Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Se abrió paso entre el tren y la pared del túnel. Tras el último vagón se ayudó con los brazos. Cogió el manillar de la DS. Cuando se sentó, salió aire del asiento con un siseo, como de costumbre. Un ruido familiar. Sonrió.

– Hola -susurró.

El ciclomotor esperaba desde que lo había dejado. Había permanecido en ese lugar bajo el mar mientras él viajaba por Inglaterra. No había oído ni visto nada, había estado allí detrás del tren. Había estado allí en la oscuridad cuando él había llegado a Smalltown. Había estado. Allí. Con ese manillar y ese asiento y ese reposapiés. Clac-clac. Con ese cambio de velocidad. Allí. Mientras él había permanecido muy lejos.

Ahora el scooter estaba al otro lado del tren. Y seguiría allí durante mucho tiempo. Hasta que se convirtiera en chatarra de puro viejo. O hasta que se desplomase el techo del túnel. Años y años. Solo en la oscuridad.

Sujetó la maleta entre su cuerpo y el manillar. En el scooter tenía más sitio, pero la DS bastaba para viajar en línea recta en un túnel. Pisó el pedal de arranque. El motor petardeó y la luz se encendió de nuevo.

– ¡Ah! -exclamó Jonas en voz baja.

Cuando llegó al otro lado, las estrellas titilaban por encima de su cabeza y se sintió en la obligación de saludarlas una a una. La luna brillaba, el aire era tibio. Reinaba el silencio.

Encontró el camión donde lo había dejado. Golpeó la pared con el puño. Dentro no se movió nada. Esperó un minuto. Abrió la portezuela posterior con suma cautela. Atisbo dentro. Oscuridad.

Se izó hasta la caja. Sabía más o menos dónde encontrar una linterna. Mientras la buscaba a tientas, cantaba a grito pelado una canción de la guerra que le había enseñado su padre. Cuando no podía recordar la letra, improvisaba con tacos marciales.

Encendió la linterna. Buscó por todos los rincones de la caja, alumbró el suelo incluso por debajo de los asientos. No le habría extrañado encontrarse un paquete de explosivos o meter la mano en un baño de ácido, pero no descubrió nada que le pareciera sospechoso.

Rodó la DS hasta el espacio de carga. Cuando quiso fijarla a la barra, el suelo pareció oscilar bajo sus pies. Al mismo tiempo escuchó un tintineo.

Bajó a tierra de un salto. Allí percibió una oscilación aún más fuerte. Sintió mareos. Se tumbó.

Un terremoto.

Mientras lo pensaba, ya había concluido. No obstante permaneció en el suelo, con los brazos y piernas estirados. Esperó unos minutos.

Un terremoto. Pero leve. Sin embargo, un terremoto en un mundo en el que sólo existía una persona, inducía a la reflexión. ¿Era un fenómeno habitual de la naturaleza que obedecía a un proceso que no estaría concluido todavía dentro de millones de años, concretamente a la deriva de las placas continentales? ¿O era un mensaje?

Después de haber pasado diez minutos tumbado en el suelo desnudo y de que hubieran vuelto a mojarse sus ropas en el prado, se atrevió a retornar al camión. La puerta trasera se levantó con un zumbido. Encendió todas las luces. Se quitó la ropa mojada. Sacó pantalón y zapatos de un armario.

Mientras se mudaba, recordó lo que habían informado hacía años sobre otro terremoto. No había sido en la Tierra, sino en el Sol. Su intensidad fue de 12 en la escala Richter. El terremoto más fuerte medido nunca en la tierra había alcanzado los 9,5. Como a pesar de todo nadie podía imaginarse algo de intensidad 12, los científicos explicaron que el terremoto solar sería comparable al que se produciría cubriendo todos los continentes de la Tierra con un metro de altura de dinamita y detonando ese explosivo al mismo tiempo.

Un metro de altura de dinamita. En todo el mundo. Explotando a la vez. Eso era intensidad 12. Sonaba formidable. Pero ¿quién podía imaginarse de verdad la devastación que causaría una explosión de 150 millones de kilómetros cúbicos de dinamita?

