Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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– Mucho te complicas la vida vos -dijo Sara-. El amor es lo más natural del mundo. No veo por qué tiene que darte miedo…

– Bueno, es que también Felipe tiene sus rarezas. Frecuentemente recibe unas llamadas telefónicas extrañas. Sale intempestivamente. Siempre está "ocupado". A mí me huele a mujer casada… no sé. Quizás es sólo mi imaginación.

– Vos siempre has tenido una imaginación muy prolífica.

– Puede ser -dijo Lavinia, pensativa; molesta consigo misma, sintiéndose igual que ciertas celosas casadas, pensando en Felipe y sus "clases" de sábado en la mañana-. ¿Y a vos cómo te va con Adrián?

Con expresión modosa, Sara inició un impreciso retrato de su relación con Adrián, un retrato hablado del matrimonio perfecto. Sólo en la intimidad, reconoció Sara, seguían teniendo algunos problemas. Adrián era muy "brusco". No entendía la importancia de la ternura.

A Lavinia, siempre le había costado imaginar a Sara haciendo el amor. Era tan etérea, casi mística. Incluso, en una época, habló de entrar al convento, dedicarse a "amar a Dios".

– No sé si es que yo soy demasiado romántica. O si estoy demasiado influenciada por las escenas de amor de las películas… -dijo Sara, y se movió en la silla, inclinándose para ponerle mantequilla al pan.

Lavinia sonrió.

– El amor de las películas es pura ilusión -le dijo-. En realidad debe ser fatal. Te imaginas: ¡bajo reflectores, cámaras, y con la posibilidad de un "corten" en cualquier momento! Amenazas perenne de coitus interruptus si no haces las cosas adecuadamente, a juicio del director…

Rieron las dos. Lo de la ternura era todo un aprendizaje, dijo Lavinia. Era cierto que los hombres, en general, la tenían muy reprimida. Había que enseñarles. Y pensó que ella tendría que hacer lo propio, pero prefirió no comentarlo con Sara. Los comienzos generalmente eran difíciles, dijo. Toscas imitaciones de lo que sobrevendría cuando las pieles se descifraran. Así le había pasado a ella, al menos con Jerome. Aunque Sara y Adrián llevaban juntos seis meses, pensó. Comentó con Sara la importancia de perder la timidez; enseñarle a Adrián los mapas escondidos. Darle la brújula.

Conversaron hasta casi medio día. Pronto llegaría Adrián, y Sara dijo que debía bañarse. No le gustaba que su marido la encontrara tal como la había dejado.

Lavinia aprovechó para despedirse, a pesar de la invitación a almorzar. No estaba de ánimo para el sarcasmo y los discursos de Adrián. Quería dormir el desvelo de la tarde, leer, pensar.

La semana transcurrió con la asombrosa velocidad con que suele pasar el tiempo cuando lo invaden los acontecimientos.

Los días en la oficina, desde el inicio de la relación con Felipe, habían tomado un perfil borroso. Le costaba concentrarse en el trabajo, porque él lo invadía de comentarios y gestos que no le permitían ignorar la reciente intimidad. Aunque sólo se habían visto una noche para ir al cine y luego tomar unas cuantas cervezas, tanto aquella salida, como la única noche de amor desaforado, se imponían en su memoria, al lado de las caricias cotidianas intercambiadas fugazmente en las horas laborales.

A Felipe le gustaba hablar de su pasado, aunque parecía evitar los detalles sobre su presente.

