Todo cambia. Todo se transforma.
El espíritu de Felipe sopló viento en mis ramas. Ahora él sabe que yo existo; que velo desde la sangre de Lavinia los designios escritos en la memoria del futuro. Él la mirará desde el cortejo de astros que siguen al Sol hasta llegar al cénit. No la perderá de vista. Me lanzará su calor para que yo la sostenga.
La sangre de Lavinia bulle igual que un colmenar enardecido. Su llanto hubo de contenerse con rocas y el dolor transformarse en lanzas desenvainadas, igual que el dolor de Yarince ante mi cuerpo yerto.
Dos hombres afanados de angustia recogieron el cuerpo del guerrero caído. Lo vistieron con ropas limpias. Vendaron sus profundas heridas. Se lo llevaron cargado. Parecían llevar un hombre borracho de puique.
Flor la llevó a una habitación pequeña, ocupada por dos colchones delgados y largos sobre el suelo. Le dijo que tratara de descansar un rato mientras avisaba a los demás lo sucedido.
Al poco rato, Lavinia escuchó afuera murmullos de voces, sonidos de gente moviéndose. Después un silencio y la voz de Flor diciendo algo sobre Felipe. No podía distinguir las palabras. De vez en cuando oía distintamente el nombre de Felipe. Lo demás era ininteligible. Miró las paredes verdosas de la habitación, ruinosas y descascaradas. Hacía frío. Se apretó el cuerpo con los brazos. Ya no lloraba. Había caído más bien en un estado de estupor. No sabía si estaba viviendo en la realidad o en un tiempo distorsionado por el dolor y la muerte.
Flor retornó llevando en la mano un pocilio metálico, café con leche, y un pedazo de pan engrasado con mantequilla.
– ¿No querés desayunar un poco? -dijo-. Te va hacer bien. Lo puso en el piso, cerca de ella y se sentó en la otra colchoneta.
– Me parece mentira -dijo Flor, hablando como para sí misma-. Casi no puedo creer que Felipe haya muerto. Me sucede últimamente. No puedo creer en la muerte de los compañeros. No reacciono. No sé si algún día de estos voy a empezar a llorar sin poder detenerme. Llorar por los que no he llorado. Decimos que uno se acostumbra a aceptar la muerte como parte de este oficio. A verla de frente, sin bajarle la vista. A verla con naturalidad. Pienso que, más bien, lo que sucede es que la negamos. No la podemos aceptar. Simplemente la rechazamos. Seguimos esperando ver vivos a los compañeros. Pensamos que el día del triunfo los encontraremos a todos, que allí nos daremos cuenta que no habían muerto, que estaban escondidos en alguna parte…
Lavinia apoyaba la cara en las rodillas, se las abrazaba, moviendo las manos nerviosamente.
– ¿Y se te murió a vos sólita? ¿Estabas sola con él?
– Sí -dijo Lavinia-. Cuando lo vi, pensé que se moría de un momento al otro, pero después, cuando estábamos hablando, me negué a aceptar que pudiera morir. Todavía cuando llegó Adrián y me lo dijo, no lo creí.
"Más tarde, incluso, entré al cuarto a ver si había cambiado de posición, si se había movido. Pero nada…
– ¿Y él te explicó que la acción es hoy, en la casa de Vela?
– Sí. Me dijo que debía tomar su lugar; que me lo debía porque era él quien se había opuesto a mi participación. "Sos valiente", me dijo, "podés hacerlo. No aceptes que te digan que no."
– ¿Pero te das cuenta que es difícil incorporarte ahora?, los compañeros del comando nos hemos pasado dos meses entrenando, reconcentrados, haciendo simulacros…
– Pero yo conozco la casa mejor que nadie. Yo he estado allí, ustedes no. Yo la diseñé.
– Pero eso no es todo, Lavinia. Nosotros conocemos bien los planos.
– Sí, yo sé. Yo le di un juego de planos a Felipe, pero después se hicieron varios cambios…
– Pero no se cambió lo básico…
– No, pero se hicieron algunos cambios. Yo puedo ser útil. No es lo mismo ver un plano que haber estado allí.
