– Los guardianes están listos -anunció-. Voy a enseñaros cómo mantenerlos con vida y fortalecerlos. Una vez que los hayáis escondido cerca del umbral de vuestras casas, ningún inquisidor podrá penetrar en ellas.
Fatigado, apenas interesado en el saber que la muchacha transmitía con gravedad a los dos boquiabiertos vejestorios, Dragoncino fue a tenderse en la hierba contra el tronco de un limonero. Envuelto en su capa, se puso a contar las estrellas y se sumió en el sueño mientras ponía los ojos en Sirio.
La punta mojada del zapato de Laüme contra su mejilla le despertó al alba. Cubierto de rocío, temblando, pero feliz al contemplar el rostro de su amada dorado por el sol naciente, el muchacho se levantó de un brinco. Sacudiéndose como un perro joven, proyectó a propósito gotas de agua helada sobre Laüme, que se echó a reír y huyó como una niña entre los árboles. Él se lanzó tras sus pasos, saltó sobre ella como un lobo sobre una gacela y la hizo rodar entre las flores. Envueltos en sus pieles y apretujados uno contra el otro en el banco, Marsilio Ficino y Cristoforo Landino bebían a sorbos un bol de miel caliente con grosellas machacadas y se daban codazos.
– Ya lo ves, Marsilio -dijo Landino-, no estábamos equivocados. Nuestros viejos maestros tenían razón. Jámblico, Porfirio… ellos sabían que hay que poner fe en la existencia de las amables ninfas. ¡Existen! ¡Existen de verdad!
– ¡Ah, si Gemistos Plethon y Cosme de Médicis hubieran podido conocer a Laüme! -suspiró Ficino-. Si solamente hubiera aparecido en la época del Concilio… El espejo roto de Afrodita habría podido arreglarse al fin y el gran Pan hubiera vuelto a reinar en el mundo.
– ¿Y quién te dice que no es ésa la verdadera intención de está criatura sublime?
Riendo, a cual más mojado y con los cabellos constelados de briznas de hierbas y de pétalos arrugados, Laüme y Dragoncino volvieron junto a sus anfitriones. Unos sirvientes trajeron huevos y aceitunas, queso y panceta, cuellos de cisne estofados y vino dulce.
Cuando todos se hubieron saciado, Laüme y Dragoncino se despidieron, tomaron sus monturas y atravesaron el Ponte Vecchio sin que ningún comerciante los llamara. Los tenderetes de tablas de los parapetos estaban casi todos cerrados, y los pocos que aún ofrecían alguna mercancía vendían telas ásperas y descoloridas y crucifijos de madera.
– Si esto es la ciudad de Dios, me iré a vivir a la del Diablo sin pensármelo -murmuró Dragoncino mientras observaba con disgusto a su alrededor.
Al extremo del puente, veinte o treinta «aulladores», niños espías dirigidos por Savonarola, estaban sentados cerca de una fuente. Sus harapos habían sido frotados con carbonilla para oscurecerlos, y cada uno de ellos portaba un garrote de hierro en la cintura. Cuando vieron llegar a la pareja, se pusieron en pie, y el mayor, de rostro desfigurado por el acné y con orejas salientes, avanzó con osadía.
– ¡Vosotros dos! ¿No sabéis que está prohibido llevar ropaje de colores y montar a caballo? ¡Éstos son signos de orgullo que desagradan mucho a Dios nuestro señor! ¡Desmontad y desnudaos! Como penitencia, iréis desnudos a implorar su perdón a la iglesia más cercana; después os atarán a la picota dos o tres días exponiendo vuestras partes pudendas para doblegar un poco vuestra altivez.
Los otros niños sacaron sus porras y se acercaron, medio fanfarrones, medio feroces, excitados con el pensamiento de las estupendas escenas que se avecinaban. Dragoncino ya aferraba la empuñadura de su espada cuando Laüme retuvo su brazo.
– ¡Espera! -le dijo en un murmullo-. Quédate montado y déjame a mí tratar con estos piojosos.
Cuando ya las manos aferraban los bajos del vestido de Laüme para desgarrarlo y las botas de Dragoncino para tirarlo al suelo, el granujilla ordenó de repente que se detuvieran. Sus rasgos se transformaron; de burlones y malignos pasaron a expresar una suerte de éxtasis místico.
