Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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Una frase dicha a tiempo y Felipe quizás no estaría herido. Algunos taxistas eran hasta colaboradores del Movimiento. Quizás éste no le habría disparado. ¡Quizás tantas cosas! Ya no lo sabrían. Ya no importaba. Las interrogantes se le borraban mirando la cara de Felipe, la expresión que empezaba a atravesar la palidez de su rostro.

Era una expresión intensa, fija. La miraba desde una cercana lejanía. Tenía la sensación de estarlo perdiendo como una tenue señal de radio que se disuelve en el aire. Se había quedado detenida, casi paralizada, escuchándolo, oyéndole decir que había impedido su participación y ahora le pedía tomar su lugar. Grandes embates de amor y desesperación se cruzaban en su pecho con vientos fríos. No podía seguir así. No podían seguir así, mirándose, diciéndose con la mirada lo que ya no había tiempo de resolver, las eternas discusiones se detenían aquí, frente a la muerte, frente a la sangre de Felipe manando del pecho, expandiéndose sobre las sábanas de la cama donde conocieron el amor, la vida, lo irreconciliable. -Déjame que llame a Adrián -dijo Lavinia, suavemente, tratando de soltarse de la mano de Felipe, que la sostenía anclada a la cama donde él se desangraba.

– No me has contestado -dijo Felipe- ¿vas a tomar mi lugar? ¿Lo vas a hacer?

– Sí, sí -dijo Lavinia-, lo voy a hacer.

– No vas a dejar que te digan "no".

– No. Felipe, no voy a dejar que me digan "no". -Se dio cuenta que le hablaba como a un niño pequeño. Su voz era calma y consoladora, como la de su tía Inés cuando ella enfermaba.

Felipe cerró los ojos y aflojó la mano. Tosió apenas y su pecho sonó terriblemente congestionado.

Aquel sonido trajo a Lavinia la inminencia de la vida que se escapaba frente a sus ojos y cuyo fin simplemente no podía aceptar, no lo consideraba posible. Y, sin embargo, tenía que reaccionar, pensó, no podía seguirse resistiendo, seguir pensando que, a pesar de todo, Felipe viviría.

Se levantó y fue hacia el teléfono, sin dejar de ver a Felipe. Felipe con los ojos cerrados. La sangre de Felipe creciendo una laguna roja en la cama.

– ¿Adrián?

La voz soñolienta le devolvió un ronco "sí".

– Adrián, es Lavinia, despertate, por favor.

La urgencia despabiló a Adrián. Sólo dijo que lo necesitaba. No le explicó nada más. Era una emergencia. Por favor. Debía venir a su casa inmediatamente. Era sumamente urgente. "Ya llego", dijo Adrián.

Calculó el tiempo que le tomaría llegar. Quince minutos máximo, pensó. A esta hora no había tráfico.

Fue al baño y buscó otra toalla limpia. Se acercó a Felipe, arrodillándose al lado de la cama. Él abrió los ojos.

– ¿Lavinia? -preguntó y su mirada de ausencia la asustó.

– Aquí estoy, Felipe. Ya viene Adrián. Ya te vamos a llevar al hospital. Todo va a salir bien. Descansa. No te preocupes.

– Sos una mujer valiente, ¿sabes? -dijo Felipe, con una voz delgada, un sonido de viento a través de un desfiladero.

– Creo que es mejor que no hables -dijo Lavinia-, estate quietecito, amorcito, mi amorcito… -no pudo reprimir el deseo de acercársela, de poner su cabeza sobre la frente de Felipe, besarlo, pasarle los dedos por el pelo.

– Amorcito, amorcito -dijo Felipe, cual si repitiera un nombre y tosió de nuevo, esta vez con más violencia y para el horror de Lavinia, un hilo de sangre empezó a salirle por la boca, mientras su cabeza se inclinaba hacia donde ella acercaba su pecho. Un suave movimiento de cabeza y se quedó quieto.

Lavinia se inclinó para limpiar la sangre de la mejilla y vio los ojos fijos, la boca entreabierta. Felipe estaba muerto. Se le había muerto hacía un instante, allí, tan cerca de ella: el pecho que antes subía y bajaba casi resoplando, no se movía ya.

– ¿Felipe? -dijo bajito, casi temiendo despertarlo, como si se hubiese quedado dormido-. ¿Felipe? -dijo un poco más alto.

