Yo estaba triste y ella comprendía cuan penosa era la separación, ya que habíamos sido como hermanas. Pero me animaba a danzar mi vida. Me cantaba versos que decían: "Todo luna/ todo año/ todo día/ todo viento/ camina y pasa también/. También toda sangre llega al lugar de su quietud".
Sabía que iba a morir. No verme más, no ver las flores en los campos, el maíz dorado, el tinte púrpura de los atardeceres, la entristecía. Pero, por otro lado, estaba contenta porque viviría con los dioses, acompañaría a las diosas-madres, las Cihuateteo, en su viaje hacia el lugar donde se pone el sol. Me daba consejos sabios. Decía que siempre me acompañaría. Cada puesta de sol, sé que ella me ve. Me veía antes. Me ve ahora. Vela por mí.
El día del sacrificio, caminé con mi madre entre los guerreros encargados del orden, hasta el cenote sagrado. A Mimixcoa la llevaron, junto con otros niños y doncellas bellamente engalanadas, a los baños de vapor para purificarlos. Mi madre y yo echamos pom y jades a las aguas sagradas.
Los sacerdotes recibieron a Mimixcoa en el nacom, la plataforma de los sacrificios. La despojaron de su capa de plumas y sólo vestida con un sencillo lienzo blanco, la arrojaron al agua. Antes de perderse en la fuente que siempre mana, me miró dulce y largamente. Luego desapareció. Me quedé largo rato, silenciosa, con mi madre, rogando porque los dioses la salvaran y la enviaran de mensajera. Pero Mimixcoa no regresó a la superficie y fue entonces que yo lloré y grité, por más que mi madre trató de calmarme. No quería que se ahogara. No me podía resignar a entregársela a Tláloc, quien en ese momento, la estaría contemplando con sus ojos de jade.
Poco sabía yo que, años después, Tláloc me recibiría en su seno, me enviaría a poblar jardines, a este árbol donde ahora habito, desde el que añoro a mi amiga Mimixcoa.
SE PARÓ FRENTE A LA CONSTRUCCIÓN. La casa del general Vela estaba terminada. Una multitud de hombres se movía alrededor de la nueva edificación, desalojando el terreno circundante de los vestigios del trabajo. El camión de la compañía constructora trasladaba sobrantes de la madera, cemento, grandes tarros de pintura.
Otro grupo de obreros desmantelaba el cobertizo que había servido de oficina a los supervisores y maestros de obra. Allí, Lavinia había pasado numerosas horas los últimos meses, con el ingeniero Rizo y don Romano, con Julián y Fito.
Era el 15 de diciembre de 1973. El calendario de trabajo había sido cumplido con exactitud suiza.
La casa, ya construida, ocupaba un área de seiscientos cincuenta metros cuadrados de construcción, distribuidos en cuatro niveles, al estilo de terrazas babilónicas, con grandes ventanales en los tres niveles superiores.
Las áreas sociales más relevantes -las variadas salas solicitadas por la señora Vela-, el comedor y el cuarto de música del general, contaban con vista panorámica. Sólo el dormitorio gigantesco de los dueños de casa, el estudio privado, los cuartos de los niños y la cuñada, habían sido acomodados en el interior de la casa, por miedo a los ladrones y a los atentados.
El área de servicio ocupaba el cuarto nivel. Allí no había ventanales, pero Lavinia logró instalar amplias ventanas con persianas, que, a pesar de todo, permitían una cierta contemplación y buena ventilación.
Todas las paredes exteriores se pintaron de blanco, combinándose con trechos de construcción de ladrillos de barro, correspondientes a jardines interiores.
A pesar del mal gusto de los dueños, la casa era una hermosa obra arquitectónica. Parecía colgada, acomodada, en el abrupto declive del terreno. Su interior espacioso era claro, con múltiples espacios de luz y estancias fluidas para el tráfico de sus habitantes.