Lavinia lo había divisado en la distancia, en la larga travesía por el Atlántico, en su viaje a Alemania, vestido como los marineros de las fotografías antiguas. O deambulando por las calles de Hamburgo: el famoso puerto donde los mujeres "de la vida", se exhibían desnudas tras vitrinas, en la Reperbahn, para ser vendidas al mejor postor. Sus visiones se habían detenido, sobre todo, en Ute -la mujer que, según frases cuyo significado ella no entendió totalmente, le enseñó a Felipe, entre otras cosas, que debía "regresar" a Paguas-. Imaginaba una alta walkiria de rubios, largos cabellos, experimentada en las cosas de la vida, en el arte del amor. Podía casi adivinar, a través de la ventana de la casa con chimenea y ladrillos rojos, a Ute enseñando el amor a Felipe. De diecisiete años, Felipe había tomado un barco en Puerto Alto, donde su padre era estibador. La aventura resultó una pesadilla. Determinado a no regresar a la merced del capitán con alma de traficante de esclavos, se quedó en Alemania y casi perece de frío y hambre. Ute lo salvó. "La madre y la amante en una sola mujer", había dicho él. Le dio refugio. Le descifró el idioma. Le enseñó "la importancia de las calles iluminadas para las mujeres solas", el estudio de la arquitectura y del cuerpo. Lo que Lavinia no lograba entender era el tono agradecido con que Felipe se refería a que ella le enseñara a "regresar". Le parecía estar oyendo hablar a Ulises de su regreso a Itaca. No entendía cómo Ute, no siendo Penélope, parecía haberse empeñado tanto en que él volviera a su país. ¿Por qué, si lo amaba, lo convenció de regresar: Era uno más de sus misterios, pensaba Lavinia, acomodando libros en la nueva estantería recién comprada, igual que las llamadas y las ocupaciones nocturnas que él insistía eran "responsabilidades" de la universidad.

Ese fin de semana, Lavinia no fue a desayunar con Sara. Había cobrado su sueldo el día anterior y dedicó la mañana del sábado a comprar muebles y adornos para su casa.

Por la noche, saldría de farra con la "pandilla" y al día siguiente, domingo, Felipe había prometido llegar por la tarde a tomar café.

Se asomó por la ventana al jardín. Miró la primavera del naranjo. Las hojas brillantes bajo el sol. Las naranjas estaban casi maduras. Cada día parecían más grandes y amarillas. Simpatizaba con el árbol. Lo sentía acelerado como ella; un árbol alegre, fieramente aferrado a la vida, orgulloso de su propio poder de floración. Por esto cambió Bolonia, campanario y arcadas. Desde niña amó el verdor, la rebelde vegetación tropical, la terquedad de las plantas resistiendo los veranos ardientes, los altos soles calcinando la tierra. La nieve era otra cosa: blanca y fría, inhóspita, pensó retornando al estante. Nunca se acabó de reconciliar con los inviernos europeos. No bien empezaba la primavera, sentía que su personalidad volvía a ser la suya. En invierno, se internaba en su carne, se mantenía callada. Le afloraba su lado meditabundo y triste. En cambio, en Paguas, ninguna nieve le afligiría los huesos. El calor le invitaba a salirse de sí misma, a encontrar felicidad en los paisajes contenidos dentro de sus ojos como dentro de un fino jarrón de porcelana. Por eso el trópico, este país, estos árboles, eran suyos. Le pertenecían tanto como ella les pertenecía.

"Son lentos los sábados" -pensó sintiéndose sola.

Me esfuerzo. Trabajo en este laboratorio de savia y verdor. Es menester que me apresure. Una oculta sabiduría nutre mi propósito. Dice que ella y yo estamos a punto de encontrarnos.

Por la mañana, vinieron los colibríes y los pájaros. Retozaban entre mis ramas produciéndome cosquillas, alborotando el espesor de las nervaduras. Hacen el amor. Un amor vegetal. Quién pudiera saber si el espíritu de Yarince habita al más rápido de ellos, al que vuela buscando polen con el piquito alzado. De todos es sabido que los guerreros regresan como colibríes a volar en el aire tibio.

¡Ah! Yarince, cómo recuerdo tu cuerpo recio y asoleado, después de la caza, cuando venías con tu esplendor de puma cansado a buscar abrigo sobre mis piernas. Nos sentábamos a la orilla del fuego en silencio, observando las llamas hacerse y deshacerse; su centro azul, sus lenguas rojas mordiendo el humo, llenando el aire de latigazos cálidos. Tan largas aquellas noches silenciosas agazapados en las entrañas selváticas de las montañas, escondiéndonos para la emboscada. No se atrevían a seguirnos los españoles. Tenían miedo de nuestros árboles y animales. No sabían nada de la ponzoña de las serpientes; no conocían al jaguar, ni al danto; ni siquiera el vuelo de las pocoyas nocturnas que los asustaban porque les parecían "ánimas en pena". Y, sin embargo, descargaban el estruendo de sus bastones, alarmando a las loras, desatando las bandadas de pájaros, haciendo gritar a los monos que pasaban sobre nuestras cabezas en manadas, cargando los monos los monitos pequeños que, desde entonces, se quedaron con la cara asustada.

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