Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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Fitz y Sprout aparecieron en la casa flotante de Viv un poco antes de las ocho. El techo de la barcaza resplandecía nuevamente, cubierto de hierba y de flores. Las amapolas, replantadas, habían brotado por fin, silvestres y carmesíes, y las margaritas y los ranúnculos inclinaban sus cabecillas bajo la brisa que barría el Támesis. Fitz recordó con divertida admiración la visión de la cabra comiéndose la hierba y las plantas recién plantadas del techo. Alba tenía una mente ingeniosa, ni siquiera Viv podía negárselo. El Valentina se le antojó en ese momento un cascarón triste y vacío. Las flores estaban muertas, la cubierta necesitaba un buen lavado y la pintura de las paredes estaba empezando a desconcharse. Vio la casa seca y apagada, como desesperadamente necesitada de una copa. Alba se había marchado y el otoño había llegado temprano al barco.

Cuando Viv abrió la puerta, se lo encontró mirando melancólicamente hacia la casa de Alba.

– Oh, querido -dijo con un suspiro, agitando el cigarrillo en el aire-. ¿Seguimos igual?

– ¿Cómo estás? -Fitz evitó la pregunta porque de algún modo, viniendo de Viv, le resultaba demasiado doloroso contestarla.

– Tengo mucho que contarte. ¡Pasa! -La siguió por las habitaciones hasta cubierta. Se dejó caer en una tumbona y se puso los brazos detrás de la cabeza.

– ¿Y bien? ¿Dónde has estado y qué es todo eso que me has contado sobre el sexo? -Le alegraba verla. Viv estaba radiante como un melocotón fresco y vergonzosamente encantada consigo misma.

– Estoy enamorada, querido. Quién me lo iba a decir. ¡Me han robado el corazón! -Agitó la mano en el aire-. Estoy totalmente cautivada, Fitzroy, como cualquiera de mis heroínas.

– Ya decía yo que estabas demasiado bien. ¿Quién es? ¿Me gustará?

– Te encantará, querido. Es francés.

– Eso explica el vino.

– Exacto.

– Gracias a Dios. Ahora puedo decirte que tu vino era, como poco, peleón.

– Lo sé, pero es que era demasiado tacaña como para comprar vino bueno. Todo me sabía igual. Naturalmente, me equivocaba. ¿Me perdonas por haberte obligado a tomarlo? -Le sirvió una copa de burdeos y se la dio orgullosa-. Pierre tiene su propio château en la Provenza. Me iré a escribir allí. No sabes lo tranquilo que es. Largos almuerzos a base de foie-gras y brioche.

– Está exquisito, Viv -dijo Fitz, sorprendido-. Bien hecho. Tiene muy buen gusto para el vino.

– Y también para las mujeres -exclamó Viv, picarona.

– Sin duda. ¿A qué se dedica?

– Es un caballero, querido. No hace nada. No se dedica a hacer ninguna cosa.

– ¿Qué edad tiene?

– La mía, por lo que a ti te parecerá un viejo. Pero, como yo, es joven de espíritu y hace el amor como un jovencito con cien años de experiencia. -Fitz le sonrió afectuosamente. Observó en ella algo muy infantil que no había estado ahí antes-. Soy muy feliz, Fitzroy -añadió no sin cierta sombra de timidez-. Y también quiero que tú lo seas.

El aspiró el aire caliente del verano y apartó la mirada.

– En eso estoy -dijo.

– He estado pensando. ¿Por qué no cedes de una vez al impulso? Vete a Incantellaria. Ve y tráela contigo.

– Pero si estabas totalmente en contra. Dijiste que…

– Da igual lo que dije, querido. Mírate. Te estás apagando y odio verte con los ojos así.

– ¿Así cómo? -preguntó él con una sonrisa.

– Así de tristes, desesperadamente tristes, como los de un conejo.

– ¡Oh, por el amor de Dios!

– ¿Qué puedes perder?

– Nada.

