Belén Gopegui - El Lado Frío De La Almohada

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El lado frío de la almohada tiene los ingredientes adecuados para ser intriga y calidad en un argumento que arrastra un fuerte componente ideológico. Su defensa de la revolución cubana es el halo principal donde Gopegui vierte su compromiso mientras seduce al lector con una historia de amor -romántica por imposible- entre Philip Hull y Laura Bahía. Él, un diplomático estadounidense casi jubilado que trabaja en Madrid, ella, una joven agente de Seguridad del Estado cubano.

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Supo que Armando sabía porque no la apremiaba mientras ella seguía jugando a recordar cómo era, cómo era exactamente el tacto de lo prohibido, preciso e indeciso bajo la ropa. No contestó, sólo dijo:

– Qué sabes.

– Lo importante, lo se -dijo Armando. ~'.:"-Me estáis vigilando -dijo Laura con rabia-. No confiáis en mí.

– No es verdad, no te vigilamos. Piénsalo si quieres, pero nos hemos enterado de casualidad.

Laura depuso su actitud defensiva. Estaba ahora justo en la entrada del parque.

– De todas formas, yo os lo iba a decir.

– Te creo, pero tú sabes que es una locura.

– No, no sé lo que es.

– Por eso es una locura, Laura. Tú tienes que saber, en estos días tienes que saber codas las cosas.

– Pues no las sé, Armando. Y algunas no quiero saberlas. Quiero perderme. Quiero un poco de abandono.

– Tú tienes un trabajo que hacer -dijo Armando.

Habían llegado al final de un camino de arena. Armando se apoyó en el respaldo de un banco. Laura se movía a la derecha, hacia atrás, y luego regresaba junto al banco y volvía a alejarse.

– No olvido eso. No voy a olvidarme nunca. Pero vosotros me elegisteis.

– A lo mejor lo pensasteis. Tuvisteis que pensarlo, Hombre maduro, imaginativo, solitario, chica huérfana, dubitativa, que anda sin hacer ruido.

– Lo pensamos, Laura. Y lo descartamos. Precisamente no quisimos dejarnos llevar por ningún prejuicio machista. Tú podías hacer bien este trabajo y te dimos luz verde.

– Ya ves, resulta que al final os dejasteis llevar por el prejuicio. Justo por no querer hacerlo, os negasteis a ver lo que teníais delante.

Laura hablaba de perfil, quieta ahora frente a un grupo de árboles. Armando quedaba a su izquierda. Sin mirarle, sin moverse, siguió diciendo:

– Haré mi trabajo y lo haré bien. Ni Hull ni yo somos importantes. Sólo somos intermediarios. Pero no cometeré errores, Armando. Espero que me creas.

Armando tampoco se movió de su sitio ni dirigió sus ojos hacia el perfil de Laura sino a la pequeña muralla de edificios que custodiaba el parque.

– Yo te creo. Pero Hull sí puede cometerlos.

– Aunque yo no me impone -dijo Laura-, aunque renga ganas de no importarme, como todos, imagino, a veces las tenemos, voy a ir con cuidado, Armando.

Ahora Armando se acercó hasta donde estaba Laura.

– Laura-dijo.

– Puedes estar seguro.

Bajaron hacia un pequeño estanque. Atardecía.

– ¿Cómo os habéis enterado? -preguntó Laura.

Armando se encogió de hombros. Laura tomó un papel manchado de tierra que había en el suelo. Lo dobló hasta hacer un avión. El avión voló suavemente y aterrizó despacio en el agua.

Hull entró en el despacho de Wilson. No las tenía todas consigo pero mantenía el gesto grave, los movimientos pausados, los mismos mocasines de piel fina, los calcetines traslúcidos.

– ¿Qué han dicho? -preguntó Wilson sin saludar.

– Me darán la lista. Proponen hacer la entrega el cinco de mayo. Al mismo tiempo que el dinero, claro.

– Casi dos semanas de espera -dijo Wilson-. Cada vez me interesa menos este asunto. Carter no deja de llamarme. Está molesto y cansado. Si algo sale mal, cargaremos tú y yo con toda la culpa.

– No te preocupes. Todo irá bien. Los cubanos también tienen prisa. El turismo es una manzana podrida que está haciendo que se pudra lo demás. Tienen miedo a que algo ocurra y sean otros los que den carpetazo a la revolución. Cada vez más miedo.

