Belén Gopegui - El Lado Frío De La Almohada

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El lado frío de la almohada tiene los ingredientes adecuados para ser intriga y calidad en un argumento que arrastra un fuerte componente ideológico. Su defensa de la revolución cubana es el halo principal donde Gopegui vierte su compromiso mientras seduce al lector con una historia de amor -romántica por imposible- entre Philip Hull y Laura Bahía. Él, un diplomático estadounidense casi jubilado que trabaja en Madrid, ella, una joven agente de Seguridad del Estado cubano.

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Laura Bahía y Armando Cienfuegos hablaban en otro de esos locales que algún particular les cedía cuando no querían usar la embajada ni sus propios domicilios. Esta vez se trataba de un pequeño despacho de abogados. Agustín Sedal llegó con retraso.

– Lo siento -dijo-. Parece que yo también estoy bajo vigilancia.

– Ya registraron la casa de Laura -dijo Armando.

– Estáis seguros, claro -dijo Sedal.

– Han sido cuidadosos, pero no tan cuidadosos -dijo Laura-. Yo había puesto mis trampas previsibles y otras que no podían imaginar. Armando me preparó bien.

– ¿Hay micrófono? -preguntó Sedal

– Por el momento no he encontrado nada -dijo Laura.

– En La Habana están apurados -dijo Armando-. Por otra parte, Laura acaba de contarme que han aceptado los tres millones.

– Ya, ¿cuándo ha sido? -dijo Sedal.

– Esta mañana -dijo Laura.

– Me sorprende -dijo Sedal-. Creí que iban a cubrirse más, que esperarían a estar seguros de que Laura o yo somos unos corruptos en potencia.

– Tal vez nos quedamos cortos y tres millones no representen tanto para Carter y los suyos -dijo Armando.

– El dinero siempre representa. Pero sin duda lo que pueden ganar, lo que imaginan que pueden ganar, es más todavía -dijo Sedal.

– Tú sabes que yo he apoyado esta operación desde su comienzo -dijo Armando-. El problema es que en La Habana no todos piensan lo mismo. Les preocupa la tapadera. El suicidio, las divisiones dentro del núcleo duro. Hemos jugado con fuego y podríamos quemarnos. -:. -La tapadera es buena -dijo Sedal-. Han registrado la casa de Laura, me siguen, a lo mejor registran la mía y ¿qué pueden encontrar? Sólo lo que nosotros queramos que encuentren.

– No es lo que encuentren. Es lo que han encontrado ya porque nosotros se lo hemos dado -dijo Armando-. Les hemos dado un rumor que puede ser riesgoso para nosotros mismos.

– No -dijo Sedal. Se había puesto de pie. Miraba a Laura y a Armando como si tuviera a sus espaldas tormentas de nieve, días de insolación, como si hablara en medio de la intemperie con la piel curtida y los ojos casi cegados-. El rumor de un suicidio no puede ser peligroso. No es peligroso sino que es necesario y todos lo sabíamos. Armando, no se nos ocurrió por casualidad. Era un rumor que teníamos que sacar afuera, precisamente porque todos lo hemos pensado alguna vez.

– ¿Quiénes sois todos? -preguntó Laura.

– Todos los que estarán en esa lista que te ha pedido el agregado. -Sedal volvió a sentarse. La mesa vacía del abogado presidía el cuarto y al otro lado los tres formaban un triángulo del que Armando era el vértice. Sedal ahora se dirigió a Armando-: No vamos a correr ningún peligro dando los nombres de esas personas precisamente porque todas han pensado alguna vez en el suicidio o, si quieres, en la suspensión temporal de la revolución.

– Yo no lo he pensado -dijo Armando Cienfuegos, dejando sus palabras firmes y claras suspendidas en el cuarto.

– Tú eres más joven. Está bien que no lo hayas hecho.

– Yo sí -dijo Laura-, yo sí lo había pensado. Cuando me lo contasteis, no me sorprendió.

Agustín Sedal no contestaba; para romper el silencio, Armando dijo:

– Entonces no es cuestión de edad.

– Sí lo es -fijo despacio Agustín Sedal-, Con setenta, uno piensa en decir: lo intentamos, no pudimos, otros tiempos vendrán en los que vuelva a ser posible. Lo piensa uno y desiste porque uno no es la revolución, porque hay muchas personas que se considerarían traicionadas, porque cientos de miles de vidas cubanas se irían al abismo en un sistema capitalista, y con setenta años ya no tienes edad de traicionar. Con cuarenta no lo piensas. Estás ahí, defiendes, inventas, intentas que las cosas salgan adelante, ves lo que pasa en los países cercanos y encuentras futuro. Con veintiocho, porque tienes veintiocho, ¿no, Laura?

