Tatiana Rosnay - La casa que amé

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París, década de 1860. La ciudad está en pleno proceso de cambio, abandonando el París medieval para dar paso al París moderno y urbano. El barón Haussmann, prefecto de la ciudad, por encargo del emperador Napoleón III llevará a cabo las grandes ideas y estrategias de esta radical reforma.
Cuando Rose se casó con Armand Bazelet sabía que se unía al hombre de su vida. Su larga unión fue algo hermoso e inquebrantable. Pero hace diez años que Armand ya no está. Y a Rose tan solo le queda la casa, la casa donde nació Armand, y su padre, y el padre de su padre. La casa de la calle Childebert, antigua y robusta, solo habitada por generaciones de Bazelet, que ha albergado mucha felicidad y también tristezas, y un terrible secreto jamás confesado. Y le quedan sus vecinos, entre ellos la joven Alexandrine, capaz de aturdir y reavivar a Rose con su fuerte personalidad, sus maneras modernas y rotundas y su sincero afecto.
Por eso, cuando una carta con remite “Prefectura de París. Ayuntamiento” le anuncia que su casa y todas las de la calle serán expropiadas y derribadas para continuar la prolongación del bulevar Saint-Germain, siguiendo los planes de remodelación de la ciudad de París del barón Haussmann, Rose solo sabe una cosa: tal como prometió a su marido, jamás abandonará la casa.
Con el telón de fondo de la convulsa Francia del siglo XIX, Tatiana de Rosnay desarrolla un delicioso y conmovedor retrato de un mundo que ya no existe, de calles a la medida del hombre que albergan a personas que se relacionan, que desempeñan sus oficios unos cerca de otros, que se enfrentan y que se apoyan. Un libro inestimable que hace reflexionar sobre lo que la modernidad, en su necesario avance de progreso y mejoras, arrolla y relega al olvido. Poco estaremos avanzando si, en el camino, ignoramos el alma de las cosas.

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Pareciera que la barbaridad de sus respectivas ambiciones les haya llevado a concebir París no solo como la capital de Francia, sino como la del mundo entero.

Señor, no abdicaré frente a usted. No abdicaré frente al emperador. No me echarán como a esos corderos de parisienses cuya existencia han desmantelado. Yo resistiré, señor.

En el nombre de mi difunto marido, Armand Bazelet, que nació, vivió, amó y murió en nuestra casa de la calle Childebert, no me rendiré jamás.

Rose Bazelet

Capítulo 44

En plena noche, abajo, en la bodega, he sentido una presencia cerca de mí y he estado a punto de desvanecerme. Muy asustada, creí que era el intruso y que nadie me oiría gritar nunca. Pensé que había llegado mi última hora. Entonces me debatí con las cerillas para encender la vela.

Con voz temblorosa, dije:

– ¿Quién anda ahí?

Una mano cálida encontró la mía. Para mi gran alivio, era Alexandrine. Había entrado en casa con su antigua llave, había bajado las escaleras en la oscuridad hasta llegar a donde estaba yo. Al fin había deducido que me escondía aquí. Le supliqué que no revelara mi presencia a nadie. Siguió mirándome fijamente a la luz vacilante de la vela. Parecía muy nerviosa.

– Señora Rose, ¿ha estado aquí todo este tiempo?

Le aseguré que me había ayudado Gilbert, mi amigo trapero. Él me compraba todos los días comida, agua y carbón, todo marchaba bien pese al frío glacial que había invadido la ciudad. Balbuceando de emoción, gritó:

– ¡Pero no puede quedarse aquí, señora Rose! ¡Dentro de veinticuatro horas tirarán la casa! Sería una locura quedarse, va a…

Me miró fijamente a los ojos, sus ojos de color caramelo brillaban inteligentes, y yo le mantuve la mirada con tranquilidad. Era como si buscase una respuesta dentro de mí y, sin decir ni una palabra, le di esa respuesta. Se echó a llorar. La abracé y estuvimos así un buen rato, hasta que se apaciguaron sus sollozos aunque solo fuera un poco. Cuando se repuso, simplemente murmuró:

– ¿Por qué?

Me agobió la inmensidad de la pregunta. ¿Cómo podría explicarle? ¿Por dónde empezar? El silencio, frío y crudo, nos envolvió. Tuve la sensación de haber vivido aquí toda mi vida, de que nunca volvería a ver la luz del día. ¿Qué hora era? Poco importaba. La noche se había paralizado. El olor a cerrado de la bodega se había insinuado hasta en el pelo y la ropa de Alexandrine.

Cuando la abracé, sentí que era mi propia hija, que estábamos hechas de la misma carne, de la misma sangre.

Compartíamos el calor y una clase de amor, supongo, un poderoso lazo afectivo me unía a ella. En ese momento me sentí más cerca de ella de lo que he estado con quienquiera que fuese en toda mi vida, incluso de usted. Le podía confiar todas mis cargas, las comprendería. Respiré profundamente. Empecé a decirle que esta casa era toda mi vida, que cada habitación relataba una historia, mi historia, la suya. Desde que usted se marchó, nunca había encontrado un modo de llenar su ausencia. Su enfermedad no debilitó mi amor por usted en absoluto, al contrario.