La decoración ostentosa era lo único que molestaba a Lavinia. Fue imposible lograr que la señora Vela accediera a confiar la construcción de muebles a carpinteros nacionales. Sólo el numeroso mobiliario empotrado se construyó localmente; los muebles de sala, de dormitorio, el comedor, las alfombras, cortinas y accesorios, en fin, todo lo demás, fue traído de Miami. Las dos hermanas se pasaron los últimos meses viajando constantemente, fascinadas en las tiendas de departamentos de Florida, enviando por avión cojines de floripondios, candelabros de cristal, jarrones y portaplantas de bronce, cubrecamas de motas, sillones de rattan, silletas plásticas y paraguas de la piscina…
Pero desde el exterior, donde se encontraba Lavinia, la casa era un gozo visual, un armónico nido de aguiluchos en lo alto de la colina. El paisaje, su amado paisaje, se entregaba indiscriminado a los habitantes sórdidos de aquel palacete a través de los ojos de cristal de las estancias.
"Algún día recuperaremos esto", se dijo. Algún día, con esperanza, aquella casa sería sede de una escuela de arte o estaría habitada por personas sensibles cuyo corazón armonizaría con la belleza circundante.
– Parece mentira, ¿verdad? -dijo la voz de la señorita Montes detrás de ella.
– Me asustó -dijo Lavinia, reponiéndose del sobresalto-. No la sentí llegar.
– Estaba usted totalmente absorta -dijo la señorita Azucena-. Mi hermana y yo llegamos hace un momento. Ella está dentro de la casa. Trajo los jardineros para empezar el arreglo de los jardines interiores.
"Trajimos muchísimas plantas de Miami… También van a arreglar los jardines de afuera. La casa debe estar lista, con jardines y todo para el 20 de diciembre. Ese día la inauguraremos. Será la primera gran fiesta de la temporada navideña…
– ¿En cinco días solamente? -preguntó Lavinia sorprendida.
– Inicialmente, pensábamos inaugurarla para Año Nuevo, pero el Gran General no va a estar en el país. Se va de vacaciones navideñas a Suiza, a St.-Moritz, así que decidimos hacer antes la fiesta. Por eso compramos la grama y muchísimas plantas en Miami. Allá venden la grama como si fuera alfombra. Lo único que hay que hacer es extenderla. ¡Ya va a ver qué maravilla!
– Me imagino -dijo Lavinia, pensando la cantidad de dinero que debían haber gastado en el transporte, el peso; pensando que el general Vela no le había dicho nada sobre el adelanto de la fecha. Casi no lo veía últimamente. Se pasaba la mayor parte del tiempo en la zona norte.
– Va a venir a la fiesta, verdad. Usted es invitada de honor.
– Claro, claro que sí -dijo Lavinia-. Y el general, ¿cuándo regresa?
– Creo que mañana. Usted sabe, el pobre se ha pasado yendo y viniendo al norte. Menos mal que mi hermana ha estado viajando también. Siempre se angustia mucho cuando él tiene que salir en esas misiones… esos subversivos son terribles… y lo odian, sabe. Varias veces han anunciado que lo van a "ajusticiar", como dicen ellos cuando asesinan a la gente.
– Esperemos que no le pase nada y que pueda asistir a su fiesta -dijo Lavinia-. Él se cuida mucho, de todas formas. No creo que tengan que preocuparse demasiado.
– Déjeme que le busque la invitación -dijo la señorita Montes-, ya empezamos a repartirlas. Creo que mi hermana tiene la suya…
Lavinia la siguió al interior de la casa. Encontraron a la señora Vela, en un frenesí de actividad, dando instrucciones a una cuadrilla de hombres que la seguían de aquí para allá.
– ¡Señorita Alarcón! -dijo, cuando la vio llegar-. ¿Cómo está? ¿No le parece mentira que esté la casa lista? ¡Quedó bellísima! ¡Mucho mejor de como jamás pensé! Y ahora que pongamos todas las plantas que traje, ¡se va a ver sensacional! Ya le dijo mi hermana lo de la fiesta. Espere. Aquí en mi bolso tengo su invitación…
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