Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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Fue entonces Alba la que tomó las manos de su abuela entre las suyas.

– Ha llegado la hora de dejarla ir -dijo con los ojos brillantes de emoción-. Ha llegado el momento de dejarla Ubre. Siento que su espíritu sigue todavía aquí, en esta casa, proyectando una sombra oscura e infeliz sobre todos nosotros.

Immacolata se detuvo a pensarlo durante unos instantes.

– No puedo deshacerme del altar -protestó.

– Claro que puedes. Y debes hacerlo. Apaguemos las velas, abramos las ventanas y recordémosla con alegría. Sugiero que celebremos una misa en la pequeña capilla en su memoria y luego demos una fiesta. Démosle una buena despedida.

A pesar de las lágrimas, Immacolata no pudo ocultar su creciente entusiasmo.

– Falco podría compartir con nosotros sus recuerdos. Los buenos. Ludovico y Paolo podrían venir también y quedarse con sus familias. Y podríamos comer en el jardín. Organizar un banquete.

– Démosle una lápida como se merece y plantemos flores en su tumba.

– Las calas eran sus favoritas.

– Y unas violetas estarían bien. Silvestres. Muchas. Hagámoslo hermoso.

A Immacolata se le iluminó el rostro.

– Eres muy sabia, Alba. Jamás se me habría ocurrido imaginar que tu llegada lo cambiaría todo tanto.

Esa misma noche, la familia se reunió en el salotto. Cosima tenía tomada a Alba de la mano, Beata la de su hijo y Falco estaba sumido en sus cavilaciones. Immacolata tomó la vela de Valentina con manos temblorosas. La llama no había dejado de arder desde la mañana de su muerte, y de eso hacía ya veintiséis años. Pues cuando la cera se fundía hasta la mecha, una nueva vela volvía a prenderse con la misma llama y se colocaba en su lugar. Immacolata jamás había dejado que la llama se extinguiera.

Masculló una larga plegaria y se persignó con profunda devoción. Recorrió a su familia con la mirada hasta posar los ojos en su hijo mayor.

– Ha llegado el momento de dejar atrás el pasado -dijo sin apartar de él la mirada-. Ha llegado la hora de dejar ir a Valentina. -A continuación sopló la vela.

Todos se quedaron muy quietos, mirando fijamente la mecha humeante. Nadie habló. Entonces una fresca ráfaga de viento se coló por la ventana abierta, levantando el retrato de Valentina de la pared y elevándolo en el aire durante un instante para dejarlo caer al suelo, donde quedó boca abajo. El aire estaba impregnado del denso e inconfundible olor a higos. Las mujeres sonrieron. En cuestión de segundos, el olor desapareció y la habitación se lleno del aroma de la brisa marina.

– Se ha ido hacia la luz -anunció Immacolata-. Está en paz.

Esa noche, cuando Alba se acostó, enseguida se dio cuenta de que el aire de la habitación ya no retenía el peso del alma atormentada de Valentina, ni su perfume. La ventana estaba abierta y la fresca brisa de la noche penetraba en la estancia con el distante rugido del mar. A Alba se le antojó un espacio vacío, como cualquier otra habitación, como si los recuerdos hubieran desaparecido. Estaba eufórica. Se sentó en la cama y buscó en el cajón una hoja de papel y un lápiz. En cuanto los encontró, se puso a escribirle una carta a su padre.

Justo cuando estaba firmando con su nombre al pie de la página, la puerta de la habitación se abrió con un crujido. Cosima apareció en el umbral con su camisón blanco y una vieja muñeca de trapo en las manos.

– ¿Estás bien? -le preguntó Alba al reparar en el rostro ansioso de la pequeña.

– ¿Puedo dormir contigo esta noche? -Alba pensó que la pequeña ceremonia que habían celebrado en honor de Valentina la había asustado. Ayudó a la niña a subir a la cama y empezó a desvestirse.

– Muchas veces me metía aquí sin que me vieran y miraba la ropa de Valentina -dijo Cosima, alegrándose ante la perspectiva de no tener que dormir sola.

– ¿Ah, sí? -Alba estaba perpleja. No imaginaba que la niña estuviera tan al corriente de la existencia de Valentina.

– Sí, aunque lo tengo prohibido. Nonnina decía que era sagrada. Pero a mí me gustaba tocar sus vestidos. Son muy bonitos, ¿no crees?

