Estaba eufórica. Hablaba en un monólogo interminable. La casa, la fiesta, eran, sin duda, la culminación de sus sueños sociales. Sus amistades las envidiarían, sería el acontecimiento del año, el pináculo del status del general Vela. Y ella, como su esposa, llevaría el mérito de haber puesto su mano de mujer en estos salones, en los jardines, en el decorado.
Mientras la señora Vela le extendía su invitación, una tarjeta de cartulina "Halimark" con una casa en el anverso, surgiendo con rayos de novedad desde el centro de un paquete de regalo y anotada por dentro con la letra puntuda de la señorita Montes, los hijos del general aparecieron en el vestíbulo.
La niña de nueve años, gordita, de facciones simpáticas, con un gesto tímido, pero de criatura acostumbrada al mimo excesivo y a la atención, se acercó despacio, mirándola, y tocó el cinturón de cuero de Lavinia.
– ¿Me lo regalas? -le preguntó, con la expresión dulce que usaría seguramente para encantar y obtener cuanto quisiera. Lavinia sonrió. A pesar de ser hija de Vela, era simpática gordita. Niña, al fin. Era una lástima pensar en qué llegaría a convertirse.
– Salude a la señorita -dijo la señora Vela-, no sea tan maleducada.
– Hola -dijo la niña, sonriéndole.
– Y vos, Ricardo, saluda. Ella es la arquitecta que diseñó la casa.
El muchacho, recién entrado en la adolescencia, desgarbado, con aire de pajarraco tímido, extendió su mano larguirucha. Se parecía un poco a la señorita Montes, pero tenía los ojos tristes y aire de quien necesita protección, en un entorno demasiado violento para sus sueños de volar. Mientras diseñaba su cuarto, más de una vez, Lavinia se preguntó si tendría, como ella, sueños en los que volaba.
– ¿Así que vos sos el que sueña con volar? -le preguntó. El muchacho asintió con la cabeza. -¿Y alguna vez has tenido sueños donde te ves volando de verdad?
– Sí -dijo el muchacho, mirándola con los ojos brillantes.
– Vive soñando -dijo la señora Vela-, ese es su problema… La expresión del adolescente recuperó su aire opaco y lánguido, momentáneamente iluminado por las preguntas de Lavinia.
– No es malo soñar -dijo ella, mirando al muchacho, solidarizándose con él, compadeciéndolo. Quizás, en otro ambiente, podría seguir soñando, pensó.
– Bueno -dijo Lavinia, mirando aquel cuadro familiar con sentimientos confusos-, creo que debo irme. Cualquier cosa que necesiten, me pueden llamar a la oficina. Mañana, a las once de la mañana, vendremos Julián y yo para hacer la entrega formal de la casa, con los ingenieros.
– Muy bien -dijo la señora Vela-, espero que mi marido pueda estar. Supuestamente regresa mañana a primera hora.
– Si no, podemos hacerlo más tarde -dijo Lavinia-, usted nos avisa.
– Perfecto -dijo la señora Vela, acompañándola a la puerta.
– Espere un momento -dijo Lavinia antes de salir-. Quisiera revisar los últimos toques del estudio privado. No se atrase por mí.
– Por supuesto -dijo la señora Vela-. Yo voy a continuar con mis jardineros, si no le importa.
Al entrar en la armería, sintió un ligero y extraño sentimiento de desasosiego. Durante la construcción de la casa, trató de olvidar aquella habitación que tanto gozo causaba a Vela. Era mediano tamaño, con alfombras naranjas y una sola ventana con cortinas marrón que daba hacia uno de los patios interiores.
Los muebles, dos sofás de cuero con una mesa de madera entre ellos, se hallaban recostados contra la pared cercana a la puerta. Vio, en el suelo, varias cajas de madera cerradas. Seguramente contendrían las armas destinadas a exhibirse.
