Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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– ¿Estás bien? -preguntó Fitz.

Ella asintió.

– Sólo un poco nerviosa porque no sé lo que nos vamos a encontrar.

– Quizá no encontremos nada.

Alba entrecerró los ojos.

– Quiero encontrar algo. No quiero volver a Inglaterra con tantas preguntas sin respuesta.

– De acuerdo, Sherlock. Vamos.

En cuanto echaron a andar por el camino que llevaba hacia la casa, a Alba le sorprendió el frío que reinaba en el lugar. Era como si el palazzo estuviera situado en la cima de una elevada montaña envuelta en su propio microclima. A pesar de que el día había sido húmedo y de que el esfuerzo que había empleado en subir la colina la había hecho entrar en calor, en los terrenos de la casa soplaba un viento helado y tuvo que frotarse los brazos para combatir el frío. Aunque el sol brillaba en lo alto del cielo, la casa estaba sumida en sombras: gris, austera y desierta. No había en ella ni un mínimo atisbo de vida, ni siquiera en los jardines, donde percibió el movimiento de las campanillas que trepaban silenciosamente por el suelo como malévolas serpientes, deslizándose entre el follaje al que ya casi habían estrangulado.

Una de las torres se había venido abajo con la pared y yacía en el jardín como un centinela caído. Las habitaciones que habían quedado a la vista estaban cubiertas de hojas y la hiedra trepaba por los suelos y se diseminaba por las paredes. Sin duda, cualquier objeto de valor había sido expoliado. Treparon entre los escombros para entrar en el edificio y miraron maravillados a su alrededor. Entre el musgo y las hojas asomaba la pintura de color azul celeste como el cielo del amanecer. Las molduras, allí donde la pared se unía al techo, eran elaboradas, y el tallado se veía mellado en algunos sitios como una fila de viejos dientes. Alba apartó con el pie capas de suciedad y de hojas del suelo y encontró el mármol intacto. Una gran puerta de roble seguía colgando de sus goznes.

– Entremos -sugirió. Fitz avanzó sobre los escombros y al llegar a la puerta descubrió que el picaporte giraba con facilidad. Entraron encantados al cuerpo principal de la casa, en el que el bosque no había logrado penetrar.

El lugar estaba prácticamente a oscuras y reinaba en él un silencio sepulcral. Alba temía hablar por si al hacerlo despertaba a los demonios que acechaban en las sombras. No tuvo que pasar mucho tiempo para que constataran que las habitaciones eran todas muy similares: vacías, desnudas y desoladas. Justo cuando estaban a punto de dar media vuelta y emprender el camino de regreso, Fitz abrió una puerta de doble hoja que ocupaba parte de la pared hasta el techo de la habitación y entró en un salón en el que se respiraba un aire totalmente distinto. Si las habitaciones anteriores eran frías y húmedas como cadáveres, aquélla vibraba con el calor de los vivos. Era cuadrada y más pequeña que las demás, y tenía una chimenea en la que todavía se veían los restos de un fuego reciente. Parecía haber sido utilizada no hacía mucho. Delante de la chimenea había un gran sillón de piel mordisqueado por los ratones. No había nada más en la habitación, tan sólo la clara sensación de que no estaban solos.

Fitz miró a su alrededor, receloso.

– Aquí vive alguien -dijo.

Alba se llevó el dedo a los labios.

– ¡Quizá no le haga ninguna gracia encontrarnos aquí! -bisbiseó ella

– Creía que nos habían dicho que aquí no vivía nadie.

– ¡Y yo!

Alba agudizó el oído intentando captar algún ruido, aunque en vano. Tan sólo alcanzó a oír los pesados latidos de su propio corazón. Volvió la mirada hacia los ventanales que daban al jardín y abrió uno. La puerta del ventanal rechinó al rascar el suelo. Fitz salió tras ella. Al parecer en el pasado había habido allí una terraza, aunque la balaustrada se había derrumbado y tan sólo quedaba en pie una pequeña porción. Alba rascó el suelo con el pie para dejar a la vista un diseño de pequeñas baldosas rojas. Fue entonces cuando divisó entre la maleza algo negro que le llamó la atención. Se acercó a grandes zancadas a la balaustrada en ruinas y escarbó debajo con la mano. Halló algo duro y metálico.