Tenía razón, accedió Flor, pero debían esperar a Sebastián. Se quedaron en silencio.
– Ya te sentís un poco mejor, ¿verdad? -dijo Flor.
– No sé. No sé ni como me siento. Me parece que nada de lo que está sucediendo es real.
– Tenés que ser fuerte -dijo Flor-, sobre todo si querés participar en la acción. Sebastián no te puede ver así, tan decaída. Tenés que hacer un esfuerzo para recomponerte, para dejar de estar con la mirada perdida, sonámbula. Tenés que hacerlo. Hacelo por Felipe. Él lo esperaría de vos.
– Es triste que, hasta el final, no reconoció que yo podía participar, ¿verdad? Es triste.
Lavinia se alisó el pelo con las manos. Se arregló la camiseta dentro del pantalón. Flor tenía razón. Debía sobreponerse a su dolor si quería participar. Acercó el pocilio de café con leche y empezó a dar pequeños sorbos y a mordisquear el pan.
Silenciosamente, Flor la miró.
– Hubiera sido más triste que nunca lo reconociera… -dijo Flor, después de una larga pausa-. Lavinia -añadió, adoptando un tono solemne-, Felipe tenía sus problemas. Vos, mejor que nadie los conocías. Pero el Movimiento considera que vos has demostrado coraje y disposición. Recientemente acordamos otorgarte la militancia. Se te iba a informar después de la acción, pero creo que es importante que lo sepas ahora. Yo también quería decirte que, suceda lo que suceda, podés contar conmigo. Yo te quiero mucho, te quiero como a una hermana. Sé que estás pasando momentos difíciles, pero tengo confianza que vas a salir de esta situación fortalecida. Yo que te he visto superar tus dudas e inquietudes, sé que tengo razones para confiar en vos, razones para respetarte. Optaste por unirte a nosotros, arriesgarlo todo, poner tu vida en la línea de fuego. Eso tiene su valor y yo te prometo que voy a luchar porque se te permita participar por tus propios méritos. No porque Felipe te lo pidió, sino porque vos lo mereces.
Se abrazaron apretadamente. Las dos lloraron lágrimas calladas sin estridencia de sollozos. Flor se limpió la cara con el dorso de la mano y salió dejando a Lavinia apaciguada, serena, con una sensación de calor, de paz, en el pecho.
Afuera, los compañeros se preparaban. Todo era excitación. Desde hacía dos meses esperaban este momento. Se habían entrenado cuidadosamente. Ninguno sabía de qué se trataba exactamente. No bien llegara Sebastián se lo explicaría con detalles. Mientras tanto, Flor les dio instrucciones para dejar "limpia" la casa. Quemaban papeles. Guardaban la ropa que no utilizarían en un saco. Revisaban las armas.
Originalmente, el grupo consistía en cuatro mujeres y nueve hombres.
Ahora, con la muerte de Felipe, habría que ver si serían cinco las mujeres que participaran.
Sebastián regresó cuando ella terminaba de darse una ducha. Flor la había llevado a un pequeño cuarto de baño. "El agua está muy fría" le dijo, "pero te hará bien."
Fue como un latigazo el chorro de agua sobre la piel. Agua fría de montaña. La hizo estremecerse, reanimándola. Se paró bajo la ducha, dejando correr el agua por la cara, el pelo largo y espeso. Quería lavar las imágenes terribles de las últimas horas, los ojos abotargados por el llanto. Pero la sensación de agua en las mejillas soltó otra vez las lágrimas; ahora mansas, resignadas. Lágrimas que eran a la vez nostalgia y propósito.
Se volvió a poner su ropa, la chaqueta de azulón de Felipe. Ya no lloraba. No podía llorar más. No cuando tenía que hablar con Sebastián. El sol calentaba ya, pero en esa zona el clima era fresco, especialmente en esta época del año.
Salió a la sala. No vio más que a Sebastián y Flor, inclinados sobre un juego de planos colocados en la mesa de un comedor de aluminio y fórmica.
Sebastián levantó la cabeza, sintiéndola llegar.
Читать дальше