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Gioconda Belli: La Mujer Habitada

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Gioconda Belli La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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Esa noche, las familias esperaron ansiosas escuchando los disparos de los francotiradores en la noche. La madrugada amaneció en medio de un pesado silencio. Las radios anunciaron que el candidato verde y sus colaboradores se habían refugiado en un hotel y solicitado la protección del embajador norteamericano. Se hablaba de trescientos, seiscientos, incontables muertos. Nunca se sabría exactamente cuántas personas murieron ese día llevándose a la tumba la última esperanza de muchos por liberarse de la dictadura.

La represión arreció.

Desde entonces, habían empezado las papeletas: "Sólo queda la alternativa de la lucha armada". Papeletas apareciendo furtivas por debajo de las puertas. Grupos tomándose cuarteles alejados de las ciudades, en los poblados del norte; diciendo encendidos discursos en la universidad; el poder cada vez más compacto y las muertes de "subversivos" a la orden del día.

"Locuras -comentaba su padre- sólo nos queda la resignación" -mientras su madre asentía con la cabeza.

Incluso su tía Inés se desanimó. Lavinia sólo recordaba con escalofríos lo cerca que había estado de una muerte tan inútil. Las noticias concluyeron con un anuncio de medias nylon. "Provocativa libertad que cuesta solamente nueve pesos", proponía el locutor. Sonrió pensando cómo la modernidad en Paguas había ahora llegado a las piernas femeninas, proponiendo panty-house a precios "populares", liberación a través de las medias. Apagó el televisor y se metió a la cama con un libro hasta que la venció el sueño y otra vez apareció el abuelo invitándola a ponerse las alas.

Es de noche. La humedad de la tierra me penetra por estas largas venas de madera. Estoy despierta. ¿Será que nunca más volveré a dormir, nunca más abandonarme a los sueños, nunca más conocer los augurios descifrados de la ensoñación? Seguramente habrá muchas cosas que nunca más volveré a sentir. Mientras miraba a la mujer tan pensativa en el jardín, hubiera querido saber qué meditaba y hubo momentos que me pareció sentirla cerca, como si sus pensamientos se mezclaran con los murmullos del viento.

¡Ah! Pero bien pronto me distraje con la luna. Salió lejos. Se veía grande y amarilla, una fruta madura elevándose en el firmamento, aclarándose, brillando blanca en la medida que se remontaba hacia el punto más alto del cielo. Y las estrellas, otra vez, y su misterio. La noche siempre fue para mí el tiempo de la magia. Volver a verlo después de tantos katunes (cuántos, me pregunto) fue suficiente para despojarme de la tristeza que empezaba a sentir por todos los "nunca más" que me esperan. Debería agradecer a los dioses el haber emergido de nuevo y respirar en tantas ramas, en este ancho vestido verde que me dieron para volver.

Me puse a mecerme en el aire, a columpiarme sintiéndome liviana. Ya más de alguna vez había pensado que los árboles se veían tan erectos y gráciles, a pesar de los grandes troncos, como si éstos no les pesaran. Y es que las raíces dan una sensación muy distinta a la de los pies, son diminutas piernas extendidas en la tierra: una parte de mi cuerpo está sumida en la tierra dándome una firme sensación de equilibrio que nunca sentí cuando andaba apoyada en la superficie, cuando sólo tenía pies. Es de noche entonces y las luciérnagas revolotean alrededor de pájaros dormidos. La vida bulle en mí como un estar preñada; un telar de mariposas, el lento gestar de frutas en las corolas de los azahares. Divertido pensar que seré madre de naranjos. Yo que tuve que negarme los hijos.

