Laüme se había agregado al ingeniero Da Vinci, que servía de ordinario de arquitecto militar y topógrafo para César. Durante los meses fríos en los que no podía recorrer las provincias para designar mapas útiles para la guerra, Leonardo imaginaba los mecanismos más complicados para superar en audacia y refinamiento a su rival, Brunelleschi. Empezó por rediseñar por completo los jardines del palacio, donde hizo construir inmensos aviarios y varias extravagancias, y mezcló superficies de agua hirviendo con fontanas que lanzaban agua de colores. Para el baile celebrado con ocasión del plenilunio de diciembre, imaginó engranajes que movían siete enormes bolas huecas que giraban unas alrededor de otras, a imagen de los planetas en el cielo. El trono en el que se sentaba la anfitriona constituía el eje del ingenio. Cada vez que una esfera entraba en su órbita más cercana, un personaje caracterizado surgía de su interior para cubrir de flores a Laüme y besar su bonita boca.
La noche en que se celebraba el nacimiento de Cristo, se representó una gigantesca pantomima en la que cada cual interpretaba a un dios o diosa del Olimpo. Disfrazada de Ceres, Lucrecia recorría las salas en un carro tirado por caballos cubiertos con caparazones que adquirían la apariencia de dragones. Protegido por su guardián, Dragoncino vestía la túnica de Orfeo y encantaba a bestias salvajes auténticas, tigres y leones capturados en la India o en África. Unas ninfas ataviadas con togas sutiles sufrieron los asaltos de una tropa de sátiros cornudos, hasta que César Borgia, disfrazado de Hércules, puso en fuga a los monstruos y recibió el ardiente homenaje de las rescatadas. Unos figurantes, revestidos por una especie de escayola, ocupaban en los nichos el lugar habitual de las estatuas. Inmóviles, declamaban sin cesar versos de Petrarca o de Virgilio.
La fiesta de primavera fue la más bella de todas. En los jardines, habilitados como un laberinto, se recreó la leyenda de la caza infernal del caballero Anastasio degli Onesti tal como la había pintado Boticelli. Con Laüme a la cabeza, veinte jóvenes patricias vestidas solamente con algunas joyas se dispersaron por los macizos y las glorietas. Doce caballeros galopaban en su persecución. Cuando eran alcanzadas, las fugitivas eran pasadas por el filo de cierta «espada», y después adornadas con una cinta que llevaba las armas de sus cazadores. El juego no terminó hasta el alba, cuando cada perseguidor hubo decorado con su blasón el cuerpo de las veinte gacelas.
Cada mañana, Laüme hacía quemar los vestidos que había llevado el día anterior, incluso los que estaban bordados con metales preciosos o sembrados de brillantes cornalinas o de lapislázuli.
Cada día de la semana tenía un color asignado según su referencia astrológica. El lunes, Laüme se cubría de los tonos grises y nacarados de la Luna y sólo llevaba perlas. El martes, día de Marte, sólo quería rojo y no toleraba más que rubíes sobre su piel. El miércoles estaba gobernado por Mercurio, cuyo color es el azul y cuya piedra es el zafiro. El amarillo se reservaba para el jueves, día de Júpiter, y el verde para el viernes, dominio de Venus. Los sábados llevaba vestidos negros en honor de saturno, y el domingo blancos para imitar los rayos del sol.
– ¿Crees que tu padre aceptaría nombrar a Galjero obispo de una de las ciudades que ha conquistado para ti? -preguntó Laüme a César cuando empezaban a brotar los primeros granos por efecto del tiempo templado.
– Si sabes mostrarte comprensiva hacia las necesidades particulares de la edad de Su Santidad, no dudo que la respuesta será favorable -dijo el príncipe, sonriente-. Pero ¿a qué viene este capricho? ¿Crees que Dragoncino está hecho para el hábito? ¡Es una idea sorprendente!
Laüme sonrió sin contestar. Por la noche, acurrucada en los brazos de su amante, le susurró su proyecto.
– Quiero un título eclesiástico para ti. El Papa ha accedido a nombrarte obispo, pero hay que actuar deprisa. Alejandro VI es un anciano, puede morir dentro de poco. Quiero que sea él quien arregle este asunto, porque sé que es maleable como la cera entre mis dedos. Pero desde ahora mismo te pido que concibas un heredero. Sin más dilación. Acordaremos un matrimonio de conveniencia. Dejarás embarazada a tu mujer y encontraremos un pretexto para repudiarla en cuanto haya dado a luz. Luego, el Papa te hará obispo de Parma o de Ferrara… Y después veremos de hacerte cardenal.
