Antonio Tabucchi - Sostiene Pereira

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Lisboa, 1938. La opresiva dictadura de Salazar, el furor de la guerra civil española llamando a la puerta, al fondo el fascismo italiano. En esta Europa recorrida por el virulento fantasma de los totalitarismos, Pereira, un periodista dedicado durante toda su vida a la sección de sucesos, recibe el encargo de dirigir la página cultural de un mediocre periódico, el Lisboa.

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Después hizo una seña al sicario al que había llamado Fonseca y éste empujó a Pereira hasta el comedor. Los hombres miraron a su alrededor y no vieron a nadie, sólo la mesa puesta con los restos de la comida. Una cena íntima, señor Pereira, dijo el delgadito bajo, veo que han tenido una cena íntima con velas y todo, ¡qué romántico! Pereira no respondió. Mire, señor Pereira, dijo el delgadito bajo con expresión meliflua, usted está viudo y no va con mujeres, como verá, lo sé todo sobre usted, ¿no será que le gustan los muchachitos jóvenes, por casualidad? Pereira se pasó de nuevo la mano por la mejilla y dijo: Es usted una persona infame, y todo esto es una infamia. Venga, señor Pereira, continuó el delgadito bajo, un hombre es un hombre, eso lo sabe hasta usted, y si un hombre encuentra a un hermoso jovencito rubio con un hermoso culito la cosa es comprensible. Además, continuó con tono duro y decidido, ¿tenemos que ponerle la casa patas arriba o prefiere llegar a un acuerdo? Está ahí, respondió Pereira, en el estudio o en el dormitorio. El delgadito bajo dio órdenes a los dos sicarios. Fonseca, dijo, que no se os vaya la mano, no quiero problemas, nos basta con darle una pequeña lección y saber lo que queremos saber, y tú, Lima, pórtate bien, sé que has traído la porra y que la llevas debajo de la camisa, pero recuerda que no quiero golpes en la cabeza, mejor que sea en los hombros y en los pulmones, que duelen más y no dejan señales. De acuerdo, comandante, respondieron los dos sicarios. Entraron en el estudio y cerraron la puerta a sus espaldas. Bien, dijo el delgadito bajo, bien, señor Pereira, charlemos un rato mientras mis dos ayudantes hacen su trabajo. Quiero llamar a la policía, repitió Pereira. La policía, sonrió el delgadito bajo, pero si yo soy la policía, señor Pereira, o por lo menos hago las veces de policía, porque incluso nuestra policía duerme por las noches, sabe, la nuestra es una policía que nos protege todo el santo día, pero por la noche va a dormir porque está agotada, con todos esos malhechores que corren por ahí, con todas las personas como su huésped que han perdido el sentido de la patria, pero dígame, señor Pereira, ¿cómo se ha metido usted en todo este lío? Yo no me he metido en ningún lío, respondió Pereira, sólo contraté a un ayudante para el Lisboa. Claro, señor Pereira, claro, respondió el delgadito bajo, pero usted, sin embargo, tendría que haberse informado antes, tenía que haber consultado a la policía o a su director, haber dado los datos de su presunto ayudante, ¿me permite que coja una cereza?

Pereira sostiene que en aquel momento se levantó de la silla. Se había sentado porque tenía el corazón en un puño, pero en ese momento se levantó y dijo: He oído gritos, quiero ir a ver qué está pasando en mi habitación. El delgadito bajo le apuntó con la pistola. Yo en su lugar no lo haría, señor Pereira, mis hombres están haciendo un trabajo delicado y para usted sería desagradable asistir a él, usted es una persona sensible, señor Pereira, es un intelectual, además sufre del corazón, ciertos espectáculos no pueden sentarle bien. Quiero llamar a mi director, insistió Pereira, déjeme telefonear a mi director. El delgadito bajo puso una sonrisa irónica. Su director está durmiendo ahora, replicó, a lo mejor está durmiendo abrazado a una hermosa mujer, sabe, su director es un hombre de verdad, señor Pereira, un hombre con dos cojones, no como usted, que busca los culitos de jovencitos rubios. Pereira se echó hacia adelante y le dio una bofetada. El delgadito bajo le golpeó al instante con la pistola y Pereira empezó a sangrar por la boca. No debía haber hecho eso, señor Pereira, dijo el hombre, me han dicho que le tratara con respeto, pero todo tiene un límite, si usted es un imbécil que aloja subversivos en su casa no es culpa mía, yo podría pegarle un balazo en la garganta y lo haría con mucho gusto, si no lo hago es sólo porque me han dicho que le tratara con respeto, pero no se pase, señor Pereira, no se pase, porque podría perder la paciencia.

