Lavinia se pasó el primer mes de trabajo "aterrizando" con la omnipresente cercanía de Felipe, quien asumió con gran gusto el rol de hacerla poner "los pies sobre la tierra".
Se había acostumbrado a la diaria rutina de ir a trabajar, de levantarse temprano, aunque todas las mañanas lamentara el abandono de las sábanas frescas y acogedoras. Jamás podría entender por qué los horarios no se modificaban y honraban las mañanas, el tiempo más acogedor del sueño. Para ella tenían, además, el atractivo de la trasgresión. Dormir mientras se despertaba la ciudad. Dormir mientras camiones repartidores, buses y taxis amanecían en las calles transportando sus cargamentos de personas y leche y pan con mantequilla. Dormir a pesar del sol que entraba sin remedio por los resquicios de las puertas.
Pero la modorra no le duraba mucho. Ahora que era parte del ajetreo, de la respiración-tecleo de máquina de escribir de las oficinas, comprendía por qué las personas encontraban grandes satisfacciones en la preocupación, en los apretados límites para firmas de contratos, la finalización de los proyectos.
Era una manera de sentirse importantes, pensaba, encontrar una razón para salir del mundo-hogar y entrar al mundo-libro de balances, donde existía el riesgo, el peligro de las pérdidas y ganancias. La vida se convertía así en un negocio interesante, una apuesta constante y uno podía pretender que el tiempo no se escurría entre los dedos, que se hacía algo con aquellas horas extendidas, aquellos días implacablemente repetidos uno tras otro.
Salió de la cama y reanudó los ritos: poner el agua para el café, asomarse por la ventana a revisar el renacimiento del árbol, ocupado ahora en convertir las flores en frutos -las futuras naranjas se asomaban ya entre las ramas cual menudos globos verdes-; entrar al baño y verse la cara en el espejo. Pensó en su cara de las mañanas; extrañamente lejana, fea. Menos mal que uno sabía que poco después volvería a ser la misma. Abrió la ducha, sintiendo el agua lavar el sueño, anunciar el día. Le gustaba frotar el jabón hasta hacerse bordados de espuma en el cuerpo desnudo, ver los vellos del pubis tornarse blancos, reconocerse aquel cuerpo asignado misteriosamente para toda la vida; su antena del universo.
"Hay que quererlo" le decía Jerome, mientras se lo quería en medio de los olivos retorcidos, a la orilla del mar, en aquellas escapadas de la residencia de jóvenes estudiantes de francés, que ahora recordaba. Bañarse le hacía recordar a Jerome, el descubrimiento de la textura de fruto verde del cuerpo masculino, la recia musculatura rozándose con la suavidad de sus muslos. Así fue cómo supo que tenía la piel dispuesta para las caricias, capaz de emitir sonidos que le hicieron pensar en parentescos con gatos, panteras, los jaguares de sus selvas tropicales.
Cerró los ojos bajo la ducha. Su mente proyectó nítida la imagen de Felipe, superpuesta sobre amoríos ocasionales. Algo más que el interés por la arquitectura los atraía. Jugaban al gato y al ratón, buscándose y pretendiendo evadirse, forjando antagonismos ilusorios que eran el pretexto para largas consultas del uno en las oficinas del otro. Desde el día que la mandó, inadvertida, a percatarse del desalojo que la construcción del Centro Comercial implicaría, discutía constantemente. Si bien a medida que pasaron las semanas, ella comprendió los límites de su romanticismo, no dejaba de insistir en que, a pesar de que quienes tenían el dinero no eran humanistas precisamente, ellos, después de todo, dominaban el poder del trazo y el diseño. Le costaba resignarse a aceptar las demandas simples y cuadradas o rimbombantes y de mal gusto de los clientes. Felipe le ayudaba a llegar a compromisos, mostrando gran paciencia para las largas discusiones. Sólo de vez en cuando le reclamaba casi a gritos su voluntarismo de "niña mimada", repitiéndole que ella estaba ganando un salario para complacer a los clientes y no para discutir con ellos, cuando se hacía evidente que toda discusión sería inútil.
