– No te pongas así, hija. ¿Por qué no venís?
– Bueno. Voy a pasar un día de estos.
– Pasa mañana.
– No sé si pueda…
– Hacé un esfuerzo.
– Bueno, mamá. Buenas noches.
– Buenas noches, hija, ¿estás segura que estás bien?
– Sí, mamá. No te preocupes.
– Pasas mañana, ¿entonces?
– Sí, mamá, mañana paso.
Colgó el auricular. Era la conversación más larga que tenía con su madre desde hacía meses, años quizás. Conversación, al fin. Habían dicho, palpado, lo subterráneo, lo fundamental, de lo que nunca hablaban. Quizás, algún día, podrían llegar a quererse, a comprenderse. Algún día.
Se sentía capaz ahora. Podía verla sencillamente como un ser humano, producto de un tiempo, determinados valores. A su modo, su madre seguramente la quería, como ella también debía quererla. El impulso de llamarla al sentirse sola tendría cierto significado.
Nunca entenderían, ni la una, ni la otra, sus modos de vida. Mucho menos ahora. Cada vez mucho menos. Su madre jamás conocería los de ella.
Se metió al baño. Pensó que un día su madre, su padre y ella tendrían que tener la conversación postergada desde siempre, no tanto por ellos, como por ella misma. Alguna vez tendría que reconciliarse con la infancia. Se echaba agua en la cara, lavándose el maquillaje, cuando escuchó el ruido en la sala. Un ruido sordo, como de un cuerpo desplomándose, la puerta cerrándose.
El corazón le dio un vuelco brusco en el pecho. El miedo la paralizó. Se vio la cara pálida en el espejo, mientras agudizaba el oído, tratando de contener la súbita sensación de flojera en las piernas.
Empezó a caminar, de puntillas hacia la sala, buscando primero, nerviosa, en el armario, la pistola que Felipe le dejara al irse de la casa, cuando escuchó "Lavinia, Lavinia", como si alguien la llamara bajo el agua. Tuvo apenas tiempo de percatarse de quién era la voz, cuando ya estaba en la puerta de la habitación, cuando ya corría hacia la sala donde yacía, en el suelo, de bruces, Felipe.
– ¡Felipe, Felipe! -casi gritó- ¿qué pasa? Aún de bruces, hablando con la voz ronca, como si hiciera un gran esfuerzo, Felipe dijo:
– Salí afuera, mira bien si no hay manchas en la entrada -y cerró los ojos.
Atolondrada, salió hacia la vereda. ¿Manchas? No había nada en los baldosas.
Cerca de la puerta, vio las manchas de sangre. Entró de nuevo a la casa. Se arrodilló a su lado.
– Limpia las manchas -dijo Felipe- limpia las manchas primero -dijo desde el suelo, sin levantar siquiera la cabeza. Corrió a la cocina y buscó un trapo cualquiera. Lo mojó y salió, otra vez, corriendo.
No supo ni cómo limpió las manchas. Caminó rápidamente por el jardín, mirando a todos lados, pasando el pie sobre la grama húmeda donde había caído también sangre de Felipe.
No se veía nada en la calle. Era casi medianoche.
Entró y cerró con llave. Cerró también las ventanas, mirando una y otra vez a Felipe en el suelo, con un brazo doblado bajo el cuerpo, pálido. No se había movido.
Se arrodilló, de nuevo, a su lado.
– Ya está -dijo-, ya quité las manchas. Ya cerré todo. Felipe, ¿qué te pasó?
– Ahora, ayúdame a darme vuelta -respiró-, ayúdame a ver si puedo llegar a tu cama. Estoy pegado -dijo él, con la voz entrecortada. Pegado. Herido. Era lo mismo. Había oído la expresión muchas veces. Tengo que calmarme, pensó. Respiró hondo y le ayudó a darse vuelta. Tuvo que contenerse para no soltarlo, para no morirse, cuando vio el pecho, el estómago, la ropa ensangrentada, el piso y la sangre sobre el piso.
Se veía el enorme esfuerzo que hacía Felipe para sentarse. Apretaba los ojos, la boca.
– Mejor te llevo al carro, Felipe -dijo-. Yo sé dónde podemos ir -dijo, pensando en la casa de los espadilles.
– No -dijo Felipe-, no. Ayúdame -dijo, con el dolor contrayéndole el rostro.
