– Vuestra inspiración ha sido acertada, dama Laüme -le dijo en su primera entrevista-. Florencia ya no es un lugar para vos. Mientras sigan reinando los fanáticos, gozaréis de mi protección y de la de mi padre. Aquí podréis llevar la vida que os plazca.
Laüme le dio las gracias y, en su compañía, se retiró detrás de unas colgaduras; Galjero escuchó poco después sus risas ahogadas. Mientras sentía crecer en su interior una oleada de cólera, una muchacha muy joven surgió de repente a su espalda y lo tomó del brazo.
– Yo soy Lucrecia -le dijo sin cumplidos-, la hermana de César. ¿Y tú? ¿Cómo te llamas?
– Dragoncino. Dragoncino Galjero.
– Es un nombre extraño, pero me gusta. ¿Te gustaría besarme?
Lucrecia estaba fresca, envuelta en un perfume de gardenias embriagador. Sus cabellos rubios brillaban como gráciles virutas alrededor de su rostro risueño salpicado de pecas. Dragoncino se inclinó sobre sus bellos labios entreabiertos.
– ¡Ven! -dijo ella, después de que hubieran mezclado sus lenguas-. Vamos a ver de qué se ríen mi hermano y tu mujer.
Lucrecia apartó el velo que tapaba la alcoba, metió la cabeza en la habitación y lanzó una exclamación de júbilo. Dragoncino apartó la cortina más ampliamente.
César tenía los calzones bajados y penetraba a Laüme, que estaba medio tendida sobre un banco. Con el vestido subido hasta la cintura, los ojos erráticos, la muchacha se mordía el puño para sofocar sus suspiros de placer. Dragoncino sintió que el corazón le estallaba en el pecho. Una mezcla de celos y de fascinación por la escena le poseía y desgarraba sus entrañas. Lucrecia surgió detrás de él y entró en la alcoba dando saltitos. Murmurando tonterías, la joven Borgia desanudó los últimos lazos del corpiño de Laüme; después, se apoderó de los bellos senos medio desnudos y los masajeó sabiamente para hacer enrojecer los pezones y endurecerlos aún más. Enardecido por esta visión, gruñendo y babeando como un jabalí, César aumentó la cadencia de sus embestidas. Levantó más arriba los muslos de Laüme y se hundió en ella, cada vez más rápido y más hondo. Dragoncino no resistió más. Avanzó hacia Lucrecia, que acababa de desabrocharse el vestido revelando su cuerpo de bejuco henchido de savia.
En los meses que siguieron, los cuatro repitieron a menudo estas diversiones. A veces, otros se unían a ellos, hombres y mujeres elegidos por su nobleza y su bella apariencia, patricios de la corte del Papa o diplomáticos extranjeros. Dragoncino compartía a
Laüme sin más reservas. Le producía placer ver que se entregaba como una ramera a otros hombres. Le gustaba y ya no le daba miedo, porque ella siempre volvía a él, incluso después de haber pasado la noche con César y sus gentiles amigos, cuando él no había sido invitado a la orgía. Ella se tendía a su lado, húmeda del semen de extraños, pero tierna y envolvente. Él era el único a quien le decía palabras de amor cuando se enlazaban y, sobre todo, el único a quien murmuraba promesas y secretos.
– Haré de ti un gran señor -le juraba-. Más poderoso que los Borgia. Y a tu hijo… Para empezar, pondré sobre tu frente la corona de hierro de los antiguos reyes lombardos; después, te convertiré en papa y emperador a la vez. ¡Mejor aún! Tu familia, Galjero, manejará las dos espadas, la del poder espiritual y la del temporal, como tú mismo empuñaste dos espadas contra el rey de Francia en el campo de batalla.
Entonces Laüme deslizaba dentro de sí el sexo enhiesto de su amante, y los ojos de Dragoncino brillaban como estrellas.
Algunos meses después de su llegada a Roma, César le pidió a Laüme un filtro capaz de poner fin a la vida de Giovanni, su hermano mayor, a cuyos cargos y honores aspiraba. Una vez cumplido este servicio, Laüme pidió a cambio un elevado tributo en gemas y un palacete en el Aventino cuya elegante arquitectura le gustaba. Más que encantado de haber encontrado una envenenadora de talento, César satisfizo todas sus demandas.
