Belén Gopegui - El Lado Frío De La Almohada

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El lado frío de la almohada tiene los ingredientes adecuados para ser intriga y calidad en un argumento que arrastra un fuerte componente ideológico. Su defensa de la revolución cubana es el halo principal donde Gopegui vierte su compromiso mientras seduce al lector con una historia de amor -romántica por imposible- entre Philip Hull y Laura Bahía. Él, un diplomático estadounidense casi jubilado que trabaja en Madrid, ella, una joven agente de Seguridad del Estado cubano.

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Al anochecer, Laura acudió al Corte Ingles de Nuevos Ministerios, a la sección de sábanas y toallas. Ella y Sedal se pusieron a hablar junto a las cortinas de baño.

– Ayer por la tarde fui a ver a una amiga -dijo Laura-Tiene un bebé. Estábamos charlando y de pronto, por el aparato por donde se debería oír al niño, empezó a oírse nuestra propia conversación. Ella no se dio cuenta, fue-solo unos segundos. Luego, al volver a casa, estuve mirando todo lo que había en la mochila, en mis bolsillos. Estoy casi segura de que es mi móvil, el de la asesoría, porque era el único que llevaba. No sé cuándo han podido tocarlo, espero que no haya sido hace mucho.

– ¿Estaba en tu casa el día que la registraron?

– No, ya lo pensé, pero no, ese día llevaba los dos en la mochila.

– No te preocupes. Tiene que ser el de la asesoría, los nuestros son demasiado malos para admitir una manipulación -dijo Agustín-. Usa ese móvil. Comprueba cuánto te dura la batería. Úsalo todo lo que puedas pero no se te ocurra llevarlo contigo cuando estés con cualquiera de nosotros.

– Nunca los llevo -dijo Laura-. Ni el de la asesoría, ni el nuestro. Me lo advirtió Armando al principio.

– Ahora va a ser diferente. No deben saber que sabemos. Sería bueno que lo llevaras alguna vez que me llames por el otro para cosas que no nos comprometan. Y también, cuando estés con Hull, aunque sea en una situación íntima.

– Voy a irme tres días con él, al mar.

– ¿Puedo preguntar por qué? -La mano morena de Sedal se recortaba sobre un plástico transparente con lunares blancos.

– A veces encuentras a alguien que te calma -dijo Laura.

Sedal se internó entre dos cortinas lisas de tela, una blanca y otra amarilla, para cruzar al otro lado.

– Sabes que no voy a decir nada. Sabes que confío en ti.

Laura pasó con él al otro lado del perchero. Les rodeaban ahora toallas de rodos los tamaños y tres maniquíes con albornoces. Sedal, escoltado por dos de los maniquíes, parecía estar dentro de una comedia americana y sin embargo seguía emanando aplomo, como si aquel contexto no pudiera mezclarse del todo con él.

– Tendré cuidado -dijo Laura-. No por mí. No sólo por mí.

Se dirigieron a las escaleras mecánicas, camisones, colchas, ropa interior femenina. Al pie de las escaleras, Agustín reparó en el reloj de Laura:

– Sigues llevándolo, el reloj de tu padre -dijo.

– Lo llevaré hasta que deje de funcionar. Últimamente pienso que mi padre sabía lo que iba a pasarles, a mi madre y a él. Y que por eso me lo dio.

– Una sola vez en los once años que han pasado desde que murieron, voy a hablarte como lo habrían hecho ellos -dijo entonces Sedal.

Salió de la trayectoria de las escaleras. Se acodaron en un mostrador con sábanas para niños.

– El desastre -dijo Agustín-, la resignación, el deseo de perder para descansar, no merecen la pena.

– Son tres días -dijo Laura-. Tal vez averigüe algo.

Los dos se quedaron mirando una sábana desplegada y expuesta. Era de color azul marino con planetas rojos y naranjas, y un astronauta blanco y un cohete blanco.

– No, no. No lo utilices -dijo Agustín-. Es un consejo de viejo amigo, pero también es una orden.

– Entendido -dijo Laura, y apretó la mano de Sedal.

– No te lleves el móvil a ese viaje -dijo Agustín-. Cuando vuelvas, les daremos un recital.

Llegaron en avión, y después en taxi. Laura no había querido que Hull pagara su billete aunque sí aceptó que costeara el taxi y la habitación en el hotel. Le parecía que al pagar ella el avión se responsabilizaba de su ida y de su vuelta, mientras que el intermedio podría estar de verdad en otro mundo, como a veces se corta la respiración.