Al día siguiente, Lavinia salió más temprano y se dirigió al sitio de la construcción indicado en los planos del Centro Comercial. Era un día cálido. El viento de enero soplaba levantando polvo. El taxi bajó por avenidas en dirección de las cercanías del lago. Al acercarse al lugar, vio desde la ventana la parte del proyecto ya en proceso. Las bases de incontables casas de modelo único. Se bajó del taxi y empezó a caminar en medio de las calles recién trazadas, sacudiendo la cal que, mezclada con el polvo insistía en blanquearle los pantalones. Aquí y allá encontró grupos de obreros afanados colocando bloques para marcar las bases donde se levantarían las paredes. La miraban al pasar, haciendo alarde en abandonar el cemento y silbar o dejarle ir un "adiós mamacita". Debería ser ilegal, pensó Lavinia, ese asedio al que se veían expuestas los mujeres en la calle. Lo mejor era hacerse la desentendida, aunque en algún momento se detendría y les preguntaría sobre el trabajo. Se detuvo para consultar los planos. No lograba ubicar el sitio donde se levantaría el Centro Comercial. Sólo al revisarlos, se percató de que las indicaciones apuntaban claramente el otro lado de la calle. Levantó la vista y miró de nuevo la sucesión de viviendas de cartón y tablas. Barrios como aquel ocupaban la periferia de la ciudad y, en ocasiones, lograban infiltrarse a zonas más céntricas.

Al menos cinco mil personas debían vivir allí, se dijo. La barriada lucía tranquila. Tranquilidad de la pobreza. Niños desnudos. Niños de pantaloncitos cortos llenando baldes de agua en un grifo común. Mujeres descalzas tendiendo ropas de telas delgadas y curtidas en los alambres. Allá una mujer molía maíz. En la esquina, un hombre gordo atendía un taller de vulcanización.

Según los planos, la esquina del Centro Comercial, hipotéticamente, aplastaría el taller de vulcanización. Lo sustituiría por una sorbetería. Las paredes de la nueva construcción atravesarían los pequeños jardines con matas de plátanos y almendros.

¿Y la gente? ¿Qué pasaría con la gente?, se preguntó. Más de alguna vez había leído de desalojos en el periódico. Jamás pensó que le tocaría participar en uno.

Miró a su alrededor. El viento de enero movía la maleza creciendo en las aceras a medio construir. Un grupo de obreros chorreaba cemento en las bases de una de las nuevas viviendas. Se acercó.

– ¿Ustedes saben que allí al frente se construirá un Centro Comercial? -preguntó.

Los obreros la miraron de arriba abajo. Uno de ellos se secó el sudor con un pañuelo sucio, celeste, que llevaba anudado al cuello. Movió la cabeza afirmativamente.

– Pero, ¿y esa gente? -preguntó Lavinia.

El grupo la miró sin expresión. Muchacha blanca y bien vestida haciendo esas preguntas. Ellos eran obreros fornidos. Los pechos desnudos y morenos brillaban por el sudor. Iban descalzos. Los pies blanquecinos de cal, igual que las manos.

El que antes señalara, hizo un gesto despectivo con la cara. Levantó los hombros en una expresión elocuente de "quién sabe", "a quién le importa". -Los van a trasladar a otro lado -afirmó, rompiendo el mutismo, un obrero de pañuelo rojo amarrado a la frente-. Se los van a llevar allí porque son precaristas.

– ¿Y desde cuándo viven allí? -preguntó ella.

– ¡Uhhhh! -Exclama el del pañuelo rojo-, desde hace años. Desde que se inundó el lago.

– ¿Y ellos qué dicen?

Otra vez el gesto. Ahora de parte de todo el grupo; una reacción simultánea y unísona.

– Pregúnteselo a ellos -dijo el del pañuelo rojo-. Nosotros no sabemos nada.

– Gracias -respondió, alejándose, sabiendo que no le dirían nada más. Al atravesar la calle, sintió los ojos del hombre del pañuelo rojo sobre la espalda.

Sudaba. El sudor corría por sus piernas ajustándole los pantalones a la piel, la camiseta roja a la espalda. El maquillaje manchaba el kleenex con que se secaba la cara. Lavinia fue hacia la caseta de madera que servía de taller de vulcanización. El hombre gordo metía un neumático en el agua, en un barril; observaba el agua esperando las burbujas que indicarían dónde estaba la rotura. Métodos primitivos, pobres, certeros, de diagnóstico. Ella saludó. Más adentro un hombre delgado, que sacaba a porrazos un neumático de la cobertura de caucho de la llanta, la miró.

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