– ¿Podrías encargarte también del marido de Lucrecia? -le preguntó César poco tiempo después de que su hermana se casara con Alfonso de Aragón-. Ella no lo ama en absoluto y desea recuperar su libertad.
– Nada más fácil -aseguró Laüme-. Que tu hermana me traiga un solo cabello de ese hombre. No necesito más para darle muerte.
– ¿Qué retribución deseas esta vez? ¿Más joyas? ¿Oro?
– Quiero que tomes a Dragoncino como capitán de tu guardia. Pronto vas a liderar batallas, ¿no es así? Galjero se aburre, y nada le gusta más que cabalgar y cortar cabezas. Es un buen soldado. No te arrepentirás de tomarlo.
Borgia sonrió y acarició un instante la mejilla de Laüme.
– ¿Así que sabes que parto a la guerra? ¿Quién te lo ha dicho? Es un secreto que pocos conocen.
– Nadie te ha traicionado, Borgia. Para mí es fácil adivinar tus intenciones. Dejo a menudo que te derrames en mí, lo cual me permite conocerte bien… Lo que ignoro todavía es el nombre de la presa que has elegido.
– Para empezar, será la villa de Forli, en la Romagna. Está gobernada por una Sforza, una harpía que no merece el poder. En cuanto a Dragoncino, es cosa hecha; vendrá a mi lado cuando emprendamos la marcha.
Apenas cinco días después de que Lucrecia le cortara a Alfonso de Aragón una mecha de su abundante cabellera mientras éste dormía, una capa de podredumbre, que ningún boticario pudo eliminar, vino a cubrir la piel del desgraciado esposo. Una semana después, cosían la mortaja sobre su cuerpo descompuesto. A cambio, y en cumplimiento de la promesa hecha, César confirió un grado a Galjero y lo admitió en su estado mayor. A principios de la primavera, entró en la Romagna encabezando un ejército de mercenarios. Para el solsticio de verano, Forli, Ferrara, Módena y Parma habían caído, y el estandarte con el toro rojo de los Borgia lucía con orgullo en la fachada del ayuntamiento. Con las primeras lluvias del otoño, Borgia reinaba de hecho sobre media provincia. Dragoncino Galjero le había conseguido en dos ocasiones victorias decisivas.
– Laüme sabía lo que hacía al recomendarte a mí -dijo César a su capitán una noche que estaban en la tienda examinando unos mapas dibujados por Leonardo da Vinci-. Eres un estupendo galán con las mujeres, es cierto, pero tus verdaderos talentos son los militares, sin duda. Mantente fiel a mi causa y pondremos en jaque al rey de Francia. ¡El Louvre será nuestra residencia! ¡Qué banquetes nos daremos!
– Antes de eso, tendremos que asegurarnos algunos feudos -moderó Dragoncino-. Nuestras conquistas nos granjean no pocas enemistades. Los pequeños señores intrigan contra nosotros.
– Que los gorriones se alíen con los pardillos. Eso no impedirá que el buitre los despedace a todos.
El hielo precoz de finales de octubre puso fin provisionalmente a las maniobras militares. Borgia y Dragoncino regresaron a Roma tras dejar las plazas fuertes en manos de hombres de confianza. Prevenido por un mensajero, Laüme acudió a su encuentro en la llanura, indiferente a la nieve que había empezado a caer tan copiosa como en las montañas de Valaquia. Con un pequeño halcón en la muñeca, envuelta en una gran capa que caía suavemente sobre la grupa de su caballo, galopó hasta los dos hombres y regresó a la ciudad con ellos, que estaban muy animados con sus historias de batallas y de sangre derramada.
– Hemos arrojado a la vieja Sforza de Forli al fondo de su propia cárcel -dijo Borgia, divertido-. ¡Que reviente!
– Y hemos pasado a cuchillo a todos los nobles de Parma -añadió Dragoncino-. ¡Ahora hay sitio para la nueva generación!
Laüme aplaudió estas noticias. Aquella misma noche, ordenó dar un magnífico banquete para sus héroes, en compañía de Lucrecia y de algunos gentilhombres escogidos. El servicio estaba cubierto por una cohorte de criadas en uniforme de lansquenetes en los que largas aberturas sabiamente dispuestas permitían apreciar el perfil de sus senos y las redondeces de sus nalgas. El sonido de las copas al chocar y de los cuerpos al unirse resonó en el palacio de Laüme hasta la aurora. Durante el invierno se organizaron diversiones cada vez más suntuosas.
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