Tatiana de Rosnay
La Llave De Sarah
Título original: Elle s'appelait Sarah
© De la traducción: 2007, José Miguel Pallarés
A mi madre, Stella
A mi preciosa y rebelde Charlotte
En recuerdo de mi abuela Natacha (1914-2005)
Los personajes de esta novela son ficticios, pero algunos de los acontecimientos descritos no lo son, en especial los ocurridos durante la ocupación francesa en el verano de 1942, y en particular la gran redada del «Vélodrome d'Hiver» *, que acaeció el 16 de julio de 1942 en el corazón de París.
Ésta no es una obra histórica ni alberga pretensión alguna de serlo. Se trata de mi homenaje a los niños del «Vel' d'Hiv'», tanto a los que nunca regresaron como a los que sobrevivieron para contarlo.
T. de R.
Las páginas 160 y 161 contienen fragmentos del discurso que pronunció el primer ministro Jean-Pierre Raffarin el 21 de julio de 2002 durante la sexagésima conmemoración de la redada del Vel' d'Hiv'.
¡Dios mío! ¿Qué me está haciendo este país?
Como me ha rechazado, considerémoslo con
frialdad, vamos a contemplar cómo pierde el
honor y la vida.
Irene Némirovsky, Suite francesa, 1942
Tigre, tigre, de brillo ardiente
por los bosques de la noche,
¿qué mano, qué ojo inmortal
pudo crear tu terrible simetría?
William Blake,
Canciones de experiencia, 1794
L a niña fue la primera en oír cómo aporreaban la puerta, ya que su habitación era la más cercana a la entrada del apartamento. Al principio, adormilada, pensó que era su padre, que subía desde su escondrijo en la bodega. Seguramente había olvidado las llaves, y se estaba impacientando al comprobar que nadie oía los primeros golpes, más suaves; pero después escuchó unas voces que en el silencio de la noche sonaban ásperas y brutales. No se parecían en nada a la de su padre.
– ¡Policía! ¡Abran inmediatamente!
Los golpes volvieron a oírse con más fuerza, y le resonaron hasta la médula, de los huesos. Su hermano pequeño, que dormía en la cama de al lado, se removió en sueños.
– ¡Policía! ¡Abran! ¡Abran la puerta!
¿Qué hora sería? Se asomó a través de las cortinas. Fuera todavía estaba oscuro.
Tenía miedo. Recordó las conversaciones quedas que había escuchado últimamente, bien entrada la noche, cuando sus padres ya la creían dormida. Se acercaba con sigilo hasta la puerta de la sala de estar, y a través de una pequeña ranura escuchaba la voz nerviosa de su padre y observaba el gesto preocupado de su madre. Usaban su lengua materna; la chica la entendía, aunque no la hablaba con tanta fluidez como ellos. En susurros, su padre decía que les aguardaban tiempos difíciles, y que debían ser valientes y cautelosos. Pronunciaba palabras extrañas, desconocidas para ella: «campos», «redada, una gran redada», «arrestos al amanecer». La niña se preguntaba qué significaba todo aquello. Su padre había murmurado que sólo los hombres estaban en peligro, no las mujeres ni los niños, y que iba a esconderse en la bodega por las noches.
A la mañana siguiente su progenitor le había explicado que era mejor que él durmiera abajo durante una temporada, hasta que «la cosa estuviera segura». La chica se preguntó qué era exactamente esa «cosa», y a qué se refería con «segura». ¿Cuándo volvería a ser «segura» la cosa? También quería saber a qué se refería él con «campos» y «redada», pero le daba miedo reconocer que había espiado sus conversaciones, y que además lo había hecho varias veces, así que no se atrevió a preguntar.
– ¡Abran! ¡Policía!
Se preguntó si habrían encontrado a su padre en la bodega. ¿Era por eso por lo que estaban allí? ¿Había venido la policía para llevárselo a esos lugares que había mencionado en aquellas conversaciones nocturnas en voz baja, a esos «campos» lejanos, fuera de la dudad?
La chica corrió de puntillas hasta el final del pasillo y entró en la habitación de la madre, que se despertó en cuanto sintió su mano en el hombro.
– Es la policía, mamá - susurró la niña -. Están llamando a la puerta.
Ésta sacó las piernas de debajo las sábanas y se apartó el pelo de los ojos. La niña pensó que parecía cansada y mayor, mucho mayor de sus treinta años.
– ¿Han venido a llevarse a papá? - gimoteó la niña, agarrándola de los brazos -. ¿Han venido a por él?
La madre no respondió. Las voces volvieron a oírse en el vestíbulo. La madre se echó una bata sobre el camisón, agarró a la niña de la mano y fue hacia la puerta. Su palma estaba caliente y sudorosa; como la de un crío, pensó la chica.
– ¿Sí? - dijo la madre con voz apagada, sin abrir el cerrojo.
Una voz masculina ladró su nombre.
– Sí, monsieur, soy yo - respondió ella. Su acento sonó fuerte, casi áspero.
– Abra ahora mismo. Policía.
La madre se llevó la mano a la garganta y la niña admitió su extrema palidez. Parecía exangüe, helada, como si ya no pudiera moverse. Nunca había visto tanto pavor en el rostro de su madre. La niña sintió cómo la angustia le secaba la boca.
Los hombres aporrearon la puerta una vez más. La madre abrió con dedos torpes y temblorosos. La niña hizo una mueca, esperando ver uniformes de color caqui.
Había dos hombres. Uno era policía, con capote azul oscuro hasta la rodilla y una gorra alta y redonda. El otro llevaba una gabardina beis y traía una lista en la mano. Volvió a pronunciar el nombre de la mujer, y también el del padre. Hablaba en perfecto francés. Entonces estamos a salvo, pensó la niña. Si son franceses, y no alemanes, no corremos peligro. Si son franceses, no pueden hacernos daño.
La madre apretó contra ella a su hija, que pudo sentir a través de la bata los latidos de su corazón. Quería apartarla de un empujón, quería que se mostrara firme y mirase a aquellos hombres con coraje, que no se acobardase, que su corazón dejase de palpitar como el de un animalillo asustado. Quería que su madre fuese valiente.
– Mi marido… no está aquí - balbuceó la madre -. No sé dónde está. No tengo ni idea.
El hombre del gabán beis la echó a un lado y pasó al apartamento.
– Dese prisa, madame. Tiene diez minutos. Coja ropa para un par de días.
La madre, sin moverse, se quedó mirando al policía. Éste seguía en el descansillo, dando la espalda a la puerta. Parecía indiferente, aburrido. La mujer puso la mano en la manga azul.
– Monsieur, por favor… - empezó a decir.
El policía se volvió, apartándole la mano. Sus ojos tenían una expresión dura, vacía.
– Ya lo ha oído. Usted se viene con nosotros. Y su hija también. Haga lo que le hemos dicho.
Bertrand llegaba tarde, como de costumbre. Intenté fingir que no me importaba, pero no lo conseguí. Zoë estaba repantingada contra la pared, aburrida. Se parecía tanto a su padre que a veces me hacía sonreír. Pero aquel día no. Contemplé aquel edificio alto y antiguo. Era el piso de Mamé, el viejo apartamento de la abuela de Bertrand. Íbamos a vivir en él; a dejar el bulevar de Montparnasse, su tráfico ruidoso, las incesantes sirenas de las ambulancias que acudían a los tres hospitales cercanos; a cambiar sus cafés y restaurantes por esta calle estrecha y tranquila de la margen derecha del Sena.
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