Él se había imaginado ese terremoto, en el Sol. Nadie había estado allí para verlo. El Sol había temblado sólo para sí mismo. Con una intensidad 12. Sin Jonas. Sin testigos. Nadie había visto ese terremoto, al igual que nadie había visto aterrizar el robot en Marte. Pero había sucedido. El Sol había temblado, el robot de Marte había flotado hasta la superficie del planeta. Había sucedido. Y había ejercido influencia sobre otros acontecimientos.

Al amanecer recogió en Metz la primera cámara. Se convenció alborozado de que no había llovido y de que el aparato funcionaba. Rebobinó. Parecía haber grabado. Habría preferido ver la cinta en el acto, pero no tenía tiempo.

A pesar de que los ojos le ardían cada vez más, prosiguió su viaje. De momento renunció a tomarse otra pastilla. Su cuerpo no luchaba con el cansancio, sino con problemas mecánicos: los ojos, las articulaciones… Era como si le hubieran extraído la médula de los huesos. Se tomó un Parkemed.

Miraba fijamente la banda gris que había ante él. Ése era él, Jonas. En la autopista, camino de Viena. De casa. Con la maleta de Marie. Con enigmas.

Pensó en sus padres. ¿Le estarían viendo ahora? ¿Estarían tristes?

A él siempre le entristecía ver sufrir a alguien: pensaba en los padres del afectado. Se imaginaba qué sentirían viendo así a su hijo.

Si veía trabajando a una limpiadora se preguntaba si su madre se afligiría porque la hija tuviera que desempeñar un trabajo tan ínfimo. O cuando veía los calcetines sucios, rotos, de un vagabundo que dormía la mona en un banco. También él había tenido una madre y un padre y seguro que ambos se habían imaginado diferente el futuro de su hijo. O el obrero que perforaba el asfalto de la calle con el martillo neumático. O una tímida mujer joven que esperaba, temerosa, el diagnóstico en la consulta de un médico. Sus padres no estaban presentes. Pero si pudieran ver a su hija, se sentirían desgarrados por la compasión. Era una parte de ellos. De la persona que habían criado, a la que habían cambiado los pañales, a la que habían enseñado a hablar y a andar, con la que habían superado enfermedades infantiles, a la que habían llevado al colegio. Ellos habían guiado su vida desde el primer día y la amaban desde el primer segundo hasta el último. Ahora esa persona se encontraba en apuros. No llevaba la vida que ellos le deseaban.

Jonas siempre pensaba en los padres cuando veía a un niño en el arenero del parque molestado por otro mayor. Cuando veía a los obreros de rostros demacrados y uñas sucias, tosiendo, los cuerpos consumidos, las mentes abotargadas. Cuando veía a los fracasados. A los dolientes. A los temerosos. A los desesperados. Se les notaba la pesadumbre de sus progenitores, no sólo la propia.

¿Lo verían sus padres en ese momento?

Después de haber recogido otra cámara en Saarbrücken, se tomó la siguiente pastilla. Escuchaba el rumor de una cascada que sólo existía en su imaginación. Miró a su alrededor. Estaba sentado al borde de la caja bamboleando las piernas. Una botella de agua mineral se había volcado a su lado y el líquido había caído a la carretera. Bebió y cerró el tapón.

Viajaba, cargaba cámaras. A ratos meditaba con plena consciencia sobre las dificultades que le esperaban, después volvía a dejar volar la imaginación. De este modo se deslizaba a veces en un mundo que le desagradaba y tenía que abandonarlo a la fuerza, proyectando en su mente imágenes y temas que daban buen resultado. Imágenes de un desierto helado. De la playa.

Viajaba a toda velocidad. Comprendía que de noche le costaría encontrar las cámaras que había colocado en la carretera. Tuvo que detenerse tres veces: una para ir al baño, otra por hambre y la tercera porque ya no soportaba ir sentado y le dio la impresión de que iba a volverse loco si no bajaba inmediatamente y daba un paseíto.

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