A primera vista, el cuarto parecía terminar en la pared de madera opuesta a los sillones: la pared formada por los tres paneles de caoba, con bellos jaspes. Se acercó al extremo de la pared, donde estaba el mecanismo, casi invisible, que liberaba los paneles, los soltó y empujó suavemente una de las hojas. El panel de madera se desplazó sobre su eje, revelando el reducido espacio interno, la "cámara secreta", con anaqueles y una caja fuerte empotrada en el centro. En el lado, antes oculto, del panel que acababa de hacer girar, se podían apreciar los soportes adosados a la madera, donde se colocarían las armas. Enderezó el panel y luego hizo girar los otros dos, tocando otra vez el mecanismo para fijarlos en su lugar. Funcionaba perfectamente. Ahora, desde la sala privada del general, podía verse la pared de madera que antes lucía lisa, transformada en esta otra que mostraba los soportes para la colección de fusiles y pistolas. Soltó de nuevo el mecanismo que permitía el movimiento giratorio y volvió a hacer surgir, del lado de la sala, los paneles perfectamente lisos.
Antes de cerrar el último, permaneció un momento en el pequeño cuarto "secreto". Sintió frío. El lugar mantenía la temperatura del aire acondicionado central como si se tratase de un refrigerador. Pero no importaba. De todas formas, nadie la ocuparía por largos períodos de tiempo.
– ¿Usted sueña?
El muchacho estaba parado en el dintel de la puerta.
– Sí-respondió ella-. Sueño que mi abuelo me pone unas alas blancas y grandotas y me echa a volar desde un monte alto.
– Yo sueño que vuelo sin alas -dijo el muchacho-, como Superman. A veces también sueño que me convierto en pájaro. Pero mi papá se pone furioso. Dice que la única manera de volar es siendo piloto. Él quiere que sea piloto de la Fuerza Aérea.
– Los padres muchas veces se equivocan con los hijos -dijo Lavinia-. Yo que vos, me dedicaría a la aviación comercial. Ser piloto de guerra es muy triste. Se vuela para matar. No tiene nada que ver con tus sueños de volar.
Sobre todo, si llegas a ser piloto de la Fuerza Aérea del Gran General, pensó para sus adentros, preguntándose si no estaría cometiendo una imprudencia al hablarle así al muchacho.
– Adiós -dijo él, y salió corriendo, desapareciendo tan abruptamente como había aparecido.
Al salir de la casa, Lavinia recibió el resplandor del mediodía sobre los ojos. Se frotó los brazos para quitarse el escalofrío. ¡Qué ojos más tristes los del hijo de Vela!
Felipe acomodaba papeles sobre su mesa, cuando Lavinia entró a la oficina. Había sido muy difícil cambiar el ritmo de su relación. Se encontraban como amantes clandestinos en la calle, escondiéndose en moteles extraños y sórdidos para hacer el amor, casi siempre a la hora del almuerzo.
– Los Vela decidieron hacer su fiesta de inauguración el veinte -dijo, sentándose en la silla frente al escritorio de Felipe, después de darle un beso largo, mientras buscaba la invitación horrible en su bolso.
– Esta es la invitación -añadió, poniéndola sobre la mesa. Felipe la tomó sin decir nada. La leyó y se la devolvió.
– ¿Y por qué harían eso? ¿No sabes?
– Porque quieren que el Gran General asista. Y como él se va a pasar Navidad con su familia a Suiza, tuvieron que adelantarla.
– ¿Y cómo quedó la casa? -dijo Felipe, quien se había sentado y lucía una expresión entre distraída y preocupada.
– Por fuera, se ve bellísima. Por dentro… es un adefesio. Casa de guardia, de nuevo rico. Hasta la grama trajeron de Miami. Sólo los muebles empotrados se ven bonitos y algunas combinaciones de colores que logré que la Vela respetara.
– Bueno, era de esperarse…
– Sí, ni modo. Mientras veía la casa se me ocurrió que quizás en el futuro, cuando las cosas cambien, podremos ocuparla para una escuela de arte…
– Me gusta tu optimismo -dijo Felipe, sonriendo.
– ¿Vamos a almorzar juntos? -preguntó Lavinia.
– Hoy no -dijo Felipe, buscando algún papel en la mesa- tengo que salir.
– Pero vos me habías dicho… -desilusionada.
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