Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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– Usted sabe que en este terreno se está pensando construir un Centro Comercial -preguntó Lavinia al gordo.

– Sí -respondió él, deteniéndose. El neumático echaba burbujillas por todas partes. Él se puso alerta.

– ¿Y está conforme?

Otra vez el mismo gesto de los obreros. Lavinia se preguntó por qué estaría haciendo preguntas; qué deseaba saber.

– Dicen que nos van a trasladar a otro lado; que nos van a dar otras tierras. Yo tengo cinco años de estar aquí. Allá -y señaló hacia dentro de las calles de tierra de la barriada- queda mi casa. Discutimos con la empresa lotificadora, pero ellos sostienen que estas tierras no nos pertenecen. ¡Como si no supiéramos que no somos dueños de nada! Nos metimos aquí cuando nos sacó el agua del lago de más para allá -dijo, señalando un lugar indeterminado en dirección al lago-. En cinco años, nadie nos molestó. Invertimos aquí. Hasta una escuela levantamos entre todos. ¡Pero a ellos, no les importa! Nadie nos oye. Si no nos vamos nos echan la guardia. ¡Eso es lo que dijeron! ¿Y usted quién es? -requirió el hombre, mirándola de pronto desconfiado, como arrepintiéndose de hablar más de la cuenta-. ¿Es periodista?

– No, no -aclaró Lavinia, incómoda-. Yo soy arquitecta. Me pidieron revisar los planos. Yo no sabía de esta situación.

– En este país nadie sabe lo que no le conviene -dijo el gordo, percatándose de los planos debajo del brazo, volviendo al neumático en el agua.

Lavinia se alejó. Caminó un rato más por la vereda frente al asentamiento, viendo las calles de tierra perderse hacia dentro franqueadas por casas de tablas, biombos forrados con periódicos, techos de palma, tejas, zinc, madera. Variaciones de más y menos pobreza. Chavales panzones, sucios y desnudos, parados en el umbral de las puertas al lado de perros enclenques. Siembras de plátanos, gallinas paseándose. A lo lejos, el galerón de la escuela. Los niños sentados en el suelo. La maestra de vestido raído y sandalias plásticas, de pie frente al pizarrón. Sintió lástima y malestar. No era la manera más agradable de conocer la "práctica", pensó, sentirse parte del aparato demoledor que obligaría a una nueva migración de aquellos eternos gitanos. ¿Por qué no se lo advertiría Felipe?, se preguntó, dirigiéndose a la avenida en medio del calor sofocante, el viento levantando polvo.

En taxi Mercedes Benz, regresó a la oficina.

Detrás de las grandes puertas de madera, la recibió el soplo del aire acondicionado. Silvia, la recepcionista, la notó sudada. Le dijo que era peligroso un cambio de clima tan violento. Se iba a resfriar.

Ella se metió al baño y se secó con la toalla la piel. El polvo en sus brazos se hacía lodo al contacto con el agua. Se veía pálida en el espejo. Sacó el colorete para recomponerse el maquillaje antes de hablar con Felipe.

Golpeó la puerta.

– Adelante -dijo la voz de Felipe-. Lavinia pasó. Estaba consciente de la blusa aún mojada, pegándosele a la piel; los pezones alzados en el frío del aire acondicionado.

– ¿Te echaron un balde de agua? -preguntó él, jocoso, sonriendo a todo lo ancho de su boca gruesa de dientes ligeramente irregulares.

– Un balde de agua fría -dijo Lavinia- ¿Por qué no me dijiste lo del terreno del Centro Comercial?

– Yo creía que a las muchachas como vos esas cosas no les importaban -respondió Felipe, de nuevo con su mirada burlona.

– Pues ya ves, te equivocaste. Estás muy prejuiciado por mi partida de nacimiento. Claro que me preocupa esa pobre gente. No me gusta la idea de empezar la "práctica" diseñando construcciones que van a desalojar a casi cinco mil almas, como dicen los curas… -se sacudió la blusa, soplándose dentro, ventilándose los pechos. Estaba acalorada.

