Dejó el bolso sobre el escritorio y corrió los visillos del ventanal, tomando luego los lápices para afinarles la punta en el tajador eléctrico. Mercedes entró llevándole café y poniendo los diarios sobre la mesa.
Pocas cosas disfrutaba tanto Lavinia como esa primera hora en la oficina, preparándose "sicológicamente" para el ajetreo del día.
Abrió los periódicos y hojeó las noticias cotidianas, sorbiendo el café. Al poco rato, entró Felipe a efectuar la revisión del trabajo de la semana. Era viernes y por la tarde se reunirían, como era costumbre, con Julián, para evaluar, y planificar la actividad de la semana siguiente.
En algún momento de la conversación, ella mencionó sus planes para la noche.
– ¿No te gusta bailar? -preguntó a Felipe.
– Claro que sí -dijo él-. Desde niño me ganaba concursos en la escuela -y la miró muy risueño. Lavinia pensó que hacía días no lo notaba de tan buen humor.
Esa noche, mientras bailaba con Antonio en la pista del "Elefante Rosado", vio a Felipe arrimado al bar, tomándose un trago, observándola. Por un momento perdió la concentración, asombrada de verlo allí, en medio del humo y la música estridente; un gato risón apareciendo y desapareciendo tras las parejas aglomeradas en el espacio reducido de la pista.
Siguió bailando, dejándose llevar por los timbales, la percusión. Ver a Felipe mirándola desde lejos, le acicateó las piernas. Se abandonó a la sensación de sentirse observada. Ver a Felipe a través de las luces, el humo; los ojos grises penetrándola, haciéndole cosquillas. Le bailó pretendiendo no verlo, consciente de que lo hacía para provocarlo, disfrutando el exhibicionismo, la sensualidad del baile, la euforia de pensar que por fin se encontrarían fuera de la oficina. Llevaba una de sus más cortas minifaldas, tacones altos, camisa desgajada de un hombro -pura imagen del pecado, había pensado de sí misma antes de salir- y había fumado un poco de monte. De vez en cuando le gustaba hacerlo. Aunque ya en Italia había vivido y descartado el furor efímero de la evasión, aquí en Paguas, sus amigos lo estaban descubriendo y ella les seguía la corriente.
Cuando cambió la música, ya había decidido tomar la iniciativa, no arriesgar a que Felipe simplemente se quedara en el bar, observándola de lejos, atrincherado como siempre. Antonio no se sorprendió cuando ella le dijo que iría a saludar al "jefe". Regresó a la mesa de la "pandilla" de amigos, mientras Lavinia se dirigía al bar.
– Bueno, bueno -dijo Lavinia a Felipe, burlona, sentándose en el trípode vacío del bar a su lado-. Yo creía que vos eras demasiado nice como para aparecerte en estos centros de vicio y perdición.
– No pude resistir la curiosidad de verte funcionar en este ambiente -dijo Felipe-. Veo que estás como el pez en el agua. Bailas muy bien.
– No debo bailar tan bien como vos -respondió ella, burlona-. Yo nunca me he ganado ningún concurso.
– Porque las muchachas como vos no participan en esas cosas -dijo él, deslizándose de la silleta al suelo y extendiendo la mano-. Vamos a bailar.
La música había cambiado de ritmo. El D. L. seleccionaba un bossa nova lento. La mayoría de las parejas se retiraron de la pista de baile. Quedaron sólo unos cuantos cuerpos abrazados. Aceptó divertida. Hablaba sin parar, odiándose por sentirse tan nerviosa. Felipe la acomodó seguro en su pecho ancho, apretándola fuerte. Podía sentir el vello negro y abundante a través de la camisa. Empezaron a mecerse. Confundidas las pieles. Las piernas de Lavinia adheridas a los pantalones de Felipe.
– ¿Ese es tu novio? -le preguntó él refiriéndose a Antonio, cuando pasaron cerca de la mesa.
– No -dijo Lavinia- los "novios" ya pasaron de moda.
– Tu amante, pues -dijo él, apretándola más fuerte contra sí.
– Es mi amigo -dijo Lavinia- y de vez en cuando me resuelve…
Sintió las vibraciones del cuerpo de Felipe, respondiendo a su intención de escandalizarle. La llevaba tan apretada que era casi doloroso. Lavinia se preguntó qué pasaría con la mujer casada, las clases nocturnas de la universidad. Le costaba respirar. Con su boca podía tocar los botones de la camisa a mitad del pecho de él. El baile se estaba poniendo serio, pensó. Caían los diques. Se soltaban los frenos. Los corazones aceleraban. Jadeo. La respiración de Felipe, cálida, en su nuca. La música moviéndolos en la oscuridad. Apenas la esfera con los espejos bajo el haz del reflector, iluminaba el ambiente, el humo, el olor dulcete de fumadores ocultos saliendo de los baños.