Estaba segura que Felipe disfrutaba las discusiones, aun cuando fingiera desesperación al verla aparecer en la puerta de la oficina con cara de pelea.
En las reuniones, sus miradas se encontraban y desencontraban. Los dos, sin embargo, pretendían frialdad profesional, apertrechándose tras edificios, casas, materiales para techos y paredes, hablando en la periferia de las cosas, evitando los temas personales.
Más de una vez, estuvo tentada de invitarlo a su casa, pero no había logrado siquiera repetir la invitación a almorzar de los primeros días. Se sentía atrapada en una competencia de imanes y polvo de acero.
Felipe parecía ser uno de esos hombres que coquetean con la atracción, huyendo de la posibilidad de sumirse en el vértigo del abandono. Aunque era difícil pensar que nada sucedería. El juego tendría que definirse un día. Los dos tenían escrita en la mirada la noche de desnudez en que soltarían las amarras y naufragarían juntos. Pero quizás, pensó Lavinia, él tenía conceptos más tradicionales, se complacía en la postergación, el coqueteo, tirarse migas de pan como palomas de plaza y batir alas cuando la cercanía inevitable los aproximaba a las cinco de la tarde, la hora de separarse.
O quizás ella era víctima de románticas especulaciones, se dijo, mientras deslizaba las medias sobre sus piernas, y la realidad era que Felipe sostenía amores ilícitos con la mujer imaginaria que esperaba en vilo la partida del marido para hacer aquellas misteriosas llamadas telefónicas que lo sacaban catapultado de la oficina a media mañana o tarde. O sería un Don Juan solapado con varias mujeres, responsables de las "reuniones de estudio" por la noche, los estudiantes que lo "necesitaban", porque nadie normal tenía tantas cosas que hacer, nadie parecía tener tan ocupadas las horas fuera de la oficina como él.
El teléfono sacándola de inquietantes especulaciones. Era Antonio, invitándola a bailar por la noche. Aceptó sin pensarlo dos veces. Necesitaba distraerse.
Cuando llegó apresurada al vestíbulo del edificio, encontró a Felipe esperando en el ascensor. Penetraron uno al lado del otro, acomodándose silenciosos en medio de hombres y mujeres con caras de preocupación. Lavinia pensó en lo curioso del fenómeno de los ascensores. El silencio tenso que almacenaban. En un ascensor, las personas semejaban peces silentes, cobardes de la proximidad. Nadadores huidizos hacia puertas abiertas. Destinos distintos. Pisos. Cuando salían del pequeño recinto, respiraban extendiendo los pulmones, como quien sale a tomar una bocanada de aire después de estar sumergido. Ascensores. Peceras. Objetos de la misma familia.
Cuando desembocaron en el cuarto piso, lo comentó con Felipe. El rió ante su ocurrencia.
Lavinia bromeó sobre la manera insidiosa en que las sábanas se le habían "pegado" al cuerpo aquella mañana. Se sentía plenamente integrada al ambiente jovial y creativo de la oficina. Lejana le parecía la formalidad del primer día. El señor Solero, era ahora Julián. Los colegas masculinos la respetaban -era la única mujer con cargo sustantivo; todas las demás eran secretarias, asistentes, personal de limpieza-. No había sido fácil, pensó, mientras se separaba de Felipe en el pasillo y entraba en su acogedora oficina, ahora decorada con plantas y afiches en la pared. Al principio escuchaban recelosos su opinión. Cuando era su turno de presentar proyectos o diseños, la sometían a una intensa lluvia de preguntas y objeciones. No se dejaba intimidar. Reconocía la ventaja de su partida de nacimiento; algo le debía al haber nacido en un estrato social donde la educaron como dueña del mundo.
La actitud de Julián hacia ella contribuía a suavizar los intentos de los demás de imponer la supremacía masculina. Frecuentemente hacía referencias a su creatividad y cumplimiento profesional; la ponía de ejemplo en la preocupación para lograr mejores niveles de calidad, aun cuando eso significara alargar las reuniones con los clientes.
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