Gioconda Belli - La Mujer Habitada

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La mujer habitada sumerge al lector en un mundo mágico y ferozmente vital, en el que la mujer, víctima tradicional de la dominación masculina, se rebela contra la secular inercia y participa de forma activa en acontecimentos que transforman la realidad. Partiendo de la dramática historia de Itzá, que por amor a Yarince muere luchado contra los invasores españoles, el relato nos conduce hasta Lavinia, joven arquitecta, moderna e independiente, que al terminar sus estudios en Europa ve su país con ojos diferentes. Mientras trabaja en un estudio de arquitectos, Lavinia conoce a Felipe, y la intensa pasión que surge entre ambos es el estímulo que la lleva a comprometerse en la lucha de liberación contra la dictadura de Somoza. Rebosante de un fuerte lirismo, La mujer habitada mantiene en vilo al lector hasta el desenlace final.

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La tía Inés no hubiera querido verla partir nunca, pero abrumada por los derechos paternos del hermano, se conformó con aleccionarla para que no se dejara convencer de estudiar para secretaria bilingüe u optometrista. Ella quería ser arquitecta y tenía derecho, le dijo. Tenía derecho a construir en grande las casas que inventaba en el jardín, las maquetas minuciosamente construidas con palos de fósforos y viejas cajas de zapatos, las mágicas ciudades. Tenía derecho a soñar con ser algo; a ser independiente. Y le allanó el camino antes de morir. Le heredó la casa del naranjo y todo cuanto contenía "para cuando quisiera estar sola".

Lavinia terminó de vestirse, aspirando a pleno pulmón el olor fragante en pleno enero, sin percatarse del calendario alterado de la naturaleza, sin sospechar el destino marcándola con su dedo largo e invisible.

Cerró la puerta de la habitación y recorrió la casa revisando trabas y candados. Era una construcción hermosa. Una versión reducida de las enormes mansiones coloniales volcadas hacia el patio interior.

Cuando ella llegó padecía la decrepitud y el abandono. Le crujían las puertas, le goteaba el techo; sufría el reumatismo de la humedad y el encierro. Con el producto de la venta de muebles antiguos y sus conocimientos de arquitectura, la arregló; la convirtió en selva llenándola de plantas, cojines y cajones de colores, libros, discos. Le alborotó el orden que suelen habitar las personas maduras y solitarias. El desorden era evidente hoy, pasado el fin de semana sin Lucrecia, la doméstica, la única que ordenaba porque ella estaba acostumbrada a la vida acomodada y fácil. Sólo cuando llegaba Lucrecia, tres días a la semana, la casa se desalojaba de polvo y se comía comida caliente. El resto del tiempo, Lavinia se contentaba con emparedados, queso, jamón, salami, cacahuetes, porque no sabía cocinar.

El viento de enero que esparcía por las cunetas las flores rosadas de los árboles de roble, la despeinó cuando salió a la calle y caminó por las anchas aceras de su barrio. Casi nunca veía a sus vecinos. Eran personas mayores, coetáneos de la tía. Esperaban la muerte guardando silencio, cobijando recuerdos detrás de los muros de sus mansiones, apagándose en la penumbra de los aposentos. Le entristecía verlos a veces, por las tardes, meciéndose solitarios en blancas butacas detrás de las puertas abiertas de viejas salas. La vejez se le hacía un estado terrible y solitario. Se volvió con cierta melancolía a mirar su casa, pensando en su tía Inés. Quizás había sido mejor que muriera sin llegar a la decrepitud, aun cuando ahora le habría gustado ver su figura larga y espigada despidiéndola desde la puerta como cuando ella salía, lavadita y planchada, para ir al colegio en la mañana. Esta vez, estaba segura, la tía la habría despedido de mujer a mujer, viviendo en ella los sueños que su época no le permitió realizar. Viuda desde joven, nunca pudo sobreponerse al espanto de la soledad. De poco le sirvió dedicarse a ser madrina de poetas y artistas, inquieta mecenas de su tiempo de miriñaques y recato. La última imagen que conservaba de ella, era la despedida en el aeropuerto de Fiumicino. Habían pasado juntas dos meses de vacaciones. Le confesó que la echaba tanto de menos que se estaba muriendo de tristeza. Lavinia no le creyó, no sospechó la enfermedad mortal que la consumía por aquella su sonrisa contradictoria y su insistencia de que mejor aprovechara el tiempo al máximo -nunca se sabía lo que la vida podía depararle a uno- y se quedara unos meses aprendiendo francés. Estaba delgada y lloró en el aeropuerto. Lloraron las dos abrazadas ante las conmovidas miradas de italianos simpatizantes de la expresividad. Lavinia le prometió largas cartas. Pronto volvería y estarían juntas y felices. Nunca la volvió a ver. Cuando murió no quiso asistir a las ceremonias terribles del duelo. Recordaría viva a la tía Inés. Sabía que ella habría estado de acuerdo.

