Santa Montefiore - El último viaje de Valentina

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El último viaje de Valentina: краткое содержание, описание и аннотация

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En la barcaza sobre el Támesis que llama hogar, Alba vive una juventud alocada pero vacía. Durante toda su vida, la figura de la madre que no conoció la ha atormentado. Ahora ha llegado el momento de enfrentarse al pasado: a la verdad sobre lo que sucedió en un pequeño pueblo italiano, casi treinta años antes, una historia de amor apasionado en tiempos de guerra, de tragedia, crimen y mentiras que ha quedado enterrada en el silencio. Para ello, ha de viajar hasta el lugar donde todo comenzó, dejando atrás Inglaterra, una familia de la que nunca se ha sentido parte y un hombre a cuyo amor no puede corresponder. En la costa italiana, donde el destino jugó una de sus crueles partidas tanto tiempo atrás, le espera el fantasma de una mujer envuelta en el misterio.

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A menudo pensaba en ella entre los cipreses y los codesos, con el rostro inflamado por el crepúsculo italiano, tiñéndose poco a poco de un suave tono ámbar rosado. La imaginaba rodeada de su familia italiana, disfrutando de largos banquetes a base de pasta con tomate y mozzarella, de lánguidas tardes entre los olivos, armonizando con la oscuridad de su pelo y de su piel morena, mientras sólo sus ojos claros y luminosos delataban que era una extraña entre ellos. Fitz sabía que estaría encantada hablando italiano, saboreando la comida e impregnándose del olor a eucalipto y a pino, escuchando el canto de los grillos y tostándose al tórrido sol del Mediterráneo. Albergaba la esperanza de que, pasado un tiempo, echara de menos su casa. Quizá también a él.

Intentaba concentrarse en el trabajo. Había organizado la gira promocional del libro de Viv por Francia y, aprovechando sus dos semanas de ausencia, se sentaba con Sprout a la orilla del Támesis junto a la casa flotante de Alba y se pasaba las horas mirando, recordando y anhelando, dando gracias por no tener allí a Viv burlándose de él. La escritora insistía en que Alba era una mujer petulante, autocomplaciente, egocéntrica y carente por completo de rumbo… y la lista de adjetivos se eternizaba como si intentara con ella dar muestra de su conocimiento del léxico, como un diccionario humano.

Quizá fuera cierto que Alba era todas esas cosas. Fitz no estaba ciego y se daba cuenta de sus defectos, pero la amaba a pesar de ellos. La risa de Alba era ligera y burbujeante como la espuma, y su mirada, picara como la de una niña que intenta siempre estirar la cuerda para ver hasta dónde es capaz de llegar. La seguridad que mostraba en sí misma no era más que un caparazón bajo el que se ocultaba. Cuando Fitz se imaginaba haciendo el amor con ella, el estómago se le retorcía de deseo. Recordaba los momentos de pasión en el Valentina, el revoltoso episodio en los bosques de Beechfield, el instante de ternura ante el que Alba, paralizada por la inhibición, no había podido relajarse, pues no era de las que temía chillar, aunque sí era de las que temía susurrar por si en ese instante de intimidad alcanzaba a oír el eco de la soledad que le embargaba el corazón. Lo que Viv no entendía era que Fitz comprendía a Alba.

Viv regresó de la gira de promoción de su novela con fuerzas renovadas y de un humor malévolamente excelente. Además, se la veía rejuvenecida. Relucía como una tetera recién lustrada, prácticamente como nueva. Le brillaban los ojos y tenía las mejillas encendidas. La obviedad de su buen estado de salud resultaba insultante, asombrosamente insultante. Hacía años que Fitz no la veía tan bien. Cuando se lo comentó, Viv se limitó a sonreírle misteriosamente, dijo haberse comprado una nueva crema facial en París y desapareció. Ni llamadas, ni noches de bridge, ni cenas con barato vino francés. Tan sólo un profundo silencio. La explicación sólo podía ser una: Viv se había echado un amante en Francia. Fitz se sintió celoso, y no porque la quisiera para él, sino porque Viv había encontrado el amor cuando él había perdido al suyo. Se sintió más solo que nunca.

Una calurosa noche de finales de agosto, mientras se emborrachaba tranquilamente en un pub de Bayswater, sentado en un banco bajo una cascada de geranios rojos, una joven se le acercó.

– No le importa que me siente a su mesa, ¿verdad? -le preguntó-. Estoy esperando a una amiga y el pub está hasta los topes.

