Muriel Barbery - La elegancia del erizo

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En el número 7 de la Rue Grenelle, un inmueble burgués de París, nada es lo que parece. Paloma, una solitaria niña de doce años, y Renée, la inteligente portera, esconden un secreto. La llegada de un hombre misterioso propiciará el encuentro de estas dos almas gemelas. Juntas, descubrirán la belleza de las pequeñas cosas, invocarán la magia de los placeres efímeros e inventarán un mundo mejor. La elegancia del erizo es una novela optimista, un pequeño tesoro que nos revela como sobrevivir gracias a la amistad, el amor y el arte. Mientras pasamos las páginas con una sonrisa, las voces de Renée y Paloma tejen, con un lenguaje melodioso, un cautivador himno a la vida.

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Cierro la puerta tras ella.

– ¿Quieres una taza de té? -inquiero.

– Encantada, muchas gracias -me contesta Paloma. Una verdadera princesa entre los altos cargos del partido.

Le sirvo media taza de té de jazmín mientras Manuela la abastece con las magdalenas que han escapado a nuestro voraz apetito.

– Según tú, ¿qué han inventado los ingleses? -le pregunta Kakuro, que sigue dándole vueltas a su concurso cultural.

Paloma reflexiona intensamente.

– El sombrero como emblema de la rigidez psicológica.

– Magnífico -aprueba Kakuro.

Observo que probablemente he subestimado con creces a Paloma y que habrá que profundizar un poco en ese tema, pero, porque el destino siempre llama tres veces y puesto que todos los conspiradores están abocados a ser desenmascarados un buen día, vuelve a oírse un tamborileo sobre la puerta cristalera de la portería, lo que aplaza mi reflexión.

Paul N'Guyen es la primera persona que no parece sorprendida de nada.

– Buenas tardes, señora Michel -me dice, y luego añade-: Buenas tardes a todos.

– Ah, Paul -dice Kakuro-, hemos desacreditado definitivamente a Inglaterra. Paul esboza una sonrisa cordial.

– Muy bien -dice-. Acaba de llamar su hija. Volverá a llamar dentro de cinco minutos. Y le tiende un móvil.

– De acuerdo. Bien, señoras, tengo que despedirme. Se inclina ante nosotras.

– Adiós -proferimos al unísono las tres, como un coro virginal.

– Bueno -dice Manuela-, al menos una cosa bien hecha.

– ¿Cuál? -pregunto.

– Nos hemos comido todas las magdalenas. Nos reímos.

Me mira con aire pensativo y me sonríe.

– Es increíble, ¿eh? -me dice. Sí, es increíble.

Renée, que tiene ahora dos amigos, ha dejado de ser tan arisca. Pero Renée, que tiene ahora dos amigos, siente nacer en ella un terror informe. Cuando se va Manuela, Paloma se acurruca a sus anchas en el sillón del gato, delante de la tele, y, mirándome con sus grandes ojos serios, me pregunta:

– ¿Cree usted que la vida tiene sentido?

7

Azul noche

En el tinte, tuve que afrontar la ira de la dueña del lugar.

– Unas manchas así en un vestido de esta calidad -masculló, tendiéndome un ticket azul celeste.

Esta mañana le entrego mi rectángulo de papel a una persona distinta. Más joven y menos despierta. Rebusca interminablemente en unas hileras compactas de perchas y luego me tiende un bonito vestido de lino color ciruela, amordazado con un plástico transparente.

– Gracias -le digo, aceptando dicho vestido tras una ínfima vacilación.

Tengo pues que añadir al capítulo de mis infamias el rapto de un vestido que no me pertenece a cambio del de una muerta a la que se lo robé. El mal se esconde, por lo demás, en lo ínfimo de mi vacilación. Si ésta hubiera nacido de un remordimiento ligado al concepto de propiedad, aún podría implorar el perdón de san Pedro, pero mucho me temo que sólo responde al tiempo necesario para calibrar hasta qué punto es practicable la fechoría.

A la una se pasa Manuela por la portería para dejarme su glotof.

– Quería haber venido antes -explica-, pero la señora de Broglie me vigilaba con el rabillo.

Para Manuela el rabillo del ojo es una precisión incomprensible.

En lo que a los glotof [dulces] se refiere, encuentro, envueltos en una orgía de papel de seda azul noche, un magnífico cake alsaciano renovado por la inspiración, unas tartaletas al whisky tan finas que da miedo romperlas y unas tejas de almendras con los bordes bien caramelizados. Se me cae la baba al instante.