– Te gusta fumar monte, ¿verdad? -preguntó Felipe, desde arriba, susurrando, sin soltarla.
– De vez en cuando -asintió ella, desde abajo- pero ya pasé esa etapa.
Felipe la abrazó más fuerte. Ella no entendía el cambio tan brusco. Parecía haber dejado repentinamente toda pretensión de indiferencia, lanzándose abiertamente a la seducción animal. Se sentía desconcertada. Felipe emanaba vibraciones primitivas. Una intensidad en todo el cuerpo, en los ojos grises con que ahora la miraba, separándola apenas.
– No deberías andar fumando monte -le dijo-. Vos no necesitas esos artificios. Tenés vida dentro de vos. No tenés que andarla prestando.
Lavinia no sabía qué decir. Se sentía mareada. Moviéndose prendida de sus ojos. Suspendida en aquella mirada humo gris. Dijo algo sobre las sensaciones. La hierba aumentaba las sensaciones.
– Yo no creo que vos necesites que te aumenten nada -dijo él.
La música suave terminó. Cambió otra vez a rock heavy. Felipe no la soltó. Siguió bailando con una música inventada por él, moviéndose al ritmo de la necesidad de su cuerpo, ajeno al ruido. A Lavinia le pareció que estaba incluso ajeno a ella. La pegaba contra sí con la fuerza con que un náufrago abrazaría una tabla de salvación en medio del océano. La tenía nerviosa. Vio de lejos a Antonio haciéndole señas. Cerró los ojos. A ella también le gustaba Felipe. Ella había querido que esto sucediera. Una y otra vez se había repetido que algún día tendría que suceder. No se iban a pasar toda la vida en las miradas de la oficina. Tenían ese algo de animales olfateándose, los emanaciones del instinto, la atracción eléctrica, inconfundible. No pensó más. No podía. Las olas de su piel la envolvían. Miraba el encontrarse entre la música, los saltos y contorsiones de Antonio, Florencia, los demás bailando, y ellos moviéndose a ritmo propio. Alucinante burbuja alejada de todos. Globo. Nave espacial perdiéndose en el vacío. Lavinia olía, tocaba, percibía solamente el absoluto del cuerpo de Felipe, meciéndola de un lado al otro.
Antonio consideró que debía rescatarla. Se acercó buscando quebrar el hechizo. Celoso. Felipe lo miró. Lavinia pensó que se veía tan frágil Antonio al lado de Felipe, tan volátil.
Ella divertida, excitada, ausente, femenina en el borde de la pista de baile, escuchó a Felipe decir a Antonio que se iban a ir, que tenían una cita, que Antonio no debía preocuparse por ella.
Después le dijo que buscara su bolso y ella obedeció, sin poder resistir la fascinación de aquel aire de autoridad, dejando atrás la mirada atónita de Antonio.
Entraron en la casa a oscuras. Todo sucedió con gran rapidez. Las manos de Felipe subían y bajaban por su espalda, deslizándose hacia todas las fronteras de su cuerpo, multiplicadas, vivaces, explorándolo, abriéndose paso por el estorbo de la ropa. Ella se oyó responder en la penumbra, todavía consciente de que una región de su cerebro buscaba asimilar lo que estaba sucediendo sin conseguirlo, enceguecida por la piel formando mareas de estremecimientos.
En la plateada luz encontraron el camino hacia el dormitorio, mientras él desgajaba totalmente su blusa, el zipper de la minifalda hasta llegar al territorio colchón, la cama bajo la ventana, las cerraduras de la desnudez. Otra vez, Lavinia dejó de pensar. Se hundió en el pecho de Felipe, se dejó ir con él en la marea de calor que emanaba de su vientre, ahogándose en las olas sobreponiéndose unas a otras, las ostras, moluscos, anturios, palmeras, los pasadizos subterráneos cediendo, el movimiento del cuerpo de Felipe, el de ella, arqueándose, censándose y los ruidos, los jaguares, hasta el pico de la ola, el arco soltando las flechas, las flores abriéndose y cerrándose. Apenas si hablaron entre un ataque y otro. Lavinia hacía el intento de fumar un cigarrillo, de hablar bajo los besos de Felipe, pero él no la dejaba. De nuevo sintió como si ella no estaba allí. Se lo dijo.
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