Pereira sostiene que en aquel momento oyó otro grito sofocado y que se abalanzó contra la puerta del estudio. Pero el delgadito bajo se interpuso y le dio un empujón. El empujón pudo con la mole de Pereira y Pereira retrocedió. Escúcheme, señor Pereira, dijo el delgadito bajo, no me obligue a usar la pistola, tengo unas inmensas ganas de meterle un balazo en la garganta o quizá en el corazón, que es su punto débil, pero no lo hago porque no queremos muertos aquí, hemos venido sólo para dar una lección de patriotismo, a usted también le convendría un poco de patriotismo, visto que en su periódico no publica más que a escritores franceses. Pereira se sentó de nuevo, sostiene, y dijo: Los escritores franceses son los únicos que tienen valor en momentos como éste. Déjeme que le diga que los escritores franceses son una mierda, dijo el delgadito bajo, tendrían que ir todos al paredón y habría que mearse encima de ellos una vez muertos. Usted es una persona vulgar, dijo Pereira. Vulgar pero patriota, respondió el hombre, no soy como usted, señor Pereira, que busca complicidad en los escritores franceses.

En aquel momento los dos sicarios abrieron la puerta. Parecían nerviosos y tenían una expresión preocupada. El jovencito no quería hablar, dijeron, le hemos dado una lección, le hemos tratado con dureza, quizá lo mejor sería salir pitando. ¿No habréis hecho alguna calamidad?, preguntó el delgadito bajo. No lo sé, respondió el que se llamaba Fonseca, creo que lo mejor será marcharse. Y se precipitó hacia la puerta seguido por su compañero. Escuche, señor Pereira, dijo el delgadito bajo, usted no nos ha visto nunca en su casa, no se pase de listo, olvídese de sus amistades, tenga presente que ésta ha sido una visita de cortesía, porque la próxima vez podríamos venir por usted. Pereira cerró la puerta con llave y los oyó bajar la escalera, sostiene. Después se precipitó al dormitorio y encontró a Monteiro Rossi boca abajo sobre la alfombra. Pereira le dio una palmada en la mejilla y dijo: Monteiro Rossi, venga, ánimo, ya ha pasado todo. Pero Monteiro Rossi no dio ninguna señal de vida. Entonces Pereira fue al baño, empapó una toalla y se la pasó por la cara. Monteiro Rossi, repitió, ya ha pasado todo, se han marchado, despierte. Sólo en ese momento se dio cuenta de que la toalla estaba completamente empapada de sangre y vio que los cabellos de Monteiro Rossi estaban llenos de sangre. Monteiro Rossi tenía los ojos completamente abiertos y miraba al techo. Pereira le dio otra palmada, pero Monteiro Rossi no se movió. Entonces Pereira le tomó el pulso, pero la vida ya no corría por las venas de Monteiro Rossi. Le cerró aquellos ojos claros abiertos y le cubrió la cara con la toalla. Después le enderezó las piernas, para no dejarle tan encogido, le enderezó las piernas para que quedaran enderezadas como deben estarlo las piernas de un muerto. Y pensó que tenía que darse prisa, mucha prisa, ahora ya no quedaba demasiado tiempo, sostiene Pereira.

25

Pereira sostiene que se le ocurrió una locura, pero que quizá podría ponerla en práctica, pensó. Se puso la chaqueta y salió. Frente a la catedral había un café que permanecía abierto hasta tarde y que tenía teléfono. Pereira entró y miró a su alrededor. En el café había un grupo de trasnochadores que jugaban a las cartas con el dueño. El camarero era un muchacho adormilado que se aburría detrás de la barra. Pereira pidió una limonada, se dirigió al teléfono y marcó el número de la clínica talasoterápica de Parede. Preguntó por el doctor Cardoso. El doctor Cardoso se ha ido ya a su habitación, ¿quién pregunta por él?, dijo la voz de la telefonista. Soy el señor Pereira, dijo Pereira, necesito urgentemente hablar con él. Voy a llamarle pero tendrá que esperar unos minutos, dijo la telefonista, el tiempo que tarde en bajar. Pereira esperó pacientemente hasta que llegó el doctor Cardoso. Buenas noches, doctor Cardoso, dijo Pereira, quisiera decirle una cosa importante, pero ahora no puedo. ¿De qué se trata?, señor Pereira, dijo el doctor Cardoso, ¿no se encuentra bien? En efecto, no me encuentro bien, respondió Pereira, pero no es eso lo que importa, lo que ocurre es que en mi casa ha sucedido algo grave, no sé si mi teléfono particular está intervenido, pero no importa, ahora no puedo decirle nada más, pero necesito su ayuda, doctor Cardoso. Dígame cómo puedo ayudarle, dijo el doctor Cardoso. Pues bien, doctor Cardoso, dijo Pereira, mañana a mediodía le telefonearé, tiene usted que hacerme un favor, tiene que fingir que es un pez gordo de la censura, tiene que decir que mi artículo ha recibido el visto bueno, sólo eso. No lo entiendo, replicó el doctor Cardoso. Escuche, doctor Cardoso, dijo Pereira, le telefoneo desde un café y no puedo darle explicaciones, tengo en casa un problema que usted no puede ni imaginarse, pero se enterará por la edición de la tarde del Lisboa, estará escrito con todo detalle, pero usted tiene que hacerme un favor inmenso, debe mantener que mi artículo tiene su aprobación, ¿ha entendido?, tiene que decir que la policía portuguesa no tiene miedo a los escándalos, que es una policía limpia y que no tiene miedo a los escándalos. Entendido, dijo el doctor Cardoso, espero su llamada mañana al mediodía.

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