Nuestra historia de amor estaba escrita en la estructura interna, en la belleza pintoresca de la casa. Era mi lazo con usted para siempre. Si perdía la casa, lo perdería a usted otra vez. Yo creía que esta casa viviría eternamente, que siempre estaría ahí, insensible al paso del tiempo, a las batallas, igual que la iglesia. Pensaba que esta casa le sobreviviría a usted, y también a mí, que algún día otros niños bajarían la escalera corriendo, riendo, que otras jóvenes morenas y delgadas se arrellanarían en el sillón, cerca de la chimenea, otros señores leerían tranquilamente junto a la ventana. Cuando pensaba en el futuro, o me esforzaba en ello, siempre veía la casa, su estabilidad. Año tras año, pensé que conservaría el mismo olor familiar, las mismas fisuras en las paredes, los chirridos de los peldaños, las losas desencajadas de la cocina.

Me equivocaba. La casa estaba condenada. Y yo nunca la abandonaría. Alexandrine me escuchó muy tranquila, sin interrumpirme ni una sola vez. Perdí la noción del tiempo y mi voz continuó susurrando en la penumbra como un extraño faro que nos guiara hacia el día. Pienso que, después de un rato, Alexandrine debió de dormirse, pero yo continué de todas formas.

Cuando abrí los ojos, allí estaba Gilbert, lo oía hurgar en la planta de arriba y nos llegaba el olor a café. Alexandrine se movió y murmuró unas palabras. Le aparté con cuidado el pelo de la cara. Parecía tan joven adormilada de ese modo en mis brazos, con esa piel fresca y sonrosada… Me pregunté por qué ningún hombre habría sabido encontrar el camino hacia su corazón. Me pregunté cómo era su vida, al margen de las flores. ¿Se sentiría sola? Era una criatura tan misteriosa… Cuando se despertó al fin, me di cuenta de que le costaba recordar dónde estaba. No podía creer que hubiera dormido allí conmigo. La llevé arriba, donde Gilbert había preparado café. Alexandrine lo miró e hizo un gesto con la cabeza. Luego, cuando recordó la conversación que habíamos mantenido por la noche, se le endureció el gesto. Me cogió la mano y la apretó fuerte con una expresión implorante, ardiente. No obstante, no cedí. Sacudí la cabeza.

De pronto, se le enrojeció la cara, me agarró de los hombros y empezó a moverme violentamente.

– ¡No puede hacer eso! Señora Rose, ¡no puede hacerlo!

Gritó esas palabras con las mejillas llenas de lágrimas. Intenté tranquilizarla, pero no me escuchaba. Tenía los rasgos deformados, estaba irreconocible. Gilbert dio tal salto que tiró el café por el suelo y la separó de mí sin miramientos.

– Y los que se preocupan por usted, y los que la necesitan, ¿qué? -silbó, con el pecho hinchado, forcejeando para soltarse-. ¿Qué haré yo sin usted, señora Rose? ¿Cómo puede dejarme así? ¿No comprende que su decisión es de un enorme egoísmo? Señora Rose, la necesito; la necesito como las flores necesitan la lluvia. La aprecio tanto…, ¿no se da cuenta?

Su dolor me afectó profundamente. Nunca la había visto en semejante estado. Durante diez años, Alexandrine había encarnado a la mujer dueña de sí misma, llena de autoridad. Sabía hacerse respetar, jamás nadie la había dominado. Y ahí estaba, sollozando, con la cara descompuesta de pena y tendiéndome las manos. Seguía diciendo que cómo podía hacer eso, cómo podía ser tan cruel y tener tan poco corazón, que si no había entendido que era como una madre para ella, que era su única amiga.

Yo la escuchaba, la escuchaba y también lloraba en silencio, sin atreverme a mirarla. Las lágrimas resbalaban por mis mejillas.

– Podría venir a vivir conmigo -gimió, agotada-. Yo la cuidaría y siempre estaría con usted para protegerla; sabe que lo haría, señora Rose. Nunca más estaría sola.

La voz grave de Gilbert gruñó y nos sobresaltó a las dos.

– Señorita, ya basta -soltó.

Alexandrine se volvió hacia él, furiosa. Gilbert la miró de arriba abajo, divertido, atusándose la barba negra.

– Yo cuido a la señora Rose, no está sola.

Alexandrine movió la cabeza hacia atrás con desprecio. Me hizo feliz ver que había recuperado algo de energía.

– ¿Usted? -se burló.

– Sí, yo -respondió Gilbert, incorporándose todo lo alto que era.

– Pero en definitiva, señor, estará de acuerdo en que el plan de la señora Rose de quedarse dentro de la casa es una locura.

Gilbert se encogió de hombros, como hacía siempre.

– Eso le corresponde decidirlo a la señora Rose, solo a ella.

– Si es eso lo que piensa, señor, entonces creo que no compartimos los mismos sentimientos hacia la señora Rose.

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