Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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¿Qué sucedía con Amundsen? Sus restos habían pasado los ochenta años transcurridos encima de un témpano de hielo, pero ¿continuarían allí?

¿Qué había sido de todas las personas que habían perecido en accidentes en las montañas y no habían sido enterradas nunca? ¿Se las habían llevado como a los vivos? ¿O seguirían allí?

Ya no necesitaba saberlo.

Entró en la catedral de San Esteban con la maleta de Marie y una silla plegable en la mano. El olor a incienso era tan débil como la última vez. Ya sólo lucían dos lámparas del techo.

Balanceando ante sí la maleta y la silla plegable, se encaminó despacio, paso a paso, al ascensor. Se volvió de nuevo. Escuchó.

Silencio.

Metió la maleta y la silla en el ascensor. Retrocedió.

Silencio.

Abrió la silla y se sentó. Acercó la maleta. Miró abajo, a la ciudad sumida en el crepúsculo vespertino. De vez en cuando una ráfaga de viento azotaba su rostro.

Ojalá no me acatarre, pensó.

Se echó a reír.

Tomó un guijarro en la mano y lo contempló. Sintió el polvo adherido a él. Vio las redondeces de la piedra, los ángulos, las depresiones, las grietas diminutas. No había otra piedra igual. Del mismo modo que no había dos personas que se parecieran entre sí en todos los detalles, tampoco había dos piedras que coincidieran exactamente en forma, color y peso. Esa piedra era un ejemplar único.

Una segunda igual que la que sostenía ahora mismo en la mano, no existía.

La tiró por encima del pretil.

Sabía que jamás volvería a verla. Nunca más. Aunque quisiera. Por más que registrara la plaza de San Esteban de cabo a rabo, nunca volvería a encontrarla. Y si hallaba una parecida a la que había arrojado, nunca tendría la certeza de que sostenía en su mano realmente la verdadera. Nadie podría decírselo. No existía la certeza. Sólo la vaguedad.

Recordó cómo la había sostenido. Su tacto. Recordó el momento en que la había sostenido.

Le vino a la cabeza el durmiente y algo que antes se le había ocurrido al pensar en duelos. Cuando dos personas luchaban entre sí porque una quería estrangular o acuchillar a la otra, estaban tan cerca ambas que desde el punto de vista espacial apenas existía diferencia entre una y otra, entre atacante y víctima. Pero sólo desde el punto de vista espacial, claro. Una piel estaba pegada a otra. Una era de un asesino, la otra de su víctima. Uno de los dos atacaba, el otro, a dos milímetros de distancia, caía muerto. Tan escasa, tan próxima, tan grande era la diferencia entre ser uno u otro.

No era su caso con el durmiente.

Empezó a lanzar con los dedos pastillas por encima del pretil.

El Yo. El Yo ajeno. Percibir a los otros. Captar lo que les había sucedido.

¿Por qué no se había despertado gritando el 4 de julio?

Antes se había planteado a menudo esa pregunta. Si en alguna parte del mundo perecía un sinnúmero de personas debido a una desgracia, a una catástrofe natural, a un bombardeo, y además a la misma hora, ¿por qué él no se percató? ¿Cómo era posible que perecieran tantos sin que él se diera cuenta? ¿Cómo era posible arrastrar a la muerte a cientos de miles de Yoes, sin que tuviera la menor noticia? ¿Cómo era posible que en ese preciso instante uno estuviera comiendo pan o viendo la televisión o cortándose las uñas, sin que le recorriera un escalofrío, sin sentir una sacudida eléctrica? ¿Tanto dolor sin señales de ningún tipo?

Eso sólo podía significar una cosa: contaba el principio, no el individuo. O estaban condenados todos o ninguno.

O ninguno. Así pues ¿qué hacía él allí? ¿Por qué se había despertado solo? ¿Es que no había en todo el universo nada que le quisiera?

Marie. Marie le quería.

Se encaramó encima del antepecho con la maleta en la mano. Muy por debajo de él, en la plaza de la catedral, vislumbró el camión parado.

