Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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– Sí, pero se presentó algo…

– ¿Algo malo?

– No, no. Sólo urgente -dijo mientras se aproximaba a darle un beso-, nos vemos más tarde.

No volvió a verlo. Ni esa tarde, ni al día siguiente. Encontró sólo una nota en su casa diciendo que estaba bien, que no lo buscara.

Dos días sin saber nada de nadie. Era de noche y el viento de diciembre soplaba alborotando las ramas del árbol de naranjo en el jardín.

De pronto se había quedado sola en el mundo. Sola y angustiada. Se dio cuenta hasta dónde el Movimiento representaba la casi totalidad de su vida: su familia, sus amigos. Durante meses, ni siquiera había pensado en ir al cine, divertirse. Todas las fiestas a las que había asistido, fueron para ella misiones encomendadas.

El amor y la rebelión la habían logrado absorber completamente. Se había hundido con gusto, con entusiasmo nunca antes experimentado, en esa red de llamadas, contactos, viajes a llevar y traer compañeros. Ahora, de pronto, este silencio. No tenía ningún medio para comunicarse con ellos. Ningún número de teléfono, nada. Sólo la dirección de la casa misteriosa, adivinada en la oscuridad.

Para colmo, el trabajo frenético de los últimos meses con la casa de Vela se había detenido simultáneamente. El día anterior se realizó la entrega formal, con la presencia del general, la esposa, la cuñada, los niños. Toda la familia recorriendo cuarto tras cuarto, estancia tras estancia, tocando los botones de la luz, revisando enchufes, grifos de agua, detalles. Y los jardineros colocando plantas, extendiendo la grama en el jardín; los de la compañía de piscinas, ocupándose de llenarla, ponerle químicos al agua para que luciera cristalina.

Y el hijo de Vela, con la expresión más opaca que nunca frente al padre.

Julián le dijo que se tomara una semana de descanso, pero Lavinia declinó el ofrecimiento para después. No sabía cuándo. Cualquier otro tiempo menos éste sin Felipe, sin los demás. ¿Qué haría ella ahora en su casa silente, ocupada por el viento de diciembre, donde la soledad se le venía encima? Prefería salir a la oficina, aunque no hiciera nada más que quedarse sentada, ausente, angustiada, expectante.

Aun la cercanía de Navidad, el ambiente navideño parecía haberse esfumado para ella. Le causaba malestar. Lo único que le subía el ánimo entre los artificios de gigantescos Papá Noel con nieve fingida en los escaparates de los almacenes, eran las pintas aparecidas en las paredes, producto de madrugadas de desvelo de compañeros desconocidos, invisibles. Pintas exigiendo "una navidad sin presos políticos", brotadas de repente por todas partes hacía unas cuantas semanas.

Su madre la había estado llamando, preguntándole si llegaría a cenar con ellos. "Por favor, hijita, por favor." A lo mejor no tendría otra alternativa que ir a cenar con esos dos desconocidos que, después de todo, la habían engendrado. No tenía ni padres, pensaba, lamentándose. Nunca le perdonaron el amor por su tía Inés. Ni ella, en el fondo, les perdonó que la abandonaran a ese amor conveniente que les alivió sus responsabilidades paternales cuando eran jóvenes y no tenían tiempo para dedicarse a una niña curiosa, juguetona, amante de los libros, absorta en su mundo imaginario de casitas y maquetas.

¡Qué cúmulo de incomprensiones y malentendidos! ¿Y dónde estaría Felipe? ¿Dónde Flor y Sebastián? Adrián y Sara también la llamaron para invitarla a pasar nochebuena con ellos. "Con Felipe." Sara le había comentado que ahora salían menos por la noche porque Adrián, de caritativo, decidió prestarle el carro a un compañero de trabajo para que fuera a clases nocturnas tres veces a la semana. Con la pesadez del embarazo, no le importaba demasiado aminorar el ritmo de su vida social. Así Lavinia se dio cuenta de que Adrián cumplió el trato. Entre los dos, desde el día que le pidió colaboración, se había establecido, por fin, el silencio del respeto. Ya no la bromeaba sobre su feminismo o su inestabilidad. Ella casi lo echaba de menos. Ahora se limitaban a conversaciones aburridas y sin sustancia. Paradójico, pensó, cuando más debieron haber hablado, cuando podían, al fin, comunicarse en términos más igualitarios, menos paternalista de parte de Adrián… Su machismo, de nuevo. Las distancias, ¡otra vez!