– Sí, mucho. Debía de estar preciosa con ellos.

– También me gusta la caja con las cartas, pero están escritas en inglés, así que no las entiendo. -Alba miró a su prima sin salir de su asombro.

– ¿Qué cartas? -Se le aceleró el pulso ante la posibilidad de descubrir las cartas que su padre le había escrito a su madre.

– Las que están allí, en el armario.

Alba frunció el ceño. Había registrado los armarios minuciosamente.

– Ya he mirado en el armario.

Cosima estaba encantada de poder compartir su secreto. Abrió la puerta del armario, hizo a un lado los zapatos y retiró una de las tablas de madera del suelo. Alba se arrodilló y observó, incrédula, cómo Cosima sacaba una pequeña caja de cartón. Las dos se tiraron ansiosas encima de la cama para abrirla.

– Qué mala eres, Cosima -exclamó Alba, besándola-. Pero te quiero por ello.

La niña se sonrojó, encantada.

– ¡Nonnina se enfadaría muchísimo! -dijo soltando una risilla.

– Precisamente por eso no vamos a decírselo.

Alba sintió el mismo estremecimiento de excitación que la había embargado al encontrar el retrato de su madre debajo de su cama. Cogió el papel. Era blanco y rígido, y cuando lo abrió, vio que la dirección que aparecía en la parte superior de la hoja estaba grabada en tinta negra. No era una dirección inglesa, como tampoco lo era la escritura, de un trazo pulcro y preciso. Sintió que la sangre se le retiraba de la cara.

– ¿Qué dice? -preguntó la niña.

– Está en alemán, Cosima -respondió tranquilamente.

– A Valentina le gustaban los uniformes alemanes -dijo Cosima alegremente.

¿Y tú cómo lo sabes?

La pequeña se encogió de hombros.

– Eso decía papá.

Alba volvió a concentrarse en la carta. Era lo bastante inteligente como para adivinar que se trataba de una carta de amor. A juzgar por la fecha, había sido escrita justo antes de que su padre llegara por primera vez a Incantellaria. Giró la hoja. La despedida que cerraba la carta era In ewige Liebe… con amor eterno. El nombre que aparecía grabado al inicio de la carta era Oberst Heinz Wiermann.

Valentina no había tenido sólo un amante. Había tenido dos, o quizá más. Cuando los Aliados habían invadido Italia, los alemanes se habían retirado hacia el norte. Habían perdido su poder. El coronel Heinz Wiermann ya no le servía de nada.

Alba volvió a poner las cartas en la caja. No podía seguir mirándolas.

– No creo que esté bien leer su correspondencia íntima. Además, no hablo alemán. -Cosima estaba decepcionada-. Estoy cansada. Será mejor que nos acostemos. ¿Tienes alguna otra sorpresa? -preguntó.

– No -fue la respuesta de Cosima-. Una vez me pinté la cara con su maquillaje. Sólo eso.

Alba se puso el camisón y se metió en la cama junto a su prima. Cerró los ojos e intentó dormir, aunque sospechaba que tan sólo acababa de rascar la superficie de un misterio mucho mayor. ¿Había sido su madre la víctima inocente de un ajuste de cuentas entre miembros de la mafia? Nada podía resultar extraño en un lugar donde las estatuas sangraban y aparecían y desaparecían mágicamente claveles en la playa.

Pero si resultaba que Valentina no había sido simplemente una víctima inocente, ¿quién la había matado y por qué?

25

Londres, 1971

Los primeros días del verano eran la temporada favorita de Fitz. Las hojas de los árboles seguían nuevas y tiernas, las flores habían desaparecido ya pero los pétalos blancos del endrino resplandecían bajo el sol de la mañana. A pesar de que los parterres de flores eran un puro estallido de color, todavía no estaban del todo cubiertos de verde. Hacía calor, aunque no demasiado, y el trino de los pájaros resonaba por todo el parque. El aire vibraba, desbordante de vida, tras el frío mortecino del invierno, llenándole los pulmones y contagiando su paso, de modo que parecía dar pequeños brincos en vez de andar. Aunque desde la partida de Alba, Fitz no había vuelto a brincar en sus paseos. Deambulaba tranquilamente por Hyde Park y ni las flores ni los árboles cubiertos de nueva vida conseguían conmoverle. El invierno seguía anidando en sus huesos y en su corazón.

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