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Tatiana Rosnay: La Llave De Sarah

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Tatiana Rosnay La Llave De Sarah

La Llave De Sarah: краткое содержание, описание и аннотация

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París, julio de 1942. Redada de Vel d’Hiv: más de 13.000 judíos son arrestados el mismo día y encerrados en un velódromo cerca de la Torre Eiffel. Tras una semana de hambre y humillaciones, son trasladados a los campos de las afueras de París y de ahí a Auschwitz, donde son asesinados. Ante la llegada de los nazis, Michel, un niño pequeño, se esconde en un armario y Sarah, su hermana mayor, de diez años, le encierra para protegerle y se guarda la llave, pensando que regresará en unas horas. Sin embargo es brutalmente arrestada con su familia por la policía francesa. París, mayo de 2002. En el 60ª aniversario de la Vel d’Hiv, a Julia Jarmond le encargan escribir sobre este asunto tan sensible para una revista americana con sede en París. En un principio algo aturdida por su propia ignorancia sobre el tema y por el silencio que envuelve todos estos acontecimientos en Francia, a través de su investigación consigue descubrir la terrible y traumática experiencia de Sarah.

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No pueden hacer eso - insistió el vecino -. ¡Son gente honrada! ¡No pueden hacer eso!

Al sonido de su voz empezaron a abrirse postigos, y hubo rostros que observaron por detrás de las cortinas.

Pero la chica se dio cuenta de que nadie se movía, nadie decía nada. Se limitaban a mirar.

La madre se paró en seco, con la espalda encorvada por los sollozos. Los hombres le dieron un empujón para que siguiera andando.

Los vecinos observaban en silencio. Hasta el profesor de música permaneció en un mutismo absoluto.

De pronto, la madre se giró y chilló a pleno pulmón. Gritó el nombre de su marido, tres veces.

Los hombres la sujetaron por los hombros y la sacudieron con fuerza. Se le cayeron las bolsas y los bultos. La chica intentó detenerles, pero la apartaron de un empujón.

Apareció un hombre en la entrada, un hombre flaco, con la ropa arrugada, sin afeitar, los ojos rojos y cansados. Atravesó el patio caminando con la espalda erguida.

Cuando alcanzó a los dos hombres les dijo quién era. Tenía un fuerte acento, como el de la mujer.

Llévenme con mi familia - dijo.

La chica entrelazó sus dedos con los de su padre.

Estoy a salvo, pensó. Estaba a salvo con su madre y con su padre. Aquello no iba a durar mucho. Se trataba de la policía francesa, no de los alemanes. Nadie iba a hacerles daño.

Pronto estarían de vuelta en casa, y mamá prepararía el desayuno. Y su hermano pequeño podría salir de su escondite. Y papá caminaría calle abajo, hacia el almacén donde trabajaba de capataz y, junto con sus compañeros, fabricaba entrones, bolsos y billeteras, y todo sería igual. La cosa volvería a ser segura, muy pronto.

En el exterior ya se había hecho de día. La angosta calle estaba desierta. La chica volvió la mirada a su edificio, a los rostros silenciosos de las ventanas, a la concierge, que abrazaba a la pequeña Suzanne.

El profesor de música levantó la mano despacio, en un gesto de despedida.

Ella le devolvió el saludo, sonriente. Todo iba a ir bien. Iba a volver. Todos iban a volver.

Pero el profesor parecía afligido.

Por su rostro corrían lágrimas; lágrimas silenciosas de impotencia y vergüenza que ella no alcanzaba a comprender.

Grosero? A tu madre le encanta -dijo Bertrand riendo entre dientes y guiñándole un ojo a Antoine-. ¿Verdad, mi amor? ¿Verdad, chérie?

Empezó a dar vueltas por la sala de estar chasqueando los dedos al ritmo de la canción de West Side Story.

Me sentí idiota, estúpida, delante de Antoine. ¿Por qué disfrutaba Bertrand dejándome como la americana despectiva y llena de prejuicios que siempre critica a los franceses? ¿Y por qué yo me quedaba parada y le dejaba seguir con ello? En su momento resultaba divertido. Al principio de nuestro matrimonio era un chiste clásico, una de esas bromas con las que nuestros amigos, tanto americanos como franceses, se desternillaban de risa. Al principio.

Sonreí, como de costumbre. Pero aquel día mi sonrisa debió de parecer un tanto forzada.

– ¿Has ido a ver a Mamé últimamente? -pregunté.