Contempló la ciudad. Vio la Millenium Tower, la torre del Danubio, las iglesias, los edificios. La noria gigante. Tenía la boca seca, las manos húmedas. Olía a sudor. Se sentó de nuevo.

¿Debía hacerlo de manera consciente? ¿O era preferible obedecer a un impulso?

Al hojear su libro de notas, llegó al pasaje en el que se exhortaba a sí mismo a pensar el 4 de septiembre en el día en que había escrito esas notas. Había sido el 4 de agosto, lo había anotado en su habitación en Kanzelstein. Y ahora corría el 20 de agosto.

Pensó en el 4 de septiembre. En el de dentro de dos semanas. Y en el de dentro de mil años. No existiría diferencia entre ambos, al menos digna de mención. Había leído una vez que si la humanidad conseguía exterminarse a sí misma, sólo transcurrirían cien años hasta que no quedara ni rastro de la civilización. Así pues, el 4 de septiembre dentro de mil años habría desaparecido todo lo que tenía ante él. Pero el 4 de septiembre, dentro de dos semanas, ya no existiría ningún observador. ¿Qué diferencia habría según esto entre ambas fechas?

Marie. Vio su rostro. Su figura.

Sujetó la maleta entre las piernas. Sacó del bolsillo el viejo reloj de música. Asió el móvil de Marie.

Dio cuerda al reloj.

Pensó en Marie.

Se precipitó.

Hacia delante.

Despacio.

Cada vez más despacio.

Caía.

Ya conocía el ruido que aumentaba a mucha distancia. Sólo que esta vez parecía ascender en su interior. Dentro de él y sin embargo muy lejos. Al mismo tiempo le envolvió una claridad que parecía transportarle. Se sentía comprendido y abrazado, y se creía capaz de comprender todo lo que encontraba.

Una vida. Uno sólo era el mismo durante uno o dos o tres años, después cada vez tenía menos rasgos en común con la personalidad anterior, con la de cuatro años antes. Era igual que estar sobre una cuerda muy alto en el aire o en un puente colgante. La cuerda se combaba por donde uno caminaba en ese momento, en el lugar donde cargaba el peso. Un paso delante y otro detrás y se combaba menos. A cierta distancia el efecto del peso sobre la cuerda ya sólo se percibía débilmente. Eso era el tiempo, la personalidad en el tiempo. En cierta ocasión había hallado unas cartas escritas a una novia diez años antes, pero que nunca había enviado. El que las escribía era alguien completamente distinto. Otra persona. No otro Yo. Porque éste se mantenía idéntico en todo tiempo y lugar.

Vio ante sí el rostro de Marie. Se fue agrandando hasta que se depositó encima de él, se extendió sobre su cabeza, se deslizó en su interior. ¿Caía ya? ¿Caía?

En su interior el fragor pareció fluidificarse. Jonas olía y saboreaba la cercanía de un ruido. Vio un libro ante sí, venía hacia él. Penetró dentro de él y lo acogió.

Un libro. Escrito, impreso. Llevado a la librería. Colocado en el estante. Sacado y contemplado de vez en cuando. Comprado tras unas cuantas semanas entre otros libros, entre James y Marcel o entre Emma y Virginia. Trasladado a casa por el comprador. Leído y colocado en el estante. Y allí se quedó. A lo mejor después de años lo releyeron por segunda o tercera vez. Pero permanecía, permanecía en el estante. Cinco años, diez, doce, quince. Después fue regalado o vendido. Pasó a otras manos. Tras ser leído una vez, fue colocado nuevamente en el estante. Estaba allí durante el día, cuando había claridad, y por la tarde, cuando se apagaban las luces, y de noche en medio de la oscuridad. Y cuando alboreaba el nuevo día seguía en el estante. Cinco años. Treinta. Y era vendido de nuevo. O regalado. Eso era. Un libro. Un libro en el estante, lleno de vida en su interior.

Caía. Y sin embargo parecía que no se movía.

No sabía que el tiempo fuese tan correoso.

Se sentía como si a su alrededor fuesen a despegar cientos de helicópteros. Quería agarrarse la cabeza, pero no lograba captar el movimiento de su mano, tan lento era.

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