En un tiempo que parecieron extensos minutos de eternidad, Felipe logró incorporarse. De rodillas casi arrastrándose, apoyado en Lavinia, fue moviéndose hacia adelante, hacia la luz de la habitación. Nunca sabría cómo lograron llegar a la cama. Felipe se recostó de lado y hubo otra vez que ayudarle para que pudiera tenderse boca arriba. Estaba totalmente extenuado por el esfuerzo.
Con sangre fría, que estaba lejos de sentir, Lavinia trajo una toalla del baño y empezó a desabrochar los botones de la camisa, en un gesto casi ridículo, pues la camisa estaba toda desgarrada.
Felipe la detuvo, poniendo su mano sobre la de ella, indicándole que esperara.
Pasaron varios minutos. Los pensamientos se atropellaban en la mente de Lavinia. Había que llevarlo al hospital. Esto no era como lo de Sebastián. Felipe se estaba muriendo, se estaba desangrando, tenía la carne abierta a la altura del estómago. No duraría mucho si no lograba llevarlo a un hospital. Tendría que llamar a los vecinos. Nada importaba. Nada más que salvarle la vida, aunque los echaran presos después. Nada importaba.
– Felipe, esto es serio – dijo Lavinia -, esto no es para que estemos aquí en este cuarto – dijo -, te tengo que llevar al hospital.
Te vas a morir, iba a decir, pero se contuvo.
Felipe abrió los ojos. En su expresión había retornado la calma. Respiraba trabajosamente.
Instintivamente le metió unas almohadas por detrás para inclinarlo un poco, pensando en la sangre, la hemorragia interna, los pulmones.
– Te tengo que llevar al hospital – repetía, mientras tomaba la decisión de llamar a Adrián. Adrián le ayudaría.
– Acércate – dijo Felipe -. Voy a ir al hospital, pero primero tengo que hablarte… por favor…
– Pero déjame llamar a Adrián – dijo Lavinia -, déjame llamar a Adrián para que venga mientras hablamos, para que me ayude a llevarte al carro.
– No, no. Primero acércate. No hay tiempo. Después. Después puede venir Adrián…
– Pero…
– Por favor, Lavinia… por favor…
Era insistente. Insistía con sus ojos, con sus manos, con lo que le quedaba sano. Desesperada, Lavinia se acercó.
– Escúchame bien. Mañana es la acción. La acción es en la casa de Vela. Nos vamos a tomar la casa de Vela. Es un comando de trece personas. Yo soy parte de ese comando… era… – dijo con una media sonrisa; hablaba con firmeza, como si hubiese acumulado fuerzas para hablarle, las últimas fuerzas que le quedaban -, cada persona es imprescindible.
"Quiero que tomes mi lugar. Vos conocés bien la casa. Ya no hay tiempo para que nadie más la conozca tan bien como es necesario. Quiero que seas vos quien tome mi lugar. Nadie más. Sé que podes hacerlo. Además, te lo debo, porque fui yo quien me opuse a tu participación… -respiró, cerrando los ojos; los abrió de nuevo-, te lo debo. Vos podés hacerlo. Lo has demostrado. Vos podés hacerlo… Anda a la casa. Deciles que me pegaron cuando hacíamos el operativo de los taxis. Deciles que no fue la guardia. Fue el taxista cuando le dije que me diera el taxi. Me tomó por ladrón. Disparó a quemarropa. Demasiado tarde le dije que era del Movimiento. Me puse nervioso. No creí que estuviera armado. Fallé. ¡Fue mi propia estupidez! Si le digo antes, no hubiera disparado. "Me hubiera dicho", eso me decía el hombre -y Felipe sonrió burlándose de su propia desgracia, de la paradoja del incidente desafortunado; tosió, cerró los ojos, pareció tomar aliento para continuar-. Él mismo me trajo. Quería ayudarme. No hallaba qué hacer. Me iba a llevar al hospital, pero lo convencí de dejarme cerca de aquí. Le advertí que no llamara a la policía. Lo amenacé, incluso… -la voz de Felipe se adelgazaba- por si acaso.
Reconstruyó en su mente la mala suerte de Felipe. Seguramente había estado armado cuando se volvió hacia el taxista para anunciarle "es un asalto: entregúeme el vehículo". Y el taxista, la violencia, había reaccionado veloz, pegándole primero. Duelo fatal. Un error. Unos segundos.
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