Santa Montefiore - A la sombra del ombú

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Hija de un hacendado argentino y una católica irlandesa, Sofía jamás pensó en que habría un momento que tendría que abandonar los campos de Santa Catalina. O quizás, simplemente, ante tanta ilusión y belleza, nunca pudo imaginar que su fuerte carácter la llevaría a cometer los errores más grandes de su vida y que esos errores la alejarían para siempre de su tierra.
Pero ahora Sofía ha vuelto y, con su regreso, el pasado parece cobrar vida. Pero ¿podrá ser hoy lo que no pudo ser tantos años atrás? Quizás sólo con ese viaje podrá Sofía recuperar la paz y cerrar el círculo de su existencia.

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– Me da igual. Soy muy feliz, Maggie. No creí que pudiera volver a enamorarme.

– Siempre volvemos a enamorarnos. Es mentira eso de que sólo hay un hombre para cada mujer. Yo he querido a varios, cariño, a varios, y todos han sido maravillosos.

– ¿Viv también? -preguntó Sofía con malicia, recordando al primo segundo de Tony.

– Él también. Era un hombre como Dios manda, tú ya me entiendes. Me tenía muy satisfecha, incluso cuando ya no nos soportábamos. Espero que David te tenga bien satisfecha -dijo.

– ¡Oh, Maggie!

– Eres demasiado inocente, cariño. En fin, supongo que eso es parte de tu encanto y sin duda una de las razones por la que él te quiere. No pierdas esa inocencia, cariño. No abunda hoy en día -dijo con brusquedad-. ¿Piensas aparecer por aquí? Antón gimotea como un perro.

– Muy pronto, te lo prometo. En este momento estoy muy ocupada.

– Sería maravilloso que pudieras venir antes de Navidad.

– Lo intentaré.

Sofía encendió el fuego de la chimenea de la salita verde. Cuando David y ella estaban solos en la casa, la salita verde era mucho más acogedora que el gran salón, que en realidad sólo parecía animarse cuando se llenaba de gente. David había telefoneado dos veces mientras ella estaba dando un paseo a caballo por las colinas, de manera que le llamó mientras con la otra mano daba de comer a los perros. Le echaba de menos. Llevaba fuera sólo un día y una noche, pero estaba tan acostumbrada a él que sin David la cama le parecía demasiado grande y fría.

El fuego crepitó alegremente en la chimenea. Puso un disco. A David le gustaba la música clásica, por lo que eligió uno de los de él. Así tendría la sensación de que estaba con ella en casa y llenaría el silencio con su música. Se estaba haciendo de noche. La luz de la tarde iba diluyéndose en la niebla invernal. Corrió las gruesas cortinas verdes y pensó en Ariella. Sin duda había sido ella quien había decorado la casa. Se apreciaba con claridad el gusto de una mujer. David no era la clase de hombre que se interesara por la decoración.

Sofía se preguntó qué aspecto tendría Ariella. David no le había hablado mucho de su ex mujer. Sólo le había dicho que tenía un gusto exquisito, un gran ojo para el arte y que le encantaba la música. Era inteligente y muy culta. Se habían conocido durante el último año de ambos en Oxford. A él nunca le había ido detrás una mujer. En su mundo eran los hombres los que llevaban la iniciativa. Pero Ariella no estaba acostumbrada a esperar a que la cortejaran. Era de las que salían a buscar lo que quería. David no se había sentido atraído por ella al principio. Le gustaba una chica de su clase de literatura. Pero Ariella insistió y por fin se acostaron. Ariella no era virgen. En lo que hacía referencia al sexo se comportaba más como un hombre, le había explicado David. Se casaron un año después y se divorciaron nueve años más tarde. De eso hacía siete años. Otra vida, había dicho David. No habían tenido hijos. Ariella no quería tener una familia y no había más que hablar.

Sofía no había hecho demasiadas preguntas. No le importaba demasiado, y David tampoco había insistido mucho por conocer detalles del pasado de Sofía. Pero al estar sola en la casa, de repente sentía la presencia de Ariella en los edredones y en el papel de las paredes. No había fotografías enmarcadas de ella, como habría cabido esperar, pero había que tener en cuenta que el divorcio no había sido una experiencia precisamente agradable. Al fin y al cabo, había sido ella quien había dejado a David, y no al contrario.

