Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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Pero vos me abrazabas en medio de aquellas descargas atronadoras. Me ponías las manos sobre los oídos, me acurrucabas en el espesor de los arbustos, me ibas calmando con el peso de tu cuerpo haciendo que olvidara la cercanía de la muerte sintiendo tan cerca la palpitación de la vida; tu cuerpo refugiándose en el mío hasta que el ruido de nuestros corazones era el estrépito más sonoro del monte.

¡Ah! Yarince y quizás todo fue en vano. ¡Quizás no queda ya ni el recuerdo de nuestros combates!

Al otro día, desde temprano, Lavinia se debatía entre la vigilia y el sueño. La costumbre de levantarse temprano se le había implantado como reloj invisible en el pecho, pero la noción de domingo clamaba por almohadas y licencias para la modorra. Eran casi las once cuando el hambre pudo más que la pereza y la cama. Se levantó descalza con el kimono de seda acuamarino. Los domingos, sentía que sobraba en el mundo. Era un día incómodo para las personas solas. Los domingos, pensaba, eran hechos para el paseo de las familias en carro, los niños y el perrito, asomados por la ventana de atrás; o para levantarse tarde; el padre con su pijama de rayas sentado a la mesa, leyendo el periódico y los niños esperando el suculento desayuno. Recordó el refrigerador lleno de la casa de sus padres y sintió nostalgia.

Desde el almuerzo aquel en que anunció que había decidido hacer "su vida", mudarse a la casa de la tía, no los veía. Todavía recordaba el cataclismo entre pechugas de pollo en salsa blanca, copas de agua, manteles impecables. Las caras de su padre y su madre pronosticándole la deshonra, el chisme, la maledicencia. Horrores del mundo fuera de las cuatro paredes de su casa (a pesar de sus años sola en Europa). El peligro de los extraños. Hombres que intentarían violarla, aprovecharse de ella. Lo "mal vistas" que eran las mujeres solas. Dos sombreros de magos improvisados habían sacado todos los sacrificios hechos para que ella tuviera una buena educación, para que fuera feliz como cualquier muchacha decente que se apreciara a sí misma. Con el postre intentaron la conciliación. Convencerla de que no se mudara. Era ya tiempo que se conocieran y se aprendieran a querer.

Muy tarde para Lavinia. La tía Inés y el abuelo habían sido su padre y su madre. Para sus padres carnales guardaba el estricto afecto biológico. La distancia afloró cuando se convencieron que no podrían disuadirla. Cambiaron la persuasión por la amenaza y finalmente la obligaron a empacar todos sus cosas "para que se fuera inmediatamente si tan convencida estaba". Mientras su padre buscaba evadir el conflicto, refugiado en su habitación, la madre de pie al lado de la puerta, empuñaba la espada del ángel exterminador y la expulsaba con ojos furiosos del paraíso terrenal.

Así desaparecieron de su vida las refrigeradoras colmadas, los abundantes desayunos de domingo. Así fue que perdió los últimos privilegios de hija única. Y también la posibilidad de amores primarios. Sintió nostalgia de huérfano. No dejaba de sucederle los domingos.

Para olvidarlos, decidió mimarse. Cocinarse un desayuno familiar dominguero para ella sola.

La cocina olía a vacío. Lamentó no haber tenido quién le iniciara en las artes culinarias. Ni su madre, ni su tía Inés, ambas por razones diferentes, habían sido devotas de la cocina. Ella iba por el mismo camino. Pero nada perdía una mujer con saber cocinar, pensó. Ella, personalmente, admiraba a las que eran diestras. Se le antojaban mágicas alquimistas capaces de convertir un trozo de roja carne cruda, casi repulsiva, en un apetitoso plato que podía no solamente tener un buen sabor, sino un magnífico aspecto: color dorado en perfecta armonía con el verde perejil y el tomate rojo.

Los anaqueles estaban ordenados. Latas diversas dormían la inercia de las cosas inmóviles. Y la caja de "Aunt Jemima" sin abrir. Revisó el refrigerador para cerciorarse de la leche y los huevos, la mantequilla. Mezcló los ingredientes y comenzó a batir en un cuenco la mezcla blanca que se espesaba lentamente.

