Ya sola en su cubículo, se sentó en la mesa de dibujo. Dio varias vueltas sobre la banqueta giratoria, divirtiéndose de sentirse "arquitecta" por primera vez. Afuera hacía calor. Se podía ver el vaho reverberando en el asfalto. El vapor subiría al cielo para formar torres de nubes inmensas al atardecer. Cúmulos nimbus magentas y naranjas que se pasearían por el cielo antes de que la luz desapareciera esfumando su primer día de trabajo.
Extendió los planos, esforzándose en reconocer la afinidad de las nomenclaturas. Esto era la "práctica". En la "práctica", los términos teóricos se transformaban. Poco a poco pudo visualizar el Centro Comercial, las casas pequeñas y en serie del nuevo reparto. El diseño era aburrido y standard. Lo mismo podía estar en un suburbio norteamericano que en Paguas. La topografía parecía prometedora. Era una lástima aquellas líneas cuadradas, sin imaginación. Empezó a dibujar círculos, a dejarse llevar por sus impulsos. "Quisiera tu opinión", había dicho Felipe.
Echó de menos una tacita de café. Se levantó y salió del cubículo. Mercedes, la secretaria de los arquitectos, una mujer joven, morena y opulenta, se mostró solícita. "Yo se lo traigo", dijo. Y salió contoneándose, bajo la atenta mirada de los dibujantes. Lavinia se quedó un rato en la puerta, sonriendo a los ojos que lograba encontrar alzados sobre los planos. Mercedes regresó con una taza humeante.
– Aquí tiene, señorita Alarcón -dijo.
– Decime Lavinia -dijo ella-. Eso de "señorita Alarcón" es muy formal. ¿No sabes si Felipe regresará pronto? -preguntó. Mercedes sonrió maliciosa.
– Nunca se sabe a qué hora regresará, cuando sale así a media mañana -dijo.
Volvió temprano en la tarde y Lavinia le lanzó su andanada de ideas.
– Deberías ir a ver el lugar -dijo Felipe.
REGRESÓ AL ATARDECER. Abrió puertas y ventanas. Parecía feliz. Tan feliz como yo que me he pasado el día reconociendo el mundo, respirando a través de todas las hojas de este cuerpo nuevo. ¡Quién me hubiera dicho que esto sucedería! Cuando los ancianos hablaban de paraísos tropicales para los que morían en el agua, bajo el signo de Quiote-Tláloc, imaginaba regiones transparentes, hechas de la sustancia de los sueños. La realidad es, a menudo, más fantástica que la imaginación. No vago por jardines. Soy parte del jardín. Y este árbol vive de nuevo con mi vida. Estaba todo maltrecho pero yo he puesto savia en todas sus ramas y cuando venga el tiempo, dará frutos y entonces el ciclo empezará de nuevo.
Me pregunto cuánto ha cambiado el mundo. Mucho ha cambiado, sin duda. Esta mujer está sola. Vive sola. No tiene familia, ni señor. Actúa como un alto dignatario que sólo se sirve a sí mismo. Vino a echarse en la hamaca, cerca de mis ramas. Estira su cuerpo y piensa. Goza de tiempo para pensar. Para estar así, sin hacer nada, pensando.
Me rodean altos muros y escucho sonidos extraños; estruendos de cientos de carretas, como si hubiese una calzada cercana.
Extraña esta paz ruidosa. Me pregunto qué pasaría con los míos.
¿Dónde estará Yarince? ¿Estará tal vez albergado en otro árbol o recorriendo el cielo como lucero, o convertido en colibrí? Todavía me parece oír su grito, aquel grito largo y desesperado horadando el aire como una saeta envenenada.
Me pregunto qué quedaría de nosotros, de mi madre a quien nunca más volví a ver después que me fui con Yarince. Nunca entendí que no podía simplemente quedarme en la casa. Jamás le perdonó a Citlalcoatl que me enseñara a usar el arco y la flecha.
