– Pronto nos ocuparemos de él -prometió Laüme-. Pero antes, quiero que tu padre cumpla su promesa. ¡Dragoncino debe ser nombrado obispo cuanto antes!
– Se ha desposado -contestó César con sonrisa angelical-. El Papa tiene mucho poder, cierto, pero esos dos estados son por el momento incompatibles. ¿Conoces alguna buena razón para invalidar su matrimonio con la pequeña Alessia? Ahora que tienen descendencia, evidentemente es imposible invocar la no consumación del matrimonio…
– Quizás el adulterio -consideró por un instante Laüme-. ¡Pero no! No quiero que corran habladurías sobre Dragoncino.
– ¿Por qué te aferras tanto a ese hombre? -interrogó César-. Podrías ser reina si quisieras. Una corona adornará muy pronto mi frente. Una corona real, no una simple diadema de marqués o de duque. Yo podría llevarte al altar, ¿qué me dices?
– Digo que yo sé que los Galjero son capaces de darme lo que tú no te atreverías a ofrecerme. Tengo un pacto con ese linaje, y no renegaré de él.
– Como prefieras. Y en cuanto a Alessia, ¿qué piensas hacer?
– Terminar con las complicaciones: voy a matarla.
Sin embargo, ni bien supo las intenciones de su amante, Dragoncino empleó todos los medios para hacer que desistiera de su proyecto. No había sabido explicar exactamente por qué, pero la vida de Alessia le era querida. Quizá más que la existencia de su hijo Uglio.
– Perdónala -suplicó-. Es una inocente. Encontremos un medio de repudiarla si quieres, pero ella debe vivir. Cederé a todas tus exigencias si eres clemente con ella.
– Ya sabes el precio que exijo por perdonar una vida. Tendrás que pagarlo hoy mismo, si en verdad deseas salvar a esa pequeña idiota de Cornaro.
Por algunas monedas, Dragoncino compró un bebé robado a una mujer muerta unas horas antes en un lazareto. Sin dudarlo, entregó el niño a Laüme. A cambio, ella aceptó no atentar contra la vida de Alessia.
– Esta locura me obliga a buscar una estratagema para que te deshagas legalmente de tu mujer -se quejó Laüme-. ¿Crees que podemos permitirnos malgastar el tiempo?
– ¿De verdad tengo que convertirme en obispo? ¿Estás segura de que ése es el camino hacia un poder consolidado?
– Estoy completamente convencida. La cruz subyuga a las almas débiles mucho mejor que las armas. Un pueblo que no cede bajo la férula de su conquistador, se olvida de sí mismo a la sombra de la cruz. La historia así nos lo enseña. Tú también lo sabrías si amaras los libros.
Dragoncino refunfuñó un poco, pero Laüme se aplicó a disipar su mal humor a fuerza de besos y caricias como sólo ella sabía hacerlo.
La noticia llegó en primavera y estalló como un trueno. César en persona, descompuesto, anunció a Laüme y Galjero la muerte de su padre, el papa Alejandro VI.
– Su fallecimiento no es natural, lo presiento. Ha ocurrido después de una fiesta en la que se había mostrado alegre y lleno de vigor. Seguramente se lo habrá llevado un veneno. Della Rovere está detrás de esta infamia, estoy convencido.
– Es posible, en efecto -convino Laüme-. Pero ¿que importa? Por prudencia, deberías dejar Roma y encerrarte en la más segura de tus ciudadelas. ¿Tu padre había dispuesto su sucesión?
– Desde luego, ya habíamos comprado la elección de su sucesor. ¡Pero estos eclesiásticos son tan volubles! Quizá se alineen bajo la bandera de Rovere en el último momento. Tú, que eres un poco adivina, ¿por qué no consultas a los astros?
– Existe un espejo más fiel para reflejar el porvenir. Pero sé que en esta ocasión permanecerá oscuro.
– ¿Por qué motivo?
– Los cardenales son unos depravados que conocen la manera de ocultar sus intenciones incluso a las profetisas como yo.
Siguiendo el consejo de Laüme, César Borgia dejó Roma en las horas siguientes al deceso de su padre. Escoltado por Dragoncino y un puñado de hombres, cerró tras de sí los pesados rastrillos de la fortaleza de Senigallia al mismo tiempo que en el Vaticano se clausuraban las puertas para dar inicio al cónclave.