Sofía se encontró abriendo cajones y buscando entre los papeles de David fotografías de su pasado. En ningún momento pensó que a David fuera a importarle. Probablemente se las enseñaría él mismo si hubiera estado ahí con ella. Pero Sofía no quería pedírselo, no quería parecer demasiado interesada. No hay nada peor que una novia celosa, pensó. De todas formas, no estaba celosa, sólo sentía curiosidad.

Por fin encontró lo que parecía ser un álbum de fotos al fondo de uno de los cajones del estudio. Lo cogió. Era un volumen pesado, forrado en cuero y mordisqueado en una de las esquinas sin duda por un perro. Lo abrió por el medio para asegurarse de que era lo que buscaba. Cuando vio a un sonriente David que rodeaba con el brazo los hombros de una hermosa rubia, cerró el libro, se lo llevó al salón, se acomodó en el sofá con una bandeja de galletas y un vaso de leche fría y empezó a mirarlo por el principio. Sam y Quid se tumbaron en el suelo delante de la chimenea sin dejar de batir la cola de satisfacción y con un ojo en la bandeja de galletas.

En las primeras páginas aparecían David y Ariella en las colinas de Oxford durante un picnic. Ariella era muy bella, pensó Sofía a regañadientes. Tenía una melena abundante y casi blanca, la piel rosada y el rostro alargado y anguloso. Llevaba una gruesa capa de maquillaje que acentuaba los rasgos felinos de sus ojos verdes, y, en sus labios, sorprendentemente finos, se dibujaba una expresión taimada. Aunque era hermosa, si tomabas cada uno de sus rasgos por separado no había en ellos nada notable, simplemente combinaban muy bien juntos. Si destaca tanto en todas las fotos es por su pelo blanco, pensó Sofía, decidida a no admitir que pudiera tener belleza ni tampoco carisma.

Pasó las páginas del álbum, sonriendo al ver las fotos de David cuando era joven. En aquel entonces era muy delgado y un poco chabacano, antes de que, con el tiempo y la prosperidad, hubiera ganado algunos kilos. Además tenía una buena mata de pelo rubio que le caía sobre la frente. David aparecía en todas las fotos rodeado de gente, siempre riendo, haciendo el tonto, mientras que Ariella parecía siempre comedida, mirando tranquilamente a los demás, y sin embargo resplandecía de una forma muy especial; en cada una de las fotos el ojo del observador se veía atraído inmediatamente hacia ella.

Sofía buscó álbumes de la boda y de sus años de casados, pero no encontró ninguno. Aquél parecía ser el único libro que David conservaba. Se alegró de que estuviera cubierto de polvo y guardado al fondo de un cajón que a buen seguro David nunca abría.

Cuando, dos días más tarde, David volvió, Sofía corrió a recibirle con los perros, que saltaron sobre él, dejándole los pantalones llenos de barro. Sofía le besó por toda la cara hasta que él dejó la maleta en el suelo del vestíbulo y se la llevó escaleras arriba.

Sofía no tardó en olvidarse de Ariella mientras se dedicaba a llenar la casa de adornos de Navidad. David, que normalmente pasaba las Navidades con su familia, decidió que, por el momento, no era justo obligar a Sofía a lidiar con tantos desconocidos y la sorprendió con una propuesta del todo inesperada.

– Pasaremos las Navidades en París -anunció durante el desayuno. Sofía se quedó atónita.

– París no te pega nada -boqueó-. ¿Qué tramas?

– Quiero estar solo contigo en un lugar hermoso. Conozco un pequeño hotel a orillas del Sena -respondió él sin alterarse.

– Qué maravilla. Nunca he estado en París.

– En ese caso será un placer mostrarte la ciudad. Te llevaré de compras a los Campos Elíseos.

– ¿De compras?

– Bueno, no puedes pasarte la vida en vaqueros y camiseta, ¿no crees? -dijo, bebiéndose el café de un trago.

Sofía quedó prendada de París. David viajaba a lo grande. Volaron en primera clase, y un reluciente coche negro los recogió en el aeropuerto para llevarlos directamente al discreto hotel ubicado a orillas del río. Hacía frío. El sol brillaba en el pálido cielo invernal y una fina capa de nieve se derretía sobre el asfalto y las aceras. Las calles habían sido decoradas para la Navidad con luces y adornos, y Sofía pegó la nariz a la ventanilla para no perderse los puentes de piedra que cruzaban las aguas heladas del río.

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