Muriel Barbery - La elegancia del erizo

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En el número 7 de la Rue Grenelle, un inmueble burgués de París, nada es lo que parece. Paloma, una solitaria niña de doce años, y Renée, la inteligente portera, esconden un secreto. La llegada de un hombre misterioso propiciará el encuentro de estas dos almas gemelas. Juntas, descubrirán la belleza de las pequeñas cosas, invocarán la magia de los placeres efímeros e inventarán un mundo mejor. La elegancia del erizo es una novela optimista, un pequeño tesoro que nos revela como sobrevivir gracias a la amistad, el amor y el arte. Mientras pasamos las páginas con una sonrisa, las voces de Renée y Paloma tejen, con un lenguaje melodioso, un cautivador himno a la vida.

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A las dos menos un minuto, llega Manuela, con la misma expresión cautivada que Neptune cuando examina de lejos una mondadura de calabacín.

– ¿Y bien? -reitera sin esperar más, tendiéndome unas magdalenas en un cestito redondo de mimbre.

– Otra vez voy a necesitar sus servicios -le digo.

– ¿Ah, sí? -modula, alargando mucho y a su pesar la última sílaba.

Nunca había visto a Manuela en un estado tal de nervios.

– El domingo que viene hemos quedado a tomar el té y yo me encargo de llevar los dulces -le digo.

– Ooooooh -exclama, radiante-, ¡los dulces!

Y, pragmática de inmediato, añade:

– Tengo que prepararle algo que no se estropee enseguida.

Manuela trabaja hasta el sábado a mediodía.

– El viernes por la noche le haré un glotof -declara tras un breve lapso de reflexión.

El glotof es un pastel alsaciano, especial para glotones.

Pero el glotof de Manuela también es una auténtica delicia. Todo lo que tiene Alsacia de pesado y de reseco se transforma entre sus manos en obra maestra perfumada.

– ¿Tendrá tiempo? -le pregunto.

– Pues claro -contesta, feliz-, ¡siempre tengo tiempo para un glotof , y más si es para usted!

Entonces se lo cuento todo: la llegada, la naturaleza muerta, el salce, Mozart, los gyozas, el zalu, Kitty, las hermanas Munakata y todo lo demás.

Tengan sólo una amiga pero elíjanla bien.

– Es usted fantástica -me dice Manuela, al final de mi relato-. Con todas las imbéciles que viven aquí, cuando por primera vez llega un señor como es debido, a la que invita es a usted. Engulle una magdalena.

– ¡Ha! -exclama de pronto, alargando mucho la hache inicial-. ¡También le voy a hacer unas tartaletas al whisky!

– No -le digo-, Manuela, no quiero causarle tantas molestias, con el… glotof bastará.

– ¿Causarme molestias? – contesta -. Pero ¡Renée, si en todos estos años usted nunca me ha causado ninguna molestia, al contrario!

Se queda pensando un segundo y pesca un recuerdo en su memoria.

– ¿Qué estaba haciendo aquí Paloma? -pregunta.

– Pues estaba descansando un poco de su familia -le contesto.

– Ah -dice Manuela-, ¡la pobre! También es que con la hermana que tiene…

Manuela tiene por Colombe, cuyos trapos de vagabundo le encantaría quemar antes de mandar a su dueña al campo a una pequeña revolución cultural, sentimientos muy poco ambiguos.

– Al pequeño de los Pallières se le cae la baba cuando la ve pasar -añade-. Pero ella ni siquiera lo ve. Debería ponerse una bolsa de basura en la cabeza. Ah, si todas las señoritas de la finca fueran como Olimpia…

– Es verdad, Olimpia es muy amable -corroboro.

– Sí -dice Manuela-, es una buena muchacha. Neptune tuvo cagaleras el martes, ¿sabe usted?, pues bien, lo curó ella.

Una cagalera sola es muy poquita cosa.

– Ya lo sé -le digo-, hemos salido bastante bien del apuro; sólo ha habido que cambiar la alfombra del vestíbulo. Mañana traen la nueva. No hay mal que por bien no venga, la otra era horrorosa.

– ¿Sabe?, puede quedarse el vestido -me informa Manuela-. La hija de la señora le dijo a María: quédeselo todo, y María me ha dicho que le diga que le regala el vestido.

– Oh, es muy amable por su parte, pero no puedo aceptar -protesto.

– Ay, no empiece otra vez con lo mismo -dice Manuela, irritada-. De todas maneras, el tinte lo va a pagar usted. Mire, mire esto, tan bella como una orquídea .