El mundo cambiaría. Tenía que cambiar, meditó, evocando a los compañeros sin rostros peleando en la montaña, la esperanza de estas tristezas que sentía. ¿Qué eran estos malos momentos comparados con el heroísmo cotidiano de otros?. En alguna parte de la ciudad, un grupo se preparaba para asestar "el golpe"; la acción que no lograba imaginar claramente. Los envidió juntos. Sin duda Felipe, Flor, Sebastián, estaban con ellos, eran parte del grupo. Todos menos ella.

Ella que estaba sola, abandonada a su soledad, al crujido de ramas del naranjo en el viento.

Aquel día nos despertamos cuando aún estaba oscuro.

Debíamos cruzar el río antes de la salida del sol. La noche anterior, Yarince y yo hablamos largamente, como ancianos al lado de la lumbre, recordando los tiempos de nuestra infancia, recordando los años de amor y guerra, las nubes tormentosas. Hicimos recuento de nuestras vidas, un dibujo tenue de palabras aglomeradas.

Quizás moriríamos pronto, había dicho Yarince. Quería recordar el pasado ya que no contábamos con la certeza del futuro.

Lo acuné en mis brazos delgados. Con esas alas, podrías abrazar el mundo, me dijo. Nos acurrucamos el uno en el otro. Durante cuántas jornadas, nuestros cuerpos habían sido fuente de gozo inagotable. Eran, a veces, la única fuerza que nos quedaba para no rendirnos.

Estábamos reducidos a un grupo de diez guerreros. Lucíamos flacos y ojerosos, con mirada de animales perseguidos. Aquella mañana, hacía fresco, un viento suave soplaba doblando las cañas, a la orilla del río. Andábamos muy cerca del campamento de los invasores, así que debíamos cruzar con mucha cautela para no ser descubiertos.

Llevábamos poca carga, tan sólo algunos conejos salvajes que cazamos el día anterior, las hamacas y petates que usábamos para acampar y algunas vasijas de barro. Tixtlitl marchaba al frente, seguido por mí, luego iban tres guerreros y Yarince de último. Marchábamos a reunimos con los viejos sacerdotes para la ceremonia de invocación, para leer los augurios y saber lo que nos depararía el porvenir. Sentíamos la necesidad de orar, encomendarnos a nuestros totems para reconfortarnos de tanta desgracia.

Tixtlitl había soñado con Tláloc. Lo había visto como una mujer de ojos húmedos, sonriendo mientras el agua la cubría. Era un sueño confuso que sólo después pude interpretar.

Íbamos Tixtlitl y yo a mitad del río, cuando salieron los españoles.

Nos habían esperado agazapados entre la maleza. Quizás nos observaban desde el día anterior. Giramos en el agua, desesperados porque estábamos indefensos. Oí los disparos de sus bastones de fuego, cayendo en el agua, muy cerca. Mis ojos buscaron a Yarince, mientras mis pies trataban de asirse en el fondo del río, en las rocas que nos ayudaban al cruce. Lo divisé corriendo al otro lado. Había logrado salirse del agua. No corrió la suerte de Tixtlitl, cuya sangre formó una mancha roja a mi alrededor, cuyo cuerpo vi flotar río abajo. No corrió mi suerte. No murió como yo.

Sentí un golpe en la espalda, un calor espeso que me paralizó los brazos. Fue un instante. Cuando de nuevo abrí los ojos, ya no estaba en mi cuerpo: flotaba a poca distancia del agua, viéndome desangrar, viendo mi cuerpo irse también río abajo. Escuché los gritos de alerta de los españoles y de pronto, de entre los árboles de la ribera, donde por última vez vi a Yarince, escuché aquel alarido largo y profundo de mi hombre, herido, por mi muerte.

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