Thomas Glavinic - Algo más oscuro que la noche

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Algo más oscuro que la noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Es una mañana como otra cualquiera. Jonas despierta. Desayuna un café. El periódico no está delante de la puerta de su casa. Cuando no logra sintonizar la radio, ni la televisión, ni puede entrar en Internet, comienza a enfadarse. Su novia no contesta al teléfono. Jonas sale a la calle. No hay nadie. ¿Puede vivir una persona cuando todas las demás han desaparecido? Han quedado el mundo y las cosas: carreteras, supermercados, estaciones de tren, pero todo está vacío. Jonas vaga por Viena, por las calles de siempre, por las viviendas que conoce, pero nada responde a sus preguntas. ¿Es el único superviviente de una catástrofe? ¿Se han ido todos a otra ciudad? ¿Hay otros, o son sólo imaginaciones suyas?

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Era una vivienda espaciosa. De la cocina accedió al cuarto de estar y desde allí a un dormitorio que debía ser el de la hermana de Marie y su marido. La habitación siguiente estaba claramente ocupada por una señora mayor. Se notaba en los diferentes objetos, pero también en el orden y en el olor.

La última habitación estaba al final del pasillo. Una mirada le bastó para tener la certeza. La maleta de Marie junto a la pared. Su bolsa de cosméticos sobre la cómoda. Sus zapatillas, que se llevaba a todas partes, delante de la cama. Encima, su camisón. Sus vaqueros, su blusa, sus joyas, su sujetador, su perfume. Su móvil, al que había llamado tantas veces, en cuyo buzón de voz había dejado sus noticias. La batería estaba descargada. Y él no sabía el PIN de Marie.

Tiró la maleta encima de la cama, abrió de golpe los armarios, empaquetó todo lo que pudo, prestando tan poca atención a la raya del pantalón como a la posibilidad de que las suelas de los zapatos manchasen las camisas.

Hizo una ronda de inspección. No encontró nada más. Arrodillándose encima de la maleta, cerró la cremallera.

Estaba tumbado en su cama, la cabeza encima de su almohada. Le calentaba su manta. Su aroma le envolvía. Le parecía extraño que ella estuviera allí mucho más presente que en la vivienda en la que vivían. Seguramente se debía al hecho de que éste había sido su último hogar.

Oyó un ruido, de procedencia ignota. No se asustó.

No había consultado el reloj, así que tampoco podía decir cuánto tiempo había permanecido acostado. Era después de mediodía. Sacó la maleta al coche, regresó por última vez y buscó algo que le hubiera pasado desapercibido. En la papelera encontró una lista de la compra manuscrita. Era la letra de Marie. Tras alisar la nota, se la guardó.

Conducía con indiferencia. De vez en cuando giraba la cabeza, pero no por preocupación de que pudiera haber alguien sentado en el asiento trasero, sino para cerciorarse de que la maleta estaba realmente allí. Se detuvo para comer y beber, y apiló en el asiento del copiloto botellas de agua mineral. Desde esa mañana lo atormentaba una sed casi insaciable, seguramente otro efecto secundario de las pastillas. Cuando orinaba, el chorro tenía un color rojizo. Sacudiendo la cabeza, Jonas sacó otra pastilla más del paquete. Sentía los hombros entumecidos.

Pronto dejó de saber el tiempo que llevaba viajando. Las distancias parecían relativas. Lo que figuraba en los rótulos indicadores carecía de significado. Acababa de pasar por Lancaster, y poco después tomó la salida a Coventry. Sin embargo el tramo entre Northampton y Luton parecía precisar horas. Se miró los pies que pisaban los pedales.

Cuando era joven, los suicidios de estrellas musicales y cinematográficas le habían planteado interrogantes. ¿Por qué se mataba alguien que lo tenía todo? ¿Por qué se suicidaba gente que ingresaba millones en el banco, que celebraba fiestas con otras celebridades, que se acostaba con las personas más famosas y deseadas del planeta? Porque eran personas solas, decía la respuesta, solas y desdichadas. Qué tontería, se decía Jonas, uno no se mata por eso.

Esa cantante de entonces no habría debido cortarse las venas, sino telefonearle. Él habría sido un buen amigo suyo. La habría escuchado, la habría consolado, la habría acompañado en avión de vacaciones. Ella habría tenido un amigo que no habría podido encontrar entre sus colegas estrellas. Él habría estado por encima de esas cosas, habría recompuesto su mente, con él ella habría sentido suelo firme bajo los pies.

Así pensaba Jonas. Más tarde comprendió por qué se mataban esas personas: pues por la misma razón que la gente corriente y los pobres. No estaban contentos consigo mismos. No soportaban estar a solas, y se habían dado cuenta de que la compañía ajena mitigaba el problema, lo relegaba a segundo plano, pero no lo resolvía. Ser uno mismo veinticuatro horas al día, nunca otro, era en algunos casos una merced, en otros una condena.