Bertrand ya estaba ocupado tomando medidas a algo.

– ¿Qué?

– Mamé -repetí con paciencia-. Supongo que le gustaría verte. Para hablar del apartamento.

Sus ojos se encontraron con los míos.

– No tengo tiempo, amour. ¿Vas tú?

Una mirada suplicante.

– Bertrand, yo voy todas las semanas, ya lo sabes.

Bertrand suspiró.

– Es tu abuela -le dije.

– Y ella te quiere, l'Américaine -dijo con una sonrisa-. Igual que yo, bebé*.

Se me acercó para darme un suave beso en los labios.

La americana. «Así que tú eres la americana», dijo Mamé, muchos años atrás, en esa misma habitación, estudiándome de arriba abajo con sus ojos grises. L'Américaine. Qué americana me hizo sentir aquello, con mi pelo cortado a capas, mis zapatillas de deporte y mi sonrisa saludable. Y qué francesa en su quintaesencia era aquella mujer de setenta años, con su espalda recta, su nariz aristocrática, su moño impecable y su mirada sagaz. Y, sin embargo, Mamé me cayó bien desde el principio. Tenía una risa gutural que te hacía dar un respingo, y un mordaz sentido del humor.

Tiempo después tuve que reconocer que, ese mismo día, me cayó mejor que los padres de Bertrand, que aún me hacen sentir como «la americana» a pesar de llevar veinticinco años viviendo en París, quince casada con su hijo, y de haber traído al mundo a su nieta, Zoë.

Cuando bajábamos, encarada de nuevo con la desagradable imagen del espejo del ascensor, se me ocurrió de pronto que ya había aguantado bastante las puyas de Bertrand, a las que respondía siempre encogiéndome de hombros de buen humor.

Y ese mismo día, por alguna oscura razón, fue la primera vez en que pensé que ya estaba harta.

La chica permaneció pegada a sus padres. Bajaron toda la calle con el hombre del gabán beis apremiándolas. ¿Adónde vamos?, se preguntaba la niña. ¿Por qué tienen tanta prisa? Les dijeron que entraran en un taller. Ella reconocía el camino, no estaba lejos de donde vivía y del lugar donde trabajaba su padre.

En el taller había operarios encorvados sobre los motores, con monos azules manchados de grasa. Los miraron en silencio. Nadie dijo nada. Después la chica reparó en un gran grupo de gente que aguardaba en el garaje, con bolsosycestos en el suelo. Advirtió que la mayoría eran mujeresy niños. A algunos de ellos los conocía de vista, pero nadie se atrevía a saludar. Un momento después aparecieron dos policías y empezaron a decir nombres. El padre de la chicalevantó la mano cuando oyó el suyo.

La chica miró a su alrededor. Vio a un chico que conocíade la escuela, Léon. Parecía cansado y asustado. Ella lesonrió , para decirle que todo iba a ir bien, que pronto todospodrían irse a casa. Esto no duraría mucho, pronto los mandarían de vuelta. Pero Léon la miró como si estuviera loca. Ella agachó la cabeza con las mejillas rojas. Quizás estaba equivocada, pensó, mientras el corazón le latía con fuerza. Tal vez las cosas no iban a ir como ella creía. Se sintió ingenua y estúpida, como una cría.

Su padre se inclinó para decirle algo. La barbilla sin afeitar le hizo cosquillas en la oreja. Pronunció el nombre de la chica y le preguntó dónde estaba su hermano. Ella le enseñó la llave. Su hermanito se encontraba a salvo en el armario secreto, le murmuró orgullosa de sí misma. Allí estaba seguro.

El padre abrió los ojos como platos y la agarró del brazo. Pero no pasa nada, dijo ella, allí estará bien. Es un armario muy profundo, y hay aire de sobra para respirar. Y tiene agua y una linterna. Estará bien, papá. No lo entiendes, respondió el padre. No lo entiendes. Y para consternación de la niña, a su padre se le llenaron los ojos de lágrimas.

Ella le tiró de la manga. No soportaba ver a su padre llorando.

Papá - le dijo -, vamos a volveracasa, ¿verdad? En cuanto digan todos nuestros nombres volveremos a casa, ¿no?

No - respondió él -. No vamos a volver. No nos van a dejar.

Sintió que algo frío y horrible la atravesaba. De nuevo recordó lo que había oído cuando espiaba los rostros de sus padres desde la puerta, su miedo, su angustia en mitad de la noche.

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