Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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Fitz la besó y le acarició el pelo.

– Quizá tengamos nuestros propios hijos.

– No puedo imaginármelo.

«No puedo imaginarme queriendo a otro niño como quiero a Cosima», pensó taciturna.

– Confía en mí.

Alba suspiró en un arrebato de resignación.

– Es que me he encariñado mucho con ella.

– El mundo es cada día más pequeño. No estaréis tan lejos. -Sin embargo, Alba sabía que Fitz no podía comprender el amor que sentía por Cosima. Era la sensación más parecida que había vivido a la de ser madre. La despedida le partiría el corazón.

Alba llevó a Fitz a cenar a casa de Immacolata. A él la casa le pareció un edificio hermoso, típicamente italiano, acogedor y vibrante en el que resonaba aún el eco de las risas de una gran familia. Immacolata le bendijo y sonrió. Fitz no vio en su sonrisa nada extraño; no tenía modo de saber que en una época la sonrisa de esa anciana había sido tan inusual como el mismísimo arco iris. Beata y Falco le dispensaron una calurosa bienvenida con su parco inglés, y Toto soltó algún que otro comentario gracioso sobre el entorno habitualmente urbano de Fitz y la tranquilidad provinciana de Incantellaria. El inglés de Toto resultó sorprendentemente bueno. A Fitz le cayó bien enseguida. Toto se mostraba casi tan relajado como él y descubrió en el joven italiano un sentido del humor peculiar que entendía a la perfección. Cuando Cosima se coló en el comedor, Fitz comprendió al instante por qué Alba había llegado a quererla tanto. La pequeña echó a correr y se abrazó a la cintura de Alba con los rizos rebotándole alrededor de la cara como un enjambre de sacacorchos.

En cuanto se sentaron a cenar, Alba anunció su compromiso con Fitz. Toto propuso un brindis. Todos alzaron sus copas y admiraron el anillo con entusiasmo. Sin embargo, bajo todo ese entusiasmo se ocultaba cierta sombra de aprensión, pues todos salvo Cosima, eran conscientes de que Alba no tardaría en dejarles.

Aunque no pasó mucho tiempo hasta que Alba percibió Ja desazón que embargaba a su familia, la ponía nerviosa hablar de su partida delante de la niña. Contempló a Cosima comiéndose el prosciutto con fruición, parloteando sobre lo que había aprendido en la escuela, los juegos a los que había jugado y su ilusión por volver a salir de compras con Alba, pues había empezado a refrescar y sus vestidos de verano eran demasiado ligeros. Alba miró a Beata, que sonrió, compasiva. Se sentía incapaz de comunicar lo que ocupaba sus pensamientos. Por un lado, estaba tremendamente feliz ante la perspectiva de casarse con Fitz. Por el otro, sin embargo, el hecho de tener que marcharse de Incantellaria y alejarse de Cosima eclipsaba su felicidad como una nube gris flotando delante del sol. Estaba sentada a la sombra mientras todos los demás se encontraban bajo la luz de la lámpara.

Después de cenar, Cosima se acostó, dejando a los adultos hablando a la luz de la luna en la terraza que cubría la parra.

¿Y cuándo vas a dejarnos? -preguntó Immacolata. Había cierta sombra de dureza en su voz. Alba comprendió que estuviera resentida. Acababan de reencontrarse.

– No lo sé, nonna. Pronto.

– Pero volverá a visitarles -dijo Fitz, intentando animar el ambiente.

Immacolata levantó la cabeza, desafiante.

– Eso es lo que dijo Tommy hace veintiséis años, cuando se la llevó con él. Y nunca la trajo. Nunca.

– Pero ahora yo tomo mis propias decisiones. Para mí no va a ser fácil dejaros. Sólo puedo hacerlo sí sé que volveré pronto.

Falco puso su mano áspera y enorme sobre la pequeña mano de su madre.

Mamma -dijo, y su voz fue una súplica-. Alba tiene que vivir su vida. Demos gracias por la parte de su vida que hemos compartido con ella.

La anciana soltó un bufido.

– ¿Qué le dirás a la niña? Le vas a partir el corazón.

– También el mío quedará partido -añadió Alba.

– No os preocupéis por ella -dijo Toto, encendiendo un cigarrillo y tirando la cerilla a su espalda-. Nos tiene a nosotros.

– Es parte de hacerse mayor -intervino de nuevo Falco, muy serio-. A veces las cosas cambian. La gente también.

– Se lo diré mañana -dijo Alba-. No es un adiós.