– ¡Dejadlos -gritó a sus tropas-. Esta noble amazona es una santa, y su escudero, un arcángel. Vienen del cielo y son nuestros señores. ¡Dejadlos, os digo! Vuestros ojos son demasiado sucios para ponerlos sobre ellos, y vuestras manos están demasiado cargadas de pecados.
Los niños no sabían qué hacer. Uno de ellos hizo caso omiso de la orden de su jefe y dio un tirón seco del vestido de Laüme, provocando con su acto el desgarro de una costura. Loco de rabia, el de los granos se echó sobre él y le golpeó con su cachiporra invocando sacrilegio. El rebelde, inconsciente, cayó como un pelele. Los otros niños retrocedieron, sin comprender por qué su jefe les privaba de repente de semejante ocasión de ver, y acaso de palpar, los encantos de la bella dama. Hubo murmullos de desaprobación, pero la negra mirada que el adolescente dirigió a su tropa aquietó al instante todo amago de motín. El capitán de los «aulladores» arrancó con la mano una rosa que florecía al borde de un muro y se la tendió a Laüme, que le dio las gracias, risueña ante su cortesía. El muchacho se inclinó haciendo mil gracias ridículas y desmañadas.
– Adonde quiera que vayáis, os escoltaremos para que nadie ose molestar a vuestra señoría -dijo, después de algunos rodeos con torpes cumplidos.
Laüme y Dragoncino llegaron así, bajo la mirada asombrada de los escasos transeúntes, al palazzo degli Specchi. Laüme puso algunas cosas en un gran saco de cuero, mientras que Dragoncino la esperaba fuera. Los amantes dejaron Florencia por la puerta de San Giorgio cuando sonaba la sexta, la hora canónica de mediodía. Por el camino de Arezzo y de Viterbo, llegaron a Roma en cinco días.
– ¿A qué juego vamos a jugar ahora? -preguntó Dragoncino cuando llegaron a la vista de las siete colinas.
– Es una sorpresa -contestó Laüme acariciando el cuello de su caballo-. Pero hay mucho que hacer, y te prometo que vamos a divertirnos como nunca.
«Un toro de gules en campo de oro sobre bordura de sinople y ocho brezos de oro.» Tal era la lectura heráldica de las armas de la casa Borgia. Nacido en España poco más de sesenta años antes, Rodrigo de Borja, el papa Alejandro VI, había italianizado su nombre y sus costumbres mucho tiempo atrás. Lujurioso, amante del dinero y los placeres por encima de todo, había gastado una fortuna para comprar su elección a la silla de San Pedro, dinero que recuperaba muy ventajosamente al conceder sus indulgencias a precios exorbitados. Fino político, hipócrita, a todas luces carente de escrúpulos, había reprimido con brío una revuelta de la curia dirigida por el cardenal Della Rovere, hombre próximo a Savonarola. De temperamento sanguíneo, menos letrado que Pío II pero también versado en literatura cortesana, era padre de cuatro bastardos, entre ellos una hija. Los dos mayores eran remilgados e insulsos; los dos menores, bellos y voluptuosos.
– Conozco un poco a César, el benjamín de los hijos del Papa -dijo Laüme-. Nos vimos muchas veces en Florencia. Es apenas mayor que tú, pero ya ha sido consagrado cardenal. Empezaremos por colocarnos detrás de su estela. Ha abandonado hoy mismo su cargo, pero es astuto y ambicioso. Estáis hechos para entenderos.
A sus veintiún años, César Borgia tenía perfil de águila y unos iris de un negro insondable. Su elevada estatura, su nariz recta y su corta y cuidada barba hubieran hecho de él un hombre atractivo para las mujeres incluso aunque no hubiera tenido la fortuna de nacer Borgia. Cuando supo que Laüme acababa de franquear las puertas de la villa, la hizo llevar a su mansión del barrio de Borgo, a orillas del Tíber, a dos pasos de la basílica de San Pedro. Dragoncino no había visto en su vida un palacio tan vasto, tan suntuosamente decorado con estatuas de mármol y frescos de vivos colores. César Borgia ofreció a sus visitantes hospitalidad por tiempo ilimitado.
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