– Eso es. Nada. Dios sólo ayuda a los que se ayudan a sí mismos. ¿Cómo sabes tú que Alba no está sentada en alguna playa, suspirando por ti y lamentando haber roto contigo? Cosa que, si mal no recuerdo, se produjo por un motivo de lo más estúpido. Si fuera yo la que estuviera a cargo del guión, cosa harto probable, enviaría de inmediato a mi héroe a Incantellaria. Llegaría allí ansioso, con el corazón en la boca, rezando para que ella no se hubiera casado con algún príncipe italiano durante el verano. La encontraría sola, sentada en lo alto del acantilado, contemplando el mar anhelante a la espera de ver aparecer al hombre que ama y al que nunca dejó de amar. Cuando por fin le ve, está demasiado feliz como para mostrarse orgullosa. Corre a sus brazos y le besa. Creo que pasarían un buen rato besándose, porque llegados a ese punto las palabras no bastan para expresar lo que se lleva en el corazón. -Le dio una calada al cigarrillo-. Desesperadamente romántico, ¿no te parece?

– Ojalá fuera cierto.

– Quizá lo sea.

– Aunque merece la pena arriesgarse, ¿verdad? A fin de cuentas, como bien has dicho, ¿qué puedo perder?

Viv alzó su copa hacia él.

– Quiero que sepas que le tengo mucho cariño a Alba. Aunque es una mujer exasperante, no hay nadie tan divertido ni tan encantador como ella. Quizá puedas domarla un poco. Sería muy afortunada de poder tenerte. Y que sepas que tampoco hay más de un Fitz. Me siento generosa porque estoy enamorada. Me aseguraría de darle al libro un final feliz.

El tercer retrato

26

Italia, 1971

Cuando el espíritu de Valentina por fin siguió su camino, un cambio más que evidente se operó en la casa. Más extraordinario, sin embargo, fue el cambio que pudo percibirse en Immacolata. De los armarios salieron los vestidos de su pasado. Rosas, azules y rojos con sus estampados de flores. Aunque la moda había cambiado desde los años previos a la guerra, Immacolata no lo había hecho. Seguía poniéndose los mismos zapatos que cuando su marido la llevaba a bailar a Sorrento. Eran unos zapatos negros, abrochados con hebillas a los tobillos. Quizá fuera más ancha de cintura, pero seguía teniendo los mismos pies: tan pequeños y delicados como en su momento lo había sido su figura. La resurrección de su antiguo aspecto provocó no pocas burlas por parte de Ludovico y de Paolo, que volvieron del norte con sus familias para la misa en memoria de Valentina y la colocación de la lápida. E Immacolata esbozaba la amplia y sincera sonrisa de una mujer que saboreaba la felicidad por vez primera en muchos años, tan sorprendida como los demás de ver que, como ocurría con montar en bicicleta, el arte de sonreír, una vez aprendido, ya no vuelve a olvidarse.

Alba disfrutaba también con su nuevo aspecto, que por otro lado había suscitado no pocos comentarios. Aunque haberse cortado el pelo había sido una expresión dramática del odio que sentía hacia sí misma, se convirtió en una muestra externa de su evolución emocional. Se vio por fin obligada a hacer una valoración de su vida y de su falta de propósito. Quería pasar a formar parte del entramado de la comunidad. Quería ser útil.

En cuanto concluyeron las celebraciones por la vida de Valentina y las familias que estaban de visita hubieron regresado a sus casas, Alba le preguntó a Falco si podía ayudar en la trattoria.

– Quiero trabajar -explicó durante el almuerzo bajo el toldo, mientras veía ir y venir las pequeñas barcas de pesca azules.

Falco tomó un pequeño sorbo de su limoncello. Seguía habiendo solemnidad en sus ojos.

– Espero que hables en serio, porque la verdad es que me iría bien un poco de ayuda -respondió.

– Hablo en serio. Quiero quedarme aquí con vosotros. No quiero volver a mi antiguo yo ni a mi antigua vida.

Falco la miró.

– ¿De quién estás huyendo, Alba? -Sus palabras la pillaron por sorpresa.

Ella se tensó.

– De nadie. Simplemente me gusta ser la que soy aquí. Siento que aquí está mi lugar.

– ¿No tenías tu lugar en Inglaterra?

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