– Gracias, Manuela -le digo-, pero sólo somos dos, ¿sabe?

– Pues no tiene más que empezar a comer ahora mismo -contesta.

– Gracias otra vez, de verdad -le reitero-, le ha debido de llevar mucho tiempo.

– Ande, calle, calle -me ordena-. De todo he hecho doble, y Fernando se lo agradece.

Diario del movimiento del mundo n° 7

Este tallo quebrado que por vos he amado

Me pregunto si no me estaré convirtiendo en una esteta contemplativa. Con una fuerte tendencia zen y, a la vez, una pizca de Ronsard.

Me explico. Es un «movimiento del mundo» un poco especial porque no es un movimiento del cuerpo. Pero esta mañana, mientras desayunaba, he visto un movimiento. EL movimiento, debería decir. La perfección hecha movimiento. Ayer (que era lunes) la señora Grémont, la asistenta, le trajo un ramo de rosas a mamá. La señora Grémont pasó el domingo en casa de su hermana que tiene en Suresnes un huertecito que el Estado arrienda a buen precio a la clase trabajadora, de los últimos que quedan ya, y se trajo un ramo con las primeras rosas de la temporada: rosas amarillas, de un bonito amarillo pálido como el de las prímulas. Según la señora Grémont, este rosal se llama «The Pilgrim», «El peregrino». Ya sólo eso me ha gustado. Al fin y al cabo es más elevado, más poético o menos cursi que llamar a los rosales «Madame Fígaro» o «Un amor de Proust» (no me invento nada). Bueno, no haremos comentarios sobre el hecho de que la señora Grémont le regala flores a mamá. Tienen la misma relación que todas las burguesas progresistas tienen con sus asistentas, aunque mamá esté convencida de que el suyo es un caso aparte: una buena relación paternalista, de las de toda la vida, con ramalazo de novelita rosa (se ofrece un café, se paga como es debido, no se regaña jamás, se regala la ropa usada y los muebles rotos, se interesa uno por los hijos y, a cambio, ello da derecho a ramos de rosas y colchas de crochet marrón y beis). Pero esas rosas… Eran algo serio.

Estaba pues desayunando y miraba el ramo de rosas apoyado sobre la encimera de la cocina. Creo que no pensaba en nada. De hecho, quizá por eso haya visto el movimiento; quizá, si hubiera estado absorta en otra cosa, si la cocina no hubiera estado en silencio, si yo no me hubiera encontrado allí a solas, no habría estado lo bastante atenta. Pero estaba sola, tranquila y vacía. Por eso he podido acoger en mí el movimiento.

Ha sonado un ruidito, bueno, más bien como si el aire se estremeciera e hiciera «shhhhhh» muy, muy, muy bajito: era un capullo de rosa con un trocito de tallo quebrado, que caía sobre la encimera. En el momento de tocar la superficie, ha emitido un «puf», un «puf» en plan ultrasonido, de los que sólo oyen los ratones o los hombres si están muy, muy, muy en silencio. Yo me he quedado con la cuchara suspendida en el aire, totalmente embelesada. Era algo magnífico. Pero ¿qué era lo magnífico? Yo no daba crédito: no era más que un capullo de rosa en el extremo de un tallo quebrado que acababa de caer sobre la encimera. ¿Entonces?

Lo he comprendido al acercarme y al mirar el capullo de rosa inmóvil, que había concluido su caída. Es algo que tiene que ver con el tiempo, no con el espacio. Oh, claro, siempre es bonito un capullo de rosa que acaba de caer, con un movimiento grácil. Es tan artístico: ¡dan ganas de pintarlo una y otra vez! Pero no es eso lo que explica EL movimiento. El movimiento, este fenómeno que uno cree que es algo espacial…

Pero, al mirar caer este capullo y este tallo, he intuido en una milésima de segundo la esencia de la Belleza. Sí, yo, una mocosa de doce años y medio, he tenido esta oportunidad increíble porque, esta mañana, se daban todas las condiciones: espíritu vacío, casa silenciosa, rosas bonitas, caída de un capullo. Y por eso he pensado en Ronsard, sin comprenderlo del todo al principio: porque es una cuestión de tiempo y de rosas. Porque lo bello es lo que se coge en el momento en que ocurre. Es la configuración efímera de las cosas en el momento en que uno ve al mismo tiempo la belleza y la muerte.

Ay, ay, ay, me he dicho, ¿quiere esto decir que así es como uno tiene que vivir su vida? ¿Siempre en equilibrio entre la belleza y la muerte, el movimiento y la desaparición?

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