Puso el café, en la hornilla, las tostadas en la tostadora; extendió sobre la rústica mesa de madera de cocina un mantel de "trattoria" italiano: cuadros blancos y rojos; puso música; se entusiasmó con el ritmo de su propia actividad.

Sólo el jugo de naranja faltaría. Era una lástima. ¿Y por qué no probar con las naranjas un poco verdes?, se dijo; un jugo amargo no sabría tan mal. Lo compensaría el color amarillo en el vaso, al menos desde el punto de vista estético; además, tendría el menú completo: un desayuno de familia en domingo, para ella sola.

Buscó las llaves de la cancela, quitó los candados, salió al patio. El naranjo resplandecía. El sol de las once de la mañana, casi perpendicular, brillaba en las hojas intensamente verdes y brillantes. Miró el árbol. Palmoteo su tronco. Últimamente le había dado por hablarle cual si fuera un gato o un perro. Decían que era bueno hablarles a las plantas. Miró hacia la copa y vio algunas naranjas empezando a madurar, con vetas amarillas en el lomo verde.

Con la ayuda de una vara bajó una, dos, tres, cuatro naranjas.

Cayeron con un sonido seco sobre la grama.

Entró en la casa, retornó a la cocina.

Sacó el cuchillo pulido y afilado del armario de los utensilios.

Puso la naranja sobre el trozo de madera redonda usada para cortar y mirándola, tocándola para acomodarla y hacer el tajo justo al medio, hundió el cuchillo en su carne. El interior amarillo de la naranja se desplegó, abierto. Caras amarillas, repetidas, mirándola.

Parecían jugosas. Cortó las cuatro, relamiéndose de gusto, sintiendo el olor de los panqueques dorados, el aroma del café, las tostadas.

Exprimió los naranjas hasta dejarlas reducidas al cuenco de la cáscara. Su jugo se derramó amarillo en el vaso cristalino.

Y sucedió. Sentí que me pellizcaban. Cuatro pellizcos definidos, redondos. La sensación en la yema de los dedos cuando probaba el filo puntudo de las flechas. Nada más. Ni sangre, ni savia. Sentí miedo cuando la vi salir al patio con la intención clara en sus ojos y en sus movimientos. Me temblaron las hojas. Levemente. No se dio cuenta. En su tiempo lineal, se unen los acontecimientos por medio de la lógica. No sabe que me temblaron las hojas antes de que las sacudiera con el largo palo de madera. Pensé que todo se habría consumado cuando cayeran las naranjas sobre la hierba. Pero no. Me encontré viéndome en dos dimensiones. Sintiéndome en el suelo y en el árbol. Hasta que me tocaron sus manos comprendí que, sin dejar de estar en el árbol, estaba también en las naranjas.

¡El don de la ubicuidad! ¡Igual que los dioses! No cabía en mí de maravillada (no podía caber en mí, además, tan multiplicada). No había "mí". Todo aquello era yo. Prolongaciones interminables del ser. Una laguna. Una piedra. Círculos concéntricos interminables, haciéndose y deshaciéndose. Extraños me parecían los caminos de la vida.

Ella nos abrió de un tajo. Un arañazo seco, casi indoloro. Luego los dedos asiendo la cáscara y el fluir del jugo. Placentero. Como romper la delicada tensión interna. Similar al llanto. Los gajos abriéndose. Las delicadas pieles liberando sus cuidadosas lágrimas retenidas en aquel mundo redondo. Y posarnos en la mesa. Desde la vasija transparente la observo. Espero que me lleve a los labios. Espero que se consumen los ritos, se unan los círculos.

Afuera el sol brilla sobre mis hojas. Viaja hacia la tarde.

Reconfortante el calor de los alimentos; los panqueques esponjosos, el café, las tostadas. Reconfortante la música; el vaso con el jugo de naranja sobre la mesa. Al contrario de la costumbre, le gustaba tomar el jugo por último, quedarse con el sabor de naranja en los dientes. Generalmente comía muy rápido. Pero el domingo, pensó, había que estar a tono con la cadencia del día: allegro ma non troppo.

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