– ¿Qué has encontrado? -susurró Fitz.

– Parece un telescopio. -Lo limpió con la mano e intentó mirar por él.

– ¿Ves algo interesante?

– Lo veo todo negro -fue la respuesta de Alba, que volvió a lanzarlo entre los hierbajos.

De pronto sintieron la presencia de alguien a su espalda. Se volvieron, sobresaltados, y se encontraron con un despojo de hombre que salía a la terraza por el ventanal.

Alba fue la primera en hablar.

– Espero que no le hayamos molestado. Hemos salido a pasear y nos hemos perdido -explicó con una encantadora sonrisa.

Cuando el hombre alzó sus ojos enrojecidos y la miró, contuvo un jadeo como si algo le hubiera dejado de pronto sin aliento. Siguió donde estaba, mirándola fijamente sin apenas pestañear.

Madonna! -exclamó con una voz suave como la seda. Luego sonrió, mostrando un considerable hueco donde debería haber tenido los dientes delanteros-. ¡Ya sabía yo que me movía entre los muertos! -Tendió la mano. Alba la estrechó a regañadientes. La notó pegajosa-. Soy Nero Bonomi. ¿Quiénes son ustedes?

– Somos ingleses -respondió ella-. Mi amigo no habla italiano.

– Pero usted, querida mía, lo habla como si fuera de aquí -dijo él en inglés-. Con el pelo corto parece usted un guapo joven. Aunque también se parece a otra persona a la que conocí hace mucho tiempo. De hecho, me ha dado un buen susto. -Se pasó los dedos huesudos por el pelo rubio-. Fui un chiquillo muy guapo en una época. ¿Qué diría Ovidio si pudiera verme ahora?

– ¿Vive aquí? -preguntó Alba-. ¿En esta ruina?

– También era una ruina cuando Ovidio vivía en ella. O quizá debería decir el márchese Ovidio di Montelimone. Era un hombre magnífico. Cuando murió, me dejó el palazzo en herencia. Aunque no es que mereciera demasiado la pena. En realidad, lo único de valor eran los recuerdos, que, supongo, carecen de valor para los demás.

Alba reparó en que el hombre tenía la piel de la cara hinchada y enrojecida. Aunque parecía estar quemado por el sol, una inspección más detallada reveló que la salud de Nero estaba sucumbiendo a los efectos de la bebida. Le envolvía una nube de alcohol. Alba no tardó en percibir el olor. También se fijó en que llevaba los pantalones muy por encima de la cintura, firmemente sujetos con un cinturón, y que le quedaban muy cortos, dejando a la vista unos calcetines blancos que apenas disimulaban unos finos tobillos. Aunque no era un hombre viejo, sí mostraba la fragilidad típica de un anciano.

– ¿Cómo era el márchese? -preguntó Fitz. Nero se sentó en la balaustrada y cruzó las piernas. No parecía importarle que hubieran invadido su propiedad, ni que hubieran estado paseándose por la casa. Parecía feliz con la compañía. Apoyó la barbilla en la mano con un suspiro.

– Era un gran esteta. Adoraba las cosas bonitas.

– ¿Era pariente suyo? -Alba supo al instante que no.

– No. Yo le amaba. Al márchese le gustaban los chicos. Aunque yo no tenía ninguna cultura, él me quería. Yo no era más que un pilluelo de Ñapóles. El me encontró en la calle y me educó. Pero ya ven lo que he hecho con mi herencia. Ahora no sirvo para nada. -Se metió la mano en el bolsillo y buscó un cigarrillo-. Si usted fuera un chico, podría fácilmente robarme el corazón. -A pesar de su risa, a Alba el comentario no le hizo ninguna gracia. Nero dio un golpecito al encendedor y aspiró el humo del cigarrillo-. Con Ovidio nada era fácil. Era un hombre de grandes contradicciones. Rico, aunque vivía en una casa que se derrumbaba a su alrededor. Adoraba a los hombres y entregó a una mujer la mayor porción de su corazón. Se volvió loco por ella. A punto estuve de perderle por su culpa. -Alba miró a Fitz, que le devolvió la mirada. Aunque ninguno dijo nada, los dos sabían a quién se refería. Nero prosiguió-: Era hermosa como no podrían llegar a imaginar.

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