Sentía que se le encendían las mejillas y la piel se le enrojecía por el contraste entre la temperatura de su cuerpo y el ambiente frío artificial. Se recostó en la silla. No le gustaba la actitud de Felipe.

– Creo que es bueno que pierdas algunas de tus ideas románticas sobre la arquitectura -dijo él.

– Me podrías haber dado más tiempo…

– Puede ser. Yo pienso que más tarde es más difícil. El golpe es más duro… Déjame que te pida un café. Estás muy sudada y el frío te puede hacer daño.

Lavinia lo miró. Su expresión se había dulcificado ligeramente. Salió de la oficina y regresó con la taza humeante. Sabía bien el café. Se lo agradeció, pensando para sus adentros en la mezcla de ferocidad y suavidad que Felipe desplegaba, pasando de una a la otra en forma abrupta.

– Lo que más me impresionó fue la gente tan resignada -dijo Lavinia, recordando los gestos de impotencia, sorbiendo el café lentamente.

– No tienen otra alternativa -dijo Felipe-. O se van, o les echan la guardia.

– Así me dijo uno de ellos.

Se quedaron conversando hasta la hora del almuerzo. Felipe la invitó a almorzar en una cafetería cercana.

– Otro día vamos a ir juntos- dijo ella. Ahora debía ir a cambiarse. No quería pescar un resfrío con la camisa mojada y el frío de invierno de la oficina.

Era extraño Felipe, pensó, mientras se dirigía a su casa. Le había largado una extensa charla sobre las "realidades del oficio". Según decía, trató de disuadir a los dueños del reparto de cambiar la ubicación del Centro Comercial, sin resultado. Las tierras, compradas a la alcaldía a precio de ganga, eran tierras "nacionales". El alcalde ganaba en la transacción. Y los planos ya estaban terminados. "Sólo quería tu opinión", le dijo. No sería ella quien tendría que diseñar las paredes que aplastarían al gordo y su taller de vulcanización. Sólo quería "aterrizarla". Era mejor caminar con los pies sobre la tierra, le dijo.

Capítulo 3

LENTAMENTE VOY COMPRENDIENDO este tiempo. Me preparo.

He observado a la mujer. Las mujeres parecen ya no ser subordinadas, sino personas principales. Hasta tienen servidumbre por sí mismas. Y trabajan fuera del hogar. Ella, por ejemplo, sale a trabajar por las mañanas.

No sé cuánta ventaja puede haber en esto. Nuestras madres, al menos, sólo tenían como trabajo el oficio de la casa y con eso era suficiente. Diría que quizás era mejor, puesto que tenían hijos en los que prolongarse y un esposo que les hacía olvidar la estrechez del mundo abrazándolas por la noche. En cambio ella no tiene estas alegrías.

En este tiempo parece no haber ningún culto para los dioses. Ella nunca enciende ramos de ocote, ni se inclina para ceremonias. No aparenta tener nunca dudas de que Tonatiú alumbrará sus mañanas. Nosotros siempre vivíamos con el temor de que el sol se pusiera para siempre, pues ¿qué garantías tenemos de que alumbrará mañana? Quizás los españoles encontraron alguna manera de asegurarlo. Ellos decían venir de tierras donde nunca se ponía el sol. Pero nada era cierto entonces, y su lengua pastosa y extraña decía mentiras. Poco tiempo nos tomó conocer sus raras obsesiones. Eran capaces de matar por piedras y por el oro de nuestros altares y vestiduras. Sin embargo, pensaban que nosotros éramos impíos porque sacrificábamos guerreros a los dioses. ¡Cómo aprendimos a odiar esa lengua que nos despojó, nos fue abriendo agujeros en todo lo que hasta que llegaron habíamos sido!

Y este tiempo tienen una lengua parecida a la suya, sólo que más dulce, con algunas entonaciones como las nuestras. No quiero aventurarme a pensar en vencedores o vencidos.

Mi savia continúa su trabajo frenético de convertir en frutas los azahares. Ya siento los embriones recubrirse de la carne amarilla de las naranjas. Sé que debo darme prisa. Ella y yo nos encontraremos pronto. Llegará el tiempo de los frutos, de la maduración. Me pregunto si sentiré dolor cuando los corte.

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