En Sevenoaks, al sur de Londres, cambió el coche por un scooter. Éste ofrecía espacio suficiente para sujetar la maleta entre las piernas y el manillar. ¿Resistiría cincuenta kilómetros de ese modo? Eso era harina de otro costal. Pero necesitaba un vehículo de dos ruedas, no tenía ganas de atravesar el túnel a pie. El sol del crepúsculo contribuyó a su búsqueda. Jonas había querido ahorrarse cruzar Dover sumido en la oscuridad.

Mientras viajaba en el scooter por la autopista a ochenta o noventa kilómetros por hora, intentaba encontrar cada pocos minutos una postura más cómoda para las piernas. Las acercaba al pecho y colocaba los pies con cuidado encima de la maleta, ponía los muslos sobre la maleta y bamboleaba los pies, incluso cruzó una pierna. No encontró una postura relajada. Cuando se hizo de noche, encajó las piernas entre la maleta y el asiento. Y así se quedó.

Era como si el viento de la marcha refrescase su discernimiento. Pronto se sintió más despejado y se desvaneció la sensación de moverse debajo del agua. Podía reflexionar sobre lo que se avecinaba. Primero cruzar el túnel, después Francia, Alemania. Recoger las cámaras. Todo eso con las pastillas. A toda mecha.

Ya no volvería a dormir nunca más.

Poco antes de llegar a su destino reconoció, a pesar de la oscuridad, un silo de cereal. Desde allí apenas faltaban dos kilómetros hasta la entrada del túnel. Pero si doblaba a la derecha llegaría al prado en el que había pasado la noche.

No supo por qué lo hizo. Algo en su interior le obligó a virar. Cuando el cono de luz del scooter acarició la hierba por delante de él, automáticamente todos sus músculos se pusieron en tensión. El viento arreciaba. El silencio pareció tornarse más natural, y era justo eso lo que le desagradaba. Sin embargo no dio la vuelta. Algo lo atraía. Al mismo tiempo sabía que actuaba de manera insensata, que no había ningún motivo para esa escapada.

Apagó el motor delante de la tienda, pero dejó encendida la luz. Se apeó.

La motocicleta con las ruedas pinchadas. La extensión de la tienda. Esterillas tiradas, una colchoneta hinchable sin aire, un mapa de carreteras roto. Dos sacos de basura. Y sus ropas, donde las había dejado. Las recogió, estaban casi secas. Se despojó de las prendas ajenas y se puso el pantalón y la camiseta. Los zapatos, sin embargo, estaban inservibles. El cuero había encogido con la humedad, ni siquiera podía ponérselos.

Apagó la luz del scooter para no quedarse allí inmovilizado sin batería.

A pesar de su tremenda resistencia, se introdujo en la tienda. Con la mano palpó la linterna. La encendió. Dos mochilas. Latas de conservas. El hornillo de gas. El discman y los CDs. El periódico. La revista erótica.

Había pernoctado allí cinco días antes.

Ese saco de dormir había estado allí solo cinco días. Y anteriormente, antes de que él llegase por primera vez, más de un mes. El saco de dormir. Solo. Y desde ese momento estaría allí solo.

Algo rozó ligeramente el doble techo de la tienda.

– ¡Eh!

Oyó un ruido rasposo. Sonaba como si alguien buscase la entrada por el lugar equivocado. Jonas esforzó los ojos, pero no logró distinguir nada, ni figuras, ni contornos. Sabía que era el viento, que sólo podía ser el viento. No obstante tragó saliva. Tosió.

No hay que asustarse de lo que tenga voz, se dijo entre dientes.

Abandonó la tienda esforzándose por moverse con tranquilidad. El aire era claro. Respiró hondo. Puso en marcha el scooter sin girar la cabeza. Saludó levantando el brazo.

Nunca más. Nunca más en su vida regresaría a ese lugar.

Estas ideas ocupaban su mente mientras se encaminaba hacia el túnel y cuando se sumergió en el tubo negro y el ronco zumbido del motor inundó el espacio que le rodeaba. Había visto esa tienda, esos sacos de dormir, esos CDs por última vez, nunca volvería a verlos, se había acabado, acabado, algo tenía un final. Era consciente de que se trataba de objetos irrelevantes, elegidos al azar. Para él sin embargo tenían importancia, aunque sólo fuera porque los recordaba mejor que otros. Eran objetos que había tocado, cuyo contacto sentía aún, y de los que se acordaba con la misma nitidez que si los tuviera delante. Y que no volvería a sentir. Punto final. Acabado.

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