No hubo respuesta. Ya sabía que no habría respuesta. Con sus dos manos, se apoyó sobre el pecho de Felipe, presionó fuerte, para arriba y para abajo como más de una vez vio hacer a los camilleros en demostraciones de primeros auxilios. Se le llenaron las manos de sangre. No sucedió nada. Felipe, desmadejado, no se movió.

Está muerto, se dijo. No puede ser, se dijo. Dónde estará Adrián, se preguntó, cuándo vendrá, pensó. Felipe no puede morirse, se repetía, tocándolo, poniendo su cara muy cerca de los ojos de Felipe, de lo que debía ser la mirada de Felipe, la mirada triste que ya no la veía.

¡No! estuvo a punto de gritar. ¡No! dijo, a la soledad de la noche.

No puede ser, empezó a decir en voz alta. Felipe, empezó a decir en voz alta. Felipe no te me muras, le dijo. Felipe, por favor, volvé. ¡Felipe! Y la voz se iba desesperando sin que él se moviera, sin que él tratara de calmarla, de decirle "no te pongas así, Lavinia, cálmate".

Se levantó y, sin saber por qué, salió a prender las luces de la casa. Se movía frenética. Quería hacer algo con las manos. No sabía qué. No sabía si quería golpear, agarrarse el pelo, empezar a llorar. Pero las lágrimas no venían. Sólo podía pensar en Adrián. Adrián tenía que venir. No creería que Felipe había muerto hasta que llegara Adrián. Felipe se había desmayado. Estaba desmayado en su habitación. Perdió mucha sangre. Seguro era eso. Ella no era médico. No sabía reconocer la muerte. Tenía que llegar Adrián. Todo estaría bien cuando llegara Adrián.

Y Adrián llegó. Ella abrió la puerta y lo agarró de la mano, sin decir nada, lo llevó al cuarto y el otro no hizo preguntas porque la vio manchada de sangre, el vestido, las manos manchadas de sangre.

Se arrodilló al lado de Felipe. Lo tocó, le puso la mano en la frente. Ella lo vio ponerle la mano frente a la boca, le vio prender el encendedor y acercarlo a los ojos de Felipe. "Pásame un espejo", le dijo. Se lo pasó y lo vio poner el espejo frente a la boca de Felipe. Luego lo vio cerrar los ojos de Felipe, pasarle la mano por la cara, cerrarle los ojos de nuevo, cerrarle la boca entreabierta, acomodarlo sobre la cama, doblarle las manos sobre el pecho como a los muertos.

Se levantó del lado de la cama. Se paró junto a ella, la miró.

– No hay nada que hacer -le dijo, en una voz muy bajita, como un secreto. Lavinia lo miró sin querer comprender.

– Está muerto -le dijo Adrián-. No hay nada que hacer.

– Hay que llevarlo al hospital -dijo Lavinia-. Nosotros no sabemos de esas cosas.

Adrián le puso los manos sobre los brazos. La miró fijo en los ojos.

– Sí sabemos, Lavinia. Felipe está muerto -dijo, y la abrazó, le empezó a sobar la cabeza lentamente.

– No puede ser -dijo Lavinia, y se soltó-. No puede ser -repitió-. ¡No puede ser!- gritó.

Y Adrián volvió a cogerla de los brazos, la volvió a abrazar.

– Lavinia, por favor, no lo hagas más difícil. Por favor. Es terrible pero tenés que aceptarlo.

Felipe estaba muerto. Tenía que aceptarlo. ¿Por qué tenía que aceptarlo? pensó. ¿Por qué tenía que aceptar que Felipe estaba muerto? Uno no tenía que aceptar nada. Se soltó de los brazos de Adrián. Se arrodilló de nuevo junto a la cama. Tocó a Felipe. Estaba fresco. Su piel estaba fresca. No estaba frío. Sólo fresco. Pero no se movía. No respiraba. Tenía que aceptarlo. Estaba muerto.

– ¿Felipe? -dijo-.¿Felipe? -y se quedó arrodillada, con la cara caída sobre el pecho, los hombros desplomados, sin lágrimas.

De nuevo Adrián se le acercó. Le puso la mano sobre el hombro. La levantó, la llevó al baño, la hizo lavarse las manos, la hizo salir de la habitación, ir a la cocina, sentarse en los banquitos de la cocina mientras le preparaba un café caliente.

– Tenemos que llevarlo al hospital -dijo Lavinia-. De todas maneras.

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