecho, pero él la soltó-. Pareces un perro empapado -le dijo echándose a reír al ver la mancha de humedad que se le había dibujado en la camisa.

Le quitó el jersey y la camiseta con un solo movimiento. Sofía tiritaba. El pelo le caía sobre el cuello desnudo formando tentáculos largos y goteantes. Él volvió a besarla, en un intento por dar un poco de vida a sus labios azulados que, a pesar de sus esfuerzos, seguían temblando. Sofía se desabrochó los vaqueros y dejó que él se los quitara con cuidado, poniendo especial atención en no dañarle el tobillo herido. Estaban empapados y llenos de barro.

– Cariño, estás helada. Venga, a la bañera -le dijo, solícito.

– ¿Qué? ¿En ropa interior? -se rió al tiempo que se desabrochaba el sujetador. Tenía los pechos sorprendentemente grandes para su delgada figura. Se le había puesto la piel de gallina y los pezones, de un rojo intenso, se le habían endurecido por el frío, en respuesta al frío. Se quitó las bragas y tendió los brazos hacia él. David la tomó entre sus brazos y la llevó al cuarto de baño.

– Eres muy guapa -le dijo besándole en la sien.

– Y tengo mucho frío -respondió ella, pegando la cara a su rasposa mandíbula-. ¡Burbujas! -suspiró cuando él la depositó en el agua caliente de la bañera.

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