– Por supuesto que no. Faltaría más. -Fitz apartó la cara de la jarra de cerveza.

– Oh, ¿este perro es suyo? -preguntó la muchacha al ver a Sprout debajo de la mesa.

– Sí. Se llama Sprout.

Los ojos almendrados de color jerez de la joven se iluminaron.

– Qué nombre más adorable. Me llamo Louise.

– Fitz -dijo él, estrechándole la mano.

Se rieron ante lo absurdo de la formalidad. Louise se sentó, dejó la copa de vino encima de la mesa y se agachó a acariciar a Sprout, que meneó el rabo alegremente, dándole unos golpecitos a la acera y levantando una pequeña nube de polvo.

– Oh, qué monada -exclamó Louise, encantada, incorporándose por fin. Tenía una larga melena castaña sujeta por una goma amarilla, y cuando Fitz le recorrió el cuello y los hombros con los ojos, la encontró hermosa, dotada de unos grandes senos y una piel blanca y sedosa.

– Está hecho un viejecito -añadió Fitz con una sonrisa tierna-. En años caninos, debe tener sesenta.

– Pues es muy guapo -respondió ella. Sprout sabía que hablaban de él e irguió las orejas-. Como los hombres, también los perros envejecen bien.

– Lo mismo podría decirse de algunas mujeres -fue el comentario de Fitz, que enseguida se dio cuenta de que estaba flirteando. Después de todo, seguía siendo capaz de hacerlo.

Louise se sonrojó y esbozó una sonrisa de oreja a oreja. Miró a su alrededor, presumiblemente intentando encontrar a su amiga, y se volvió a mirar a Fitz.

– ¿Está usted solo?

– Bueno, no del todo.

– Claro, tiene a Sprout…

– Estoy solo. Este es el pub que suelo frecuentar. -No quería que Louise pensara que era uno de esos tristes borrachos que se sientan en los pubs a beber a solas y que vuelven después dando tumbos a sus pisos mugrientos y descuidados y a sus fracasadas vidas.

– Qué maravilla vivir por aquí, tan cerca del parque.

– Es bueno para Sprout.

– Yo vivo en Chelsea. Estoy esperando a mi compañera de piso. -Miró su reloj-. Siempre llega tarde. Creo que nació tarde. -Se rió y bajó la mirada.

Fitz reconoció en esa timidez una señal de que Louise le encontraba atractivo.

– Tenía novia, pero me rompió el corazón -dijo con un suspiro, plenamente consciente del juego retorcido al que estaba jugando.

El rostro de Louise se contrajo en una expresión de compasión.

– Lo siento mucho.

– No lo sienta. Sanará.

Hay cosas que las mujeres como Louise encuentran irresistibles: un hombre con el corazón partido, con un niño o un perro. En el caso de Fitz, tenía dos de las tres cosas. Louise dejó de mirar a su alrededor en busca de su amiga.

Fitz vació el contenido de su corazón, encontrando consuelo en el hecho de que Louise fuera para él una desconocida y de que no supiera nada de su vida. Ella le escuchaba, intrigada, y cuanto más escuchaba, más atraída se sentía por él, como quien, al borde de un volcán, no puede resistirse a la tentación de asomarse a mirar la burbujeante lava roja y dorada del fondo. Fitz pidió otra ronda y luego invitó a Louise a cenar. La amiga de Louise no apareció, lo cual resultó ser un alivio, pues cuanta más cerveza tomaba Fitz, más atractiva encontraba a Louise. Se sentía mejor desde que había descargado su mente, que notaba más ligera gracias a que Alba había dejado de estar en ella.

A las diez se había hecho ya casi de noche.

¿A qué te dedicas, Louise? -De pronto, Fitz se dio cuenta de que durante toda la noche no le había preguntado por ella.

– Trabajo en una empresa de publicidad.

– Qué interesante -respondió él en una fingida muestra de interés.

– No mucho. Soy secretaria, aunque espero que dentro de poco me asciendan a ejecutiva de cuentas. No soy tonta y me gustaría demostrarlo.

– Y deberías hacerlo. ¿Dónde trabajas?

– En Oxford Street. ¡Este pub es casi también mi bar habitual!

– ¿Quieres venir a casa esta noche? -sugirió él, poniéndose serio de repente-. Mañana podrías ir andando al trabajo. Así te ahorras tener que pasar una hora en el autobús con todo el tráfico.

– Me encantaría. -Fitz se quedó perplejo al ver la facilidad con la que Louise había cedido a su invitación. Eso quería decir que todavía estaba en forma.

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