Las calles, a esa hora, estaban vacías. Apresuró el paso para llegar a la avenida, el límite de su barrio de viejos. En la esquina, detuvo un taxi. El flamante Mercedes Benz, lustrado y vuelto a lustrar, se paró a su lado. Nunca le dejaba de admirar la paradoja de los taxis Mercedes Benz. En Paguas, el Gran General regalaba licencias de libre importación de carros Mercedes Benz a los militares. Los militares vendían los carros Mercedes Benz usados a cooperativas de taxis de las que eran socios, y se compraban modelos nuevos.

Los taxis en Paguas, pobre, polvosa y caliente, eran Mercedes Benz.

No bien se acomodó en los sillones olorosos a cuero, se percató de la transmisión de radio. Transmitían el juicio al alcaide de la prisión La Concordia. El juicio había sido la plática obligada de los últimos días y ella estaba cansada del tema, no quería oír más aquellas atrocidades, pero estaba cautiva en el taxi. El taxista, fumando, no perdía palabra mirando intensamente el tráfico.

Se concentró en la ventana. Desde esa zona alta, se veía la ciudad, la silueta lejana de volcanes pastando a la orilla del lago. El paisaje era hermoso. Tan hermoso como imperdonable el hecho de que le hubieran asignado al lago función de cloaca. Se imaginó cómo sería esta mañana si la ciudad no le diera la espalda al paisaje lacustre, si existiera un malecón en la ribera donde pasearían por las tardes los enamorados y la niñera con azules carritos de bebé. Pero a los grandes generales nunca les había importado la estética. La ciudad era una serie de contrastes: mansiones amuralladas y casas maltrechas.

No podía escapar de la voz del militar médico, el forense, testigo clave del proceso. Su voz sin quiebres describía las cicatrices de torturas encontradas en el cadáver del prisionero. Decía que al hermano del muerto -también acusado de conspirar- el alcaide lo había lanzado al volcán Tago. Un volcán en actividad, con lava rugiente en el cráter. En los atardeceres se veía roja desde el borde. Los españoles conquistadores habían creído que se trataba de oro fundido.

El hombre describía las quebraduras y laceraciones del hermano también asesinado, como si se tratara del dictamen de algún ingeniero dando parte de los efectos de un sismo. El relato abundaba en palabras técnicas.

Recordó cómo se quebraban las columnas después de las explosiones subterráneas, en los documentales que les mostraba el profesor en la Universidad de Bolonia, en Italia. Pero se trataba de seres humanos. Estructuras destruidas de seres humanos.

"Me debí haber quedado en Bolonia", pensó, recordando su apartamento al lado del campanario. Era su reacción cada vez que se topaba con el lado oscuro de Paguas. Pero en Europa se habría tenido que contentar con interiores, remodelaciones de viejos edificios que no alteran las fachadas, la historia de mejores pasados. En Paguas, en cambio eran otros los restos. Se trataba de dominar la naturaleza volcánica, sísmica, opulenta; la lujuria de los árboles atravesando indómitos el asfalto.

Paguas le alborotaba los poros, las ganas de vivir. Paguas era la sensualidad. Cuerpo abierto, ancho, sinuoso, pechos desordenados de mujer hechos de tierra, desparramados sobre el paisaje. Amenazadores. Hermosos.

No quería seguir escuchando sobre muertes. Apoyó la cara en la ventana, observando fijamente las calles. Lo que se necesitaba en Paguas era vida, se dijo, por eso ella soñaba con construir edificios, dejar huella, darle color, armonía al concreto; sustituir las imitaciones de truncados rascacielos neoyorquinos en la avenida Truman -por la que avanzaba lento el taxi en el tráfico- por diseños acordes con el paisaje. Aunque era casi un sueño imposible, pensó, mirando el letrero de la recién inaugurada tienda por departamentos. Desde la calle se podía ver la escalera eléctrica, la gran novedad, la única en todo el país. La tienda había tenido que apostar bedeles en la puerta para evitar la entrada de los desarropados niñitos vende periódicos que, en los primeros días, fueron la ruina del placer de las elegantes señoras electrónicamente elevadas hacia el consumo.

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