El hotel era pequeño y exquisito. Dos ventanas grandes, edredones granates, albornoces y zapatillas del mismo color, una mesa amplia con folios y lápices de madera, dos butacas y una mesa pequeña. No había botecitos con jabones sino un bote grande de color gris con un dibujo de rocas y un gel que era también champú y que olía a salitre. Las ventanas daban al mar, como el salón donde tomaron café. Más que estar cerca de la playa, el hotel estaba en la playa. Salieron por la puerta y ya pisaban la arena, anduvieron unos metros hasta la orilla dura y mojada. No hacía sol, nadie se bañaba. Dos o tres parejas y algún hombre y alguna mujer solitarios iban por la orilla vestidos como ellos. Philip le había pasado la mano por el hombro y Laura no sentía frío.

Llegaron casi hasta el final de la playa. Allí había una pendiente suave y arriba un pequeño paseo de arena y hierba con bancos de piedra. Se sentaron en uno de los bancos. A veces salía el sol entre las nubes y después se ocultaba.

– Cuando yo tenía nueve o diez años -dijo Philip- me empeñé en que me compraran uno de esos barcos que están dentro de una botella. Mi madre no quería. Mi padre no entendía por qué y discutieron. Casi nunca discutían delante de mí. Mi padre compró el barco. Yo le di las gracias pero al llegar a casa no sabía qué hacer con él. Me subí a una silla y lo puse en el estante más alto de mi cuarto. Pasó bastante tiempo. Un día fui a tirar una piel de plátano a la basura y lo vi ahí. No dije nada. Por la noche cenamos los tres callados. Yo miraba a mi madre todo el tiempo y ella hacía como que no se daba cuenta. Entonces miré a mi padre y vi que había llorado.

– ¿Qué había pasado?

– No lo sé.

– ¿No se lo preguntaste? ¿Ni siquiera después, años después?

– No. Me daba miedo hacerlo. -¿Y ahora?

– Mis padres murieron hace diez años. Primero murió mi madre, y dos años después mi padre.

– Los míos -dijo Laura- murieron los dos a la vez. -¿Cómo?

– Un accidente. Un accidente de autobús. Estaban en Angola, eran médicos. No sé qué habían ido a hacer allí exactamente ni por qué cogieron ese autobús, pero se salió de la carretera y cayó por una pendiente. Murieron casi todos los pasajeros.

– Lo siento mucho -dijo Philip.

Laura se tumbó en el banco de costado, con la mejilla apoyada en el muslo de Philip; él tuvo de nuevo la impresión de que podía contenerla, sujetarla en vilo. La iba peinando con los dedos.

El sol se fue del todo y empezaron a caer gotas. Ellos volvieron al hotel. Hull miraba el mal tiempo desde la j ventana cuando preguntó:

– ¿Crees que puede sátiros bien, el repliegue?

– No lo sé -dijo Laura.

– Ya, pero me gustaría saber lo que crees.

– ¿Por qué? A vosotros os da igual.

– Hombre, igual.

– Nunca apoyaríais esta operación. Sólo os importan nuestras divisiones.

– Eso es lo que dice Sedal.

– Philip, no tengo cinco años.

– Entonces dímelo -dijo Hull-. Dime qué piensas de todo esto.

– Éste es un día de historias -dijo Laura. Se sentó e una de las butacas de madera y le contó a Hull la historia del hombre de la plaza.

Una vez, en Cuba, con dieciocho años, se había enamorado de un hombre de treinta que a los pocos meses dejó la isla para irse a trabajar a un centro de biología en California. Laura nunca supo si él había llegado a tomarla en serio, Cuando le contó que iba a marcharse, no se molestó en buscar justificaciones. Le pagarían bien, podría seguir investigando con mejores medios. Laura recibió una sola carta suya que no quiso leer. Pero aún le recordaba. Recordaba sobre todo que el hombre le había mostrado una fotografía: sólo algo más de la mitad de una plaza rectangular, sin coches, con unos pocos árboles y edificios de a lo sumo cuatro pisos. «¿Quién hizo ¡a foto?», había preguntado Laura. «Y eso qué importa», dijo el hombre, añadiendo: «Yo querría vivir ahí.» El hombre se llamaba Julio, aunque Laura le había hecho desaparecer de su vida de tal modo que aún en sus recuerdos le llamaba el hombre. La plaza, en cambio, no había desaparecido. Nunca supo de qué país era, de qué ciudad. Si la viera ahora, o incluso si volviese a ver la fotografía, a lo mejor no la reconocía, porque a lo mejor la imagen que cita guardaba en su cabeza no era ya la misma de la fotografía. Sin embargo, lo cierto era que el hombre le había dado una plaza, los adoquines, los árboles, las puertas y los edificios quietos y como esperando.

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