Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira

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Lisboa, 1938. La opresiva dictadura de Salazar, el furor de la guerra civil española llamando a la puerta, al fondo el fascismo italiano. En esta Europa recorrida por el virulento fantasma de los totalitarismos, Pereira, un periodista dedicado durante toda su vida a la sección de sucesos, recibe el encargo de dirigir la página cultural de un mediocre periódico, el Lisboa.

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Pereira regresó a su casa. Fue al dormitorio y quitó la toalla de la cara de Monteiro Rossi. Le cubrió con una sábana. Luego fue a su estudio y se sentó ante la máquina de escribir. Escribió como título: Asesinato de un periodista. Después, unas líneas más abajo, empezó a escribir: «Se llamaba Francesco Monteiro Rossi, era de origen italiano. Colaboraba en nuestro periódico con artículos y necrológicas. Escribió textos sobre los grandes escritores de nuestra época, como Maiakovski, Marinetti, D'Annunzio y García Lorca. Sus artículos no han sido publicados todavía, pero quizá un día vean la luz. Era un muchacho alegre, que amaba la vida pero a quien se le había encargado escribir sobre la muerte, labor a la que no se negó. Y esta noche la muerte ha ido a buscarle. Ayer por la noche, mientras cenaba en casa del director de la página cultural del Lisboa, el señor Pereira, autor de este artículo, tres hombres armados irrumpieron en el apartamento. Se presentaron como policía política, pero no exhibieron documentación alguna que avalara sus palabras. Debería excluirse que se trate de verdaderos policías porque iban de paisano y porque es de suponer que la policía de nuestro país no usa estos métodos. Eran malhechores que actuaban con la complicidad de no se sabe quién, y sería deseable que las autoridades indagaran sobre este vergonzoso suceso. Los dirigía un hombre delgado y bajo, con bigote y perilla, al que los otros llamaban comandante. A los otros dos su comandante les llamó varias veces por sus nombres. Si los nombres no eran falsos, se llaman Fonseca y Lima, son dos hombres altos y robustos, de tez oscura, con expresión poco inteligente. Mientras el hombre delgado y bajo retenía con su pistola a quien esto escribe, Fonseca y Lima arrastraron a Monteiro Rossi hasta el dormitorio para interrogarle, según ellos mismos declararon. Quien esto escribe oyó golpes y gritos sofocados. Después los dos hombres dijeron que habían hecho su trabajo. Los tres abandonaron rápidamente el domicilio de quien esto escribe amenazándole de muerte si divulgaba el suceso. Quien esto escribe se dirigió al dormitorio y no pudo hacer nada más que constatar el fallecimiento del joven Monteiro Rossi.

Fue apaleado con saña, y los golpes, propinados con una porra o la culata de una pistola, le hundieron el cráneo. Su cadáver se encuentra actualmente en el segundo piso de la Rua da Saudade número 22, en casa de quien esto escribe. Monteiro Rossi era huérfano y no tenía parientes. Estaba enamorado de una muchacha bella y dulce cuyo nombre desconocemos. Sólo sabemos que tenía el cabello de color cobrizo y que amaba la cultura. A esta muchacha, si nos lee, le enviamos nuestro más sincero pésame y nuestro más afectuoso saludo. Invitamos a las autoridades competentes a vigilar atentamente estos episodios de violencia, que a su sombra, y tal vez con la complicidad de alguien, se están perpetrando hoy en Portugal.»

Pereira corrió el carro y debajo, a la derecha, puso su nombre: Pereira. Firmó sólo Pereira, porque era así como le conocían todos, por el apellido, como había firmado todas sus crónicas de sucesos durante tantos años.