¿Y por qué no se puede quedar Fitz con nosotros? -preguntó Immacolata, clavando sus ojos en él en un gesto de silencioso desafío. Fitz no necesitaba hablar italiano para entender lo que la anciana acababa de sugerir.

Pareció avergonzado.

– Porque tengo mi empresa en Londres. -A Immacolata no le gustaba mucho Fitz. Le faltaba arrojo.

– Tú has hecho ya tu elección -le dijo a Alba, levantándose-. Pero no esperes que me guste.

– Mañana voy a llevar a Fitz al viejo castillo en ruinas -dijo Alba, deseosa de cambiar de tema.

Immacolata se volvió con el rostro blanco como el de un cadáver.

– ¿Al palazzo de Montelimone? -graznó, apoyándose en el respaldo de la silla.

– No hay nada que ver allí -protestó Falco. La mirada huidiza que dedicó a su madre no hizo más que espolear la curiosidad de Alba.

– Tengo ganas de ir desde que llegué. Está en ruinas, ¿verdad? -Intentó descifrar la silenciosa comunicación que estaba teniendo lugar entre su abuela y su tío.

– Es peligroso. Los muros se caen a pedazos. No deberías ir -insistió Immacolata.

– Podrías llevarme a Nápoles en vez de llevarme al castillo.

Alba reconsideró sus planes. Cualquier cosa con tal de ver feliz a su abuela. Era lo menos que podía hacer, teniendo en cuenta que se marchaba.

– Muy bien, iremos a Nápoles -dijo en inglés.

– Perfecto. -A Fitz le daba igual dónde fueran mientras salieran de la casa.

A la mañana siguiente, Alba le pidió prestado el pequeño Fiat a Toto y emprendieron el viaje en dirección a Nápoles. Se sentía decepcionada. Estaba deseosa por explorar la ruina. Llevaba meses viéndola allí arriba, tentadoramente enclavada en la cima de la colina, atrayendo su mirada. No debería haberles dicho que tenía planeado subir. Simplemente tendría que haberlo hecho.

– ¿Por qué estás tan callada? -preguntó Fitz, consciente de que el rostro adusto de Alba no apartaba los ojos de la carretera.

– No quiero volver a Nápoles -fue su respuesta-. Ya lo tengo muy visto.

– Podríamos almorzar en algún buen restaurante y dar un paseo. No estará tan mal.

– No. -De pronto, la sombra se deslizó por sus rasgos como una nube-. Voy a dar media vuelta. Allí arriba hay algo, estoy segura. ¿Por qué si no iban a oponerse a que subiera? Siguen ocultándome algo. Lo presiento. Y, sea lo que sea, está ahí arriba, en ese palazzo.

Las llantas chirriaron contra el asfalto caliente de la carretera cuando pisó el freno e hizo girar el coche para volver a bajar a la costa. Ambos se vieron imbuidos por un arrebato de entusiasmo y con un propósito en común, unidos en una misión, cómplices de un mismo crimen.

No tardaron en salir de la carretera que serpenteaba junto a la costa para tomar el desvío que subía por la colina en dirección al palazzo. El camino se volvió pronto empinado y estrecho. Pasado un rato, se bifurcó a la derecha. El bosque casi lo había cubierto de maleza, espinos y hojas, y los cipreses que lo bordeaban proyectaban sobre él sus sombras de modo que empezaron a avanzar sumidos en una oscuridad casi total. Al llegar a las puertas de hierro negro, altas e imponentes, aunque desconchadas por el descuido, Alba vio que estaban cerradas con candado y que la cerradura estaba totalmente oxidada. Bajaron del coche y contemplaron primero entre los barrotes los descuidados jardines y luego la casa.

Una pared se había venido abajo por completo y estaba en ruinas. Hasta las piedras caídas eran pasto de la hiedra y de otras hierbas. El espectáculo que se abría ante sus ojos tenía tanto de atractivo como de persuasivo. Habían llegado hasta allí y no tenían intención de volver sobre sus pasos. Alba miró a su alrededor y vio que, si no les importaba sufrir algún que otro rasguño, podían colarse entre los arbustos y saltar el muro. Fitz fue el primero en saltar y al hacerlo los espinos le desgarraron los vaqueros. Luego se volvió para ayudar a Alba, cuyo corto y ligero vestido de tirantes resultó de lo más inapropiado para semejante expedición. Cuando cayó al otro lado de la pared, le embargó un arrebato triunfal. Se sacudió el vestido y se lamió el desgarrón que se había hecho en la mano.

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