– ¿Y la izquierda de los otros países latinoamericanos? ¿Cómo sabes que no te mienten? ¿Sólo por lo que te diga una chica entrenada para mentir?

– Tú también estás cansada y molesta.

– Un poco. En el piso de esa chica no había nada. Había menos que nada. Tampoco me gusta que use dos teléfonos móviles diferentes, nos complica el trabajo. No me fío, Philip. ¿Si tienen tanta prisa por qué esperar hasta el día cinco?

– Tienen que sacar el dinero de aquí. Necesitarán organizado. He pensado en irme fuera -dijo Hull tratando de no cambiar el tono de la conversación-. Tres días. Tengo días de vacaciones atrasados.

– ¿Con la chica? -preguntó Wilson.

– Sí, con la chica.

– De acuerdo. Hasta el domingo. Y procura averiguar cosas de Sedal. ¿Dónde vas a estar?

– Biarritz, Hendaya, San Juan de Luz. Uno de los tres pueblos. Te llamaré.

– Quiero que mañana vayas a buscarla a la asesoría. A la hora de comer. Quiero que la lleves a algún bar cercano y que allí hables con ella, que hables todo el tiempo para que te oigamos.

Hull volvió a su despacho consciente de que hasta que todo acabara siempre iba a tener a Wilson detrás, pero no le importaba. Ni siquiera quiso preguntar cómo iban a oírle, en qué situaciones les iban a oír a los dos. No le importaba su intimidad, no le importaba nada en absoluto. Si otros le oían, que le oyeran, él lo estaría viviendo. Y si Laura era sólo una intermediaria, y no tenía por qué ser otra cosa, qué le importaba sonsacarla, distraerla, hacer aquello que Wilson le pidiera. La operación se estaba agotando, saliese bien o mal debía terminar pronto y esos tres días en Hendaya le harían ganar tiempo. Tiempo para él. Tiempo para convencerse de que tenía derecho a vivir un espejismo a sus cincuenta y siete años. Tiempo y valor para preguntarse si podía haber un después, después del espejismo, cuando él y Laura hubieran terminado con aquello y a él le destinaran a otro país y entonces, tal vez, irse acompañado y, poco a poco, ir ganándose el derecho a otra vida a su lado todavía.

Sonó el teléfono en la centralita de la asesoría fiscal y después en la mesa de Laura. Ya había reservado los billetes, dijo Hull, y la habitación. Nunca había dormido en ese hotel de Hendaya, pero había entrado en él una vez y lo había recordado muchas. Era pequeño, el tejado rojo, las paredes rosadas. Aunque habían construido algunos edificios cerca desde que él estuvo, la dueña del hotel le había confirmado que el hotel seguía igual y que el lugar estaría tranquilo en esas fechas, ya había terminado la invasión de turistas de la Semana Santa.

Laura dijo que podía pedir el viernes libre, pero el jueves debía trabajar. También dijo que deseaba ir. Después colgó porque la apremiaban para hacerle una consulta. De un día para otro, como se rebasa el umbral de lo inaudible y ya oímos, o una temperatura disminuye medio grado y ya hace frío, como los ojos deslumbrados tardan pero distinguen las formas en la oscuridad, como en la noche el sueño parece inaccesible y sin embargo abrimos los ojos y han pasado las horas y estuvimos dormidos sin saber, como lo que no es empieza a ser, la planta, el embrión, el adulto en el niño, como se enciende la luz así se había llenado la ciudad de señales y codo podía ser recordado. Parecía como si Philip Hull hubiera existido, hubiera estado ahí para salvar a Laura Bahía, y ella para salvarle. No de los peligros, no siquiera de la soledad, sino de que nadie supiera su verdadero nombre. Pájaros y carne, un mensaje, una letra de canción partida, tocarse más allá del deseo, tocarse para la leyenda, tocarse y morir de amor por el suelo porque eso quedaría consignado en la pasión que se tenían y que era capaz de sacarles fuera hacia un tiempo nuevo que estaban haciendo suyo.

Laura siguió trabajando más concentrada que nunca, más certeras sus observaciones y más breves, redactó dos recursos, encontró una argucia para presentar otro fuera de plazo; entre medias organizaba las carpetas de las consultas previstas para ese día. Más concentrada pues al fin ya no necesitaba estar en otra parte mientras trabajaba sino que esa otra parte era real, existía, llamaba por teléfono, cruzaba calles.

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