Levantó los ojos hacia la ventana y vio que alboreaba en las ramas de las palmeras del cuartel de enfrente. Oyó un toque de corneta. Pereira se recostó en un sillón y se quedó dormido. Cuando se despertó era ya de día y Pereira miró alarmado el reloj. Pensó que debía actuar con rapidez, sostiene. Se afeitó, se lavó la cara con agua fría y salió. Encontró un taxi frente a la catedral y se hizo llevar hasta su redacción. En su garita estaba Celeste, quien le saludó con aire cordial. ¿Hay algo para mí?, preguntó Pereira. Ninguna novedad, señor Pereira, respondió Celeste, lo único es que me han dado una semana de vacaciones. Y mostrándole el calendario continuó: Volveré el próximo sábado, durante una semana tendrá que arreglárselas sin mí, hoy en día el Estado protege a los más débiles, o sea, la gente como yo, por algo somos corporativistas. Procuraremos no echarla demasiado en falta, murmuró Pereira, y subió la escalera. Entró en la redacción y cogió del archivador la carpeta donde estaba escrito «Necrológicas». La puso en una bolsa de cuero y salió. Se detuvo en el Café Orquídea y pensó que tenía tiempo para sentarse cinco minutos y tomarse algo. ¿Una limonada, señor Pereira?, le preguntó solícito Manuel mientras él se sentaba a una mesa. No, respondió Pereira, tomaré un oporto seco, prefiero un oporto seco. Es una novedad, señor Pereira, dijo Manuel, y más a estas horas, pero de todos modos me alegra, eso quiere decir que está mejor. Manuel le puso un vaso y le dejó la botella. Mire, señor Pereira, dijo Manuel, le dejo la botella, si tiene ganas de tomarse otro vaso, tómeselo tranquilamente, y si desea un cigarro se lo traigo enseguida. Tráeme un cigarro ligero, dijo Pereira, por cierto, Manuel, tú que tienes un amigo que sintoniza radio Londres, ¿qué noticias hay? Parece que los republicanos están recibiendo duramente, dijo Manuel, pero ¿sabe una cosa, señor Pereira?, dijo bajando la voz, también han hablado de Portugal. ¿Ah, sí?, dijo Pereira, ¿y qué dicen de nosotros? Dicen que vivimos en una dictadura, respondió el camarero, y que la policía está torturando a la gente. ¿Y tú que dices, Manuel?, preguntó Pereira. Manuel se rascó la cabeza. ¿Y qué dice usted, señor Pereira?, replicó, usted está en el periodismo y sabe de estas cosas. Yo digo que los ingleses tienen razón, declaró Pereira. Encendió el cigarro y pagó la cuenta, después salió y cogió un taxi para ir a la imprenta. Cuando llegó, encontró al encargado muy atareado. El periódico entra en máquinas dentro de una hora, dijo el encargado, señor Pereira, ha hecho bien en publicar el cuento de Camilo Castelo Branco, es una maravilla, lo leí de pequeño en la escuela, pero sigue siendo una maravilla. Habrá que acortarlo en una columna, dijo Pereira, tengo aquí un artículo que cierra la página cultural, es una necrológica. Pereira le tendió la hoja, el encargado la leyó y se rascó la cabeza. Señor Pereira, dijo el encargado, es un asunto muy delicado, me lo trae usted en el último momento y no tiene el visto bueno de la censura, me parece que aquí se habla de sucesos muy graves. Mire, señor Pedro, dijo Pereira, nos conocemos desde hace casi treinta años, desde cuando me ocupaba de la crónica de sucesos en el periódico más importante de Lisboa, ¿alguna vez le he causado problemas? Nunca me los ha causado, respondió el encargado, pero los tiempos han cambiado, ahora no es como antes, ahora hay un montón de burocracia y tengo que respetarla, señor Pereira. Escuche, señor Pedro, dijo Pereira, en la censura me han dado el permiso verbalmente, he telefoneado desde la redacción hace media hora, he hablado con el mayor Lourenço, él está de acuerdo. Pero sería mejor telefonear al director, objetó el encargado. Pereira dio un profundo suspiro y dijo: De acuerdo, telefonee usted, señor Pedro. El encargado marcó el número y Pereira permaneció escuchando con el corazón en un puño. Comprendió que el encargado estaba hablando con la señorita Filipa. El director ha salido a comer, dijo el señor Pedro, he hablado con la secretaria, no regresará hasta las tres. A las tres el periódico ya está listo, dijo Pereira, no podemos esperar hasta las tres.

Efectivamente, no podemos, dijo el encargado, no sé qué hacer, señor Pereira. Mire, sugirió Pereira, lo mejor es telefonear directamente a la censura, quizá consigamos hablar con el mayor Lourenço. El mayor Lourenço, exclamó el encargado como si tuviera miedo de aquel nombre, ¿con él directamente? Es un amigo, dijo Pereira fingiendo restarle importancia, esta mañana le he leído mi artículo, está completamente de acuerdo, hablo con él todos los días, señor Pedro, es mi trabajo. Pereira cogió el teléfono y marcó el número de la clínica talasoterápica de Parede. Oyó la voz del doctor Cardoso. Oiga, mayor, dijo Pereira, soy el señor Pereira del Lisboa, estoy en la imprenta para incorporar ese artículo que le he leído esta mañana, pero el tipógrafo está indeciso porque falta el sello de visto bueno, intente convencerle, ahora se lo paso. Le dio el auricular al encargado y le observó mientras hablaba. El señor Pedro empezó a asentir. Claro, señor mayor, decía, de acuerdo, señor mayor. Después colgó el auricular y miró a Pereira. ¿Y bien?, preguntó Pereira. Dice que la policía portuguesa no tiene miedo a estos escándalos, dijo el tipógrafo, que andan sueltos malhechores que hay que denunciar y que su artículo tiene que salir hoy, señor Pereira, es todo lo que me ha dicho. Y después continuó: Y me ha dicho también: Diga al señor Pereira que escriba un artículo sobre el alma, que todos lo necesitamos, eso me ha dicho, señor Pereira. Estaría bromeando, dijo Pereira, ya hablaré mañana yo con él.

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