Cuando Lavinia abrió la puerta de la casa, sintió de nuevo la fragancia, el olor de los azahares, el olor a limpio. La casa relucía. Lucrecia había llegado. Encontró la nota con su letra tosca, diciéndole que llegaría temprano el miércoles para verla antes de que se fuera al trabajo y hacerle el desayuno. Sonrió pensando en los mimos de Lucrecia. La forma como su presencia, tres veces a la semana, le arreglaba la vida. Entró en la cocina y se sirvió un trago de ron. Después se dirigió a la hamaca en el corredor. Se dejó caer sobre la manila suave acomodándose a su cuerpo. El corredor se diluía en la penumbra del atardecer. Las sombras descendían silenciosas sobre los objetos quietos. Las flores blancas del naranjo diríanse fosforescentes en la penumbra. Se mecía suavemente con el pie. Era bueno estar allí, en paz. Sola consigo misma. Aunque ahora le hubiera gustado comentar el día con la tía Inés, pensó. Ver la ilusión en sus ojos claros y dulces. Ver el amor que se le derramaba en la mirada cuando ella le contaba éxitos infantiles. O debía tal vez haber visitado a Sara. Pero Sara no entendería que ella se sintiera tan contenta, pensó. Ella no entendía el placer de ser uno mismo, tomar decisiones, tener la vida bajo control. Sara había pasado del padre-padre al padre-marido. Adrián se jactaba delante de ella de llevar los pantalones en la casa. Y Sara podía escucharlo sonriendo. Para ella eso también era "natural". Las fiestas donde los exhibían eran "naturales"; necesidades del apareamiento. Igual que las danzas del cortejo del reino animal. Sara se había casado con tarjetas de cartulina. Letras y redacción recomendadas por Emily Post. Lavinia la recordaba saliendo como una nube vaporosa de tul de la iglesia, con un ramo de orquídeas blancas en la mano. Los guantes largos. Se reproduciría por los siglos de los siglos en nietos bulliciosos y gordos. Esa sería su vida. Su realización. Eso también habrían deseado sus padres para ella. Pero las fiestas del club la aburrían. Prefería otras diversiones.
Quizás algún día le gustaría casarse. Pero no ahora. Casarse era limitarse, someterse. Tenía que aparecer en el camino un hombre muy especial. Y tal vez ni aun así. Se podía vivir juntos. No necesitaban papeles para legalizar el amor.
El aire refrescaba. La luna asomaba su luz amarillenta. El sonido del silencio a ratos le parecía casi amenazante. Quizás debió haber ido a ver a Sara, después de todo, pensó, escuchando el silencio oculto en las ramas del naranjo. Sara la quería y ella quería a Sara. Eran amigas desde muy niñas. Intimas amigas. Se aceptaban a pesar de ser diferentes. Se arrepintió momentáneamente de haber escogido la soledad. Pero se había propuesto aprender a estar sola. Era su manera de rendir homenaje a la tía Inés. "Hay que aprender a ser buena compañía para uno mismo", solía decirle.
Se levantó y encendió la televisión. En la pantalla pequeña, en blanco y negro, pasaban el juicio. El alcaide aparecía condenado. Los guardias del tribunal miraban al médico que lo implicó tan contundentemente. Victoria pírrica de la justicia. Pocos meses después, el alcaide saldría de la prisión por buen comportamiento y asesinaría al médico en un camino desierto.
Hubo una época en que Lavinia pensó que las cosas podían ser diferentes. Una época de efervescencia cuando ella tenía dieciocho años y estaba pasando vacaciones con sus padres. Se encontró las calles cubiertas de afiches del partido de la oposición. La gente cantaba la canción del candidato verde con verdadero entusiasmo. Surcaban ilusiones de que la campaña electoral podría resultar en una victoria opositora. Todos los sueños quedaron dispersos el último domingo de la contienda. Una gran manifestación recorrió las calles demandando la renuncia de la familia gobernante, el retiro del candidato hijo del dictador. Los líderes opositores arengaban a aquella marea humana. Nadie debía moverse. Nadie retirarse a sus casas. Resistencia pacífica contra la tiranía. Hasta que los soldados empezaron a bajar por la avenida con sus cascos de combate hacia el grupo multicolor que se agitaba enervado por los discursos. No hubo quién pudiera contar después cuándo dieron comienzo los disparos, ni cómo aparecieron los cientos de zapatos que Lavinia vio dispersos por el suelo mientras corría en una estampida de caballos desbocados hacia donde su tía Inés agitaba las manos y la llamaba.
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