Algunos días más tarde, los cardenales salieron de la Sixtina habiendo entronizado a Francesco Todeschini Piccolomini nuevo papa Pío II y amigo de los Borgia. Cuando supo que Della Rovere había perdido la partida, César se embriagó durante tres días y tres noches antes de partir hacia Roma a desfilar por las calles. Pero su felicidad fue muy breve: Piccolomini sucumbió misteriosamente, apenas unas semanas después de haber recibido la tiara.
Esta vez, Della Rovere no dejó escapar su oportunidad. El Sacro Colegio, recluido en la capilla Sixtina, lo designó Papa, después de sólo una hora de deliberaciones, bajo el nombre de Julio II.
Hombre de acción tanto como de reflexión, Della Rovere procuró reforzar de inmediato el Estado pontificio conminando a César Borgia a abandonar las ciudades conquistadas en Emilia y Komagna. Entre los dos hombres se entabló un pulso. Los cañones bombardearon los reductos de las ciudades que no habían arriado espontáneamente el estandarte de los Borgia para reemplazarlo por los colores del Vaticano. Acorralado, desposeído, abandonado por su ejército de mercenarios a los que ya no podía pagar, César fue capturado cuando galopaba hacia la frontera del norte. Por consejo de Laüme, Dragoncino lo había abandonado también.
– Fin de una época -le hizo notar-. Fue divertida, pero este final nos obliga a encontrar nuevos caminos; de modo que, de momento, no es cuestión de hacerte obispo.
– ¿Tendremos que huir de Roma como ya huimos de Florencia?
– No lo creo. Della Rovere no puede arrojar a prisión a todos los cortesanos alimentados en otros tiempos por la mano de los Borgia. Es un Papa guerrero. Quizá necesite a hombres como tú.
Por medio de mil maniobras, Laüme consiguió que su amante cayera en gracia entre los consejeros militares de Julio II. Integrado en los ejércitos del Vaticano, Dragoncino participó en los sitios de Perugia y de Bolonia, dos ciudades gobernadas por pequeños señores obstinados, que resultaron menos fáciles de dominar que el hijo de los Borgia. De regreso a Roma tras la victoria, Galjero, igual que los demás capitanes, recibió los parabienes de Su Santidad.
– ¿No eres tú el esposo de la joven Alessia Cornaro, la sobrina de nuestra bien amada reina de Chipre, Caterina? -preguntó Julio II cuando Galjero se arrodilló para besar el anillo papal.
– Soy yo, muy Santo Padre.
– ¿No hay en tu entorno una mujer que dicen que posee una rara belleza?
– Todas las mujeres que viven a la sombra de las santas murallas de Roma responden a esa descripción, creo yo…
– Cierto -reconoció el Papa, divertido-. Pero algunas poseen virtudes más raras. Sólo tengo un consejo que darte, hijo mío: los demonios más peligrosos son los que se parecen a los ángeles. Si un día quieres hablar conmigo, estaré aquí para escucharte y ofrecerte mi ayuda.
Aquella misma noche, Dragoncino reprodujo toda la escena para Laüme. Imitando a la perfección los gestos del viejo Julio, hizo reír a carcajadas a su amante.
– Ya estás avisado, amigo mío -dijo ella cuando recuperó la calma-. ¡Soy un diablo en forma de mujer! Si ese viejo loco cree que puede devolverme al lugar de donde vengo con sus crucifijos y sus paternóster, se equivoca.
– ¿Así que no hay puntos débiles en tu armadura, Laüme?
– Tal vez sí -admitió Laüme de mala gana-. Pero si existe un punto débil, es un secreto que guardo para mí.
Todo aquel año y el siguiente, Dragoncino guerreó por cuenta del Pontífice contra los franceses, que mantenían sus pretensiones sobre el reino de Nápoles, y contra los venecianos, que ansiaban extender su poder por la península. Protegido por los sortilegios tendidos a su alrededor por Laüme, Galjero se arrojaba al combate sin dudar, dirigía las cargas y se enfrentaba a adversarios muy superiores en número. Muchas veces escapó de manera inexplicable a una muerte segura. En Geminara, se le vio atravesar indemne una lluvia de saetas de ballesta que diezmaba a los hombres a su alrededor. En Ceriñola, su espada se rompió contra el escudo de un caballero, pero en el momento en que éste se disponía a atravesarle el pecho con su hacha, su caballo giró con violencia, lo arrojó al suelo y lo pisoteó hasta romperle los huesos. En Garellano, cinco espadachines dejaron de repente de combatir y huyeron sin motivo cuando ya habían acorralado a Dragoncino en una turbera y trababan combate con él.
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