La orquídea es probablemente una forma virtuosa de la orgía.

– Bueno, pues déle las gracias a María de mi parte -le digo-. Me hace mucha ilusión su regalo.

– Eso está mejor. Sí, sí, ya le daré las gracias de su parte.

Llaman a mi puerta con dos golpecitos breves.

6

El ave asco pus

Es Kakuro Ozu.

– Buenos días, buenos días -dice, entrando de un salto en la portería-. Oh, buenos días, señora Lopes -añade al ver a Manuela.

– Buenos días, señor Ozu -responde ella, casi gritando.

Manuela es una persona muy entusiasta.

– Estábamos tomando el té, ¿quiere unirse a nosotras? -le propongo.

– Huy, sí, encantado -dice Kakuro, cogiendo una silla. Y, al ver a León, añade-: ¡Vaya, bonito ejemplar! No lo había visto bien la otra vez. ¡Parece un luchador de sumo!

– Pero tome una magdalena, son tan bellas como orgías -dice Manuela, que se hace un lío, pasándole el cesto a Kakuro.

La orgía es al parecer una forma viciosa de la orquídea.

– Gracias -dice Kakuro, cogiendo una-. ¡Riquísima! – articula nada más tragar el bocado.

Manuela se agita sobre su silla, con expresión de absoluta felicidad.

– He venido a preguntarles su opinión -anuncia Kakuro tras cuatro magdalenas-. Estoy en plena discusión con un amigo sobre la cuestión de la supremacía europea en materia de cultura – prosigue, dedicándome un guiño coqueto.

Manuela, a la que más valdría ser más indulgente con el pequeño de los Pallières, tiene la boca abierta de par en par.

– Él se inclina por Inglaterra, y yo, como es obvio, por Francia. Le he dicho entonces que conocía a alguien que podía deshacer el empate. ¿Quiere hacernos de árbitro?

– Pero soy juez y parte -digo, sentándome -, no puedo votar.

– No, no, no -aclara Kakuro-, no va usted a votar. Sólo responderá a mi pregunta: ¿cuáles son los dos inventos más importantes de la cultura francesa y de la cultura británica? Señora Lopes, esta tarde estoy de suerte, usted también, si quiere, puede darme su opinión- añade.

– Los ingleses… -empieza diciendo Manuela, muy lanzada, pero luego se para-. Primero usted, Renée- dice, llamada de pronto a una mayor prudencia, recordando sin duda que es portuguesa.

Yo me quedo pensando un momento.

– De Francia: la lengua del siglo XVIII y el queso cremoso.

– ¿Y de Inglaterra? -quiere saber Kakuro.

– De Inglaterra es fácil -le contesto.

– ¿El púdingue? -sugiere Manuela, pronunciándolo tal que así.

Kakuro se ríe a mandíbula batiente.

– Me hace falta uno más -dice.

– Pues el rúguebi -añade Manuela, con una entonación tan british como antes.

– Ja ja -se ríe Kakuro-. Estoy de acuerdo con usted. ¿Y usted, Renée, qué propone?

– El habeas corpus y el césped -digo, riendo.

Y eso nos hace a todos mucha gracia, incluso a Manuela, que ha entendido «el ave asco pus», lo cual no quiere decir nada, pero aun así es muy divertido.

Justo en ese momento, llaman a la puerta.

Hay que ver, esta portería que, ayer, no le interesaba a nadie, parece hoy el centro de la atención mundial.

– Adelante -digo, sin pararme a pensarlo, concentrada en la conversación.

Solange Josse asoma la cabeza por la puerta.

La miramos los tres con aire interrogador, como si fuéramos los comensales de un banquete que con su irrupción importunara una criada mal educada. Abre la boca, pero se lo piensa mejor. Paloma asoma la cabeza a la altura de la cerradura. Me recupero y me levanto.

– ¿Puedo dejarle a Paloma durante una horita? -pregunta la señora Josse, que se ha recuperado también pero cuyo curiosímetro está a punto de estallar-. Buenas tardes, mi querido señor Ozu -le dice a Kakuro, que se ha acercado para estrecharle la mano.

– Buenas tardes, mi querida señora Josse -contesta éste amablemente-. Hola, Paloma, me alegro de verte. Pues nada, mi querida amiga, su hija está en buenas manos, puede irse tranquila.

Cómo echar a alguien con elegancia y en una única acción.

– Esto… bien… sí… gracias – tartamudea Solange Josse, y retrocede despacio, todavía un poco sonada.

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