– ¿Y finalmente Papa? -se entusiasmó Dragoncino.
– ¿Tú? No, amor mío. Aún no tengo la fuerza para abrirte esa vía. Pero quizás a tu hijo. La próxima generación de Galjero me aportará el poder que todavía me falta. Y entonces ya no seréis los mercenarios, sino los amos.
A la salida de la muy larga audiencia privada que Alejandro VI Borgia le concedió en el Vaticano en la intimidad de sus aposentos, Laüme había obtenido la promesa de su voto. En cuanto ella manifestara el deseo, Dragoncino sería ordenado sacerdote y, en los días siguientes, nombrado obispo de Parma.
– Sólo nos queda encontrar un partido conveniente para ti -le dijo a Dragoncino la noche en que volvió de la Santa Sede-. He hablado con Lucrecia. Me aconseja a Alessia, una sobrina de la veneciana Caterina Cornaro, la antigua reina de Chipre. Es un buen linaje.
– Tendrá al menos buena figura ese bicho raro… -se interesó el joven.
– ¡Eso no importa! -exclamó Laüme con viveza y con un punto de celos.
El compromiso y las bodas de Dragoncino Galjero y Alessia Cornaro fueron celebrados con unas semanas de intervalo. César Borgia los apremiaba a unirse porque quería que su mejor capitán estuviera listo lo antes posible para continuar con las conquistas y los saqueos.
Alessia era una muchacha bastante bonita de diecinueve años, alta, de rasgos finos, tez lechosa y largos cabellos lacios, tan negros como la tinta del calamar. Su testigo de boda fue su tía Caterina, una nonagenaria todavía vigorosa de quien se decía que había sido una de las mujeres más bellas de su época. Coronada reina de Chipre por su matrimonio con un Lusignan, había ejercido durante algún tiempo el poder en solitario, a la muerte de su marido, antes que la República de Venecia, que había pagado una dote de sesenta mil ducados por su matrimonio, la forzara a abdicar y se apoderase de la isla. Vivía desde entonces exiliada en un palacio aislado, no lejos de Treviso. Desde que los ojos penetrantes de la vieja soberana se posaron sobre Laüme, no la abandonaron en toda la ceremonia. Tras señalarle a su nieta a la criatura sin tapujos, la abordó directamente en la explanada de la basílica de Letrán, donde acababa de celebrarse la unión de Alessia y Dragoncino.
¿Eres lo que creo que eres, hija mía? -dijo Caterina con voz chillona.
Como Laüme fingía indiferencia, la otra insistió.
– La familia de mi esposo Lusignan sufrió en otros tiempos los tormentos de una furia de tu calaña. Ella se llamaba Melusina. El pobre Raimundino creía que ella lo haría feliz. No le trajo más que miseria y desesperación. ¿Y tú? ¿Qué desgracia harás pesar sobre la cabeza de estos niños que acaban de consagrarse el uno al otro bajo la mirada de Dios todopoderoso?
– No sois más que una vieja loca, amiga mía -replicó Laüme riendo-. El sol de Nicosia ha debido de trastornaros el cerebro. Id enseguida al banquete a atiborraros de rosas confitadas. Los dulces son las últimas alegrías que os quedan.
– ¿Qué quería esa momia? -susurró Dragoncino cuando Laüme pasaba cerca de él.
– Nada importante. No te preocupes por eso. Ve a cumplir contu deber con tu esposa y vuelve pronto conmigo. Tengo ganas de ti…
Pero aquella noche Galjero experimentó un vivo placer al acariciar la carne tierna de Alessia. Laüme lo sintió. Su humor se iba envenenando a medida que la noche desgranaba sus horas sin que su amante se dignara abandonar la cámara nupcial. Una hora antes del alba atravesó las puertas de su palacio y caminó al azar por las calles mojadas por la llovizna. Un fuego maligno de mujer encañada y en busca de venganza ardía en su bajo vientre. En un callejón de empinada cuesta, estrecho y sombrío, tres borrachos golpeaban la puerta de una taberna berreando injurias. Laüme se acercó a ellos y permitió que sus manos rugosas tentaran sus formas y amasaran la suavidad de su piel bajo los brocados. De rodillas, los satisfizo primero con la boca, y después se tumbó en la plataforma de un carro para que gozaran de ella deslizándose entre sus piernas uno tras otro. Con los sentidos aún en carne viva, vagó todavía un rato siguiendo el curso del Tíber antes de volver al palacio, amargada como jamás lo había estado.
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