Laura asintió.

– Con veintiocho, con veintitrés, con diecinueve, es lícito pensar cualquier cosa. ¿Qué tú piensas?

– Que hay demasiada presión -dijo Laura-. Que no es que el dibujo nos esté saliendo mal sino que nos sale mal porque nos empujan, nos mueven la mano, tiran del papel, nos obligan a dibujar a la defensiva. Y no hablo del bloqueo. También hubo presión sobre la Unión Soviética. No quiero que nos obliguen a hacer las cosas mal, que se aprovechen de que nos faltan lavadoras, casas. Pienso que sería mejor negarse a intentarlo. Decir que no lo haremos. No vamos a dibujar nada y esperaremos a que un día podamos hacerlo sin que nos empujen.

– Pero ese día no va a llegar -dijo Armando-, Forma parte del proyecto de una revolución saber que los poderosos estarán en contra y que harán cuanto puedan por destruirla.

– Sin embargo -dijo Laura- somos más. Los no poderosos somos más. ¿Por qué a la hora de la verdad siempre parece que somos tan pocos?

– Por la violencia -dijo Sedal-. Por el ejercicio constante v acumulativo de la violencia.

– Fue muy costoso, mucho, abrir una brecha en esa violencia -dijo Armando-. Y es peligroso pensar en cerrar lo poco que queda por nuestra propia voluntad. Además, sabemos que un repliegue es casi imposible. Sería un suicidio a secas, un suicidio con esperanza, idealismo puro, nada.

– No es peligroso, Armando. Es un cuento que les hacemos a los americanos. Además, en esa lista habrá sobre todo nombres de personas mayores de cincuenta.

– ¿Qué vais a hacer con los jóvenes? -preguntó Laura.

– Depende de a qué tú llames jóvenes -dijo Sedal-. Hay personas de veinte años, y de más edad, que están cansadas, que quieren otras oportunidades. Necesitamos tiempo para ellas. Es una larga tarea. Ahora bien, no querrás que involucremos precisamente a esas personas en una operación como ésta.

– Pero en la lista tendrá que haber personas jóvenes -dijo Armando.

– Las hay -dijo Sedal-. No pasará nada. Ya has oído a Laura. Una cosa es querer negarte a pintar y otra, la opuesta, es aceptar sobornos para que dejes de hacerlo. Las personas de esa lista no los aceptarían nunca.

– Tú puedes suicidarte -dijo Armando-, pero no te pueden suicidar, ¿es eso?

– Supongo.

– Está bien -dijo Armando-. El hecho es que en La Habana están preocupados, también por ustedes. Tienen que apurarse. Se empieza registrando un piso y no sabemos adónde pueden llegar.

– Los norteamericanos también tienen prisa -dijo Laura.

– Mejor-dijo Armando, y Sedal asentía.

Acordaron que Sedal y Armando Cienfuegos se verían una vez más para dar el visto bueno a la falsa lista de nombres. Después Sedal se fue. Armando y Laura se quedaron solos.

– Quisiera conversar un rato contigo -dijo Armando.

– ¿Podemos salir fuera?

El despacho de ahogados estaba en la Avenida del Doctor Arce. Una vez en la calle, anduvieron hacia el parque de Berlín. Era sábado, había en las indumentarias de las personas que encontraban un deseo de congraciarse con el buen tiempo que estaba haciéndose esperar. Armando y Laura imaginaron en voz alta, por un momento, cómo sería decirse adiós ahora y disolverse en la primavera madrileña, adónde irían.

– ¿Cómo te va? -preguntó Armando.

Laura miraba a un chico de unos catorce años que, sentado en lo alto del respaldo de un banco, apretaba botones en un móvil. Apenas podía recordar qué aspecto había tenido ella a esa edad, pero sí recordaba con nitidez su deseo, cómo entonces había pensado y creído saber que existiría para alguien en el tacto, en el perfecto aislamiento de un banco de la calle o de una tienda de campaña. Recordaba cómo se habían hecho realidad sus pensamientos, el banco, un viaje, dormir al raso. Y descubrirse, y tocarse, eso que lo había significado todo en los minutos, había terminado por no ser más que un paisaje visto desde muy lejos y a mucha velocidad.

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