Philippe Cavalier - La Dama de la Toscana

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Moscú, 1947. En un despacho de los servicios de inteligencia soviética, Dalibor Galjero se confiesa. Es el último de su linaje, y unido desde hace siglos al hada Laüme, ha pagado un alto precio por ser tan poderoso como su pareja. Por otra parte, sus habilidades podrían ser de gran ayuda para los rusos en la guerra fría que acaba de empezar. Pero tres hombres han jurado acabar con Dalibor y Laüme: Tewp, Monti y Gärensen, junto a la anciana e intrépida Garance de Réault, están decididos a jugar las últimas bazas de una partida en la que parecen llevar las peores cartas…
La tetralogía El siglo de las quimeras culmina en La dama de la Toscana, un relato de terror e intriga, acción y aventura, que nos conduce de los desiertos de Asia Central a los palacios de Venecia, de la corte de los Borgia al París de Alexandre Dumas, de los bosques de Transilvania a las planicies del Transvaal… Un bello, terrible, misterioso tapiz, tejido con los hilos de lo humano y lo numinoso, de la historia y la magia negra.

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– ¿Qué quieres decir?

– ¡Enséñame, Laüme! ¡Enséñame tu ciencia! He sido tu alumna en los secretos de la carne; me he mostrado aplicada y dócil. Muéstrame ahora la vía para elevar mi espíritu. Por difícil que sea, estoy dispuesta a seguirte…

Laüme sonrió. Las dos mujeres estaban sentadas bebiendo un vino espeso en el alféizar de una alta ventana ojival. Más abajo, un vergel ceñido por un muro de piedras ásperas se extendía en terrazas a lo largo de las suaves ondulaciones del Aventino. Era a finales de abril. Los perales estaban en flor y el viento cálido hacía temblar los carmines y las rosas henchidas por la luz del sol. No lejos de allí las cornejas volaban cantando alrededor de un campanario de ladrillos pálidos y adobe de color ocre. Sin responder, la mirada perdida en el azur, Laüme, soñadora, desató su camisa y vertió el resto del vino sobre sus senos descubiertos. Alessia tendió las manos y pellizcó suavemente los pezones antes de chuparlos. La mano de Laüme acariciaba su nuca mientras ella se aplicaba al lavado.

– No soy una buena profesora -declaró al fin cuando terminó la original tetada-. Yo misma tengo tanto que aprender… ¿Y en qué piensas emplear las enseñanzas que me pides? ¿De qué pueden servirte, si yo estoy aquí para daros los cuidados, las protecciones y las diversiones que necesitáis Uglio, Dragoncino y tú misma?

– Tú eres para mí más que una hermana -arguyó Alessia, incorporándose-. A cambio, yo quiero ser para ti algo más que una simple compañera de orgías. Y algo más que la madre de tu futuro amante. Mi alma arde con los misterios del mundo y desde que te revelaste a mí ya no puedo tener fe en la religión de mis padres. Necesito de otros consuelos, de otras respuestas… Quiero buscarlas contigo.

El fuego que ardía en la mirada de Alessia era tan fuerte que Laüme quedó atrapada. Nunca hasta entonces había visto una fiebre como aquélla animar un rostro humano. Ni siquiera cuando los hombres la tomaban. Ni cuando los niños veían acercarse la cuchilla que ella blandía para cortar el hilo de sus vidas.

– El deseo es la más poderosa de las imprecaciones, Alessia. Lo que ruge en el fondo de ti, sin duda, es muy fecundo… ¡Sea! Acepto. A decir verdad, esto me complace, aunque hubiera deseado que Dragoncino expresara un día la petición que acabas de formular. Pero está bien así. Me aplicaré a ser una buena profesora contigo. De este modo, las dos podremos formar al pequeño Uglio cuando sea algo mayor. El error que cometí con Nuzia, la madre de Dragoncino, no se repetirá.

Laüme aferró el crucifijo que nunca había abandonado el cuello de Alessia y rompió el fino cierre. Tiró el amuleto en un brasero en el que crepitaban plantas aromáticas y contempló la pequeña figura de oro de Cristo fundirse en las brasas.

– La imagen de ese falso dios no te llevará a ninguna parte -afirmó.

– ¿Me pides que adore a Satán? ¿Tendré que acudir al sabbat y dejarme violar por Belcebú y sus legiones?

Laüme se echó a reír.

– El Diablo no existe más que el Dios único de los judíos, de los cristianos o de los mahometanos. Sólo los locos y los ignorantes dividen el mundo en dos partidos rivales. No. La realidad es más compleja, más sutil, y más bella también.

– ¿No hay Dios? ¿No hay Diablo? ¿Tampoco hay Paraíso ni Infierno, entonces? ¿Qué pasa con las almas cuando el cuerpo desaparece?

– Las almas son el fruto de la voluntad, Alessia. Se forjan en el curso de la vida. Lo que les da forma son las pruebas y los placeres. Y hay que decir que muy pocos humanos pueden jactarse de poseer un alma de verdad.

– ¿La muerte es el fin? ¿No hay nada más allá?

– Para la mayor parte de los hombres, ésa es la verdad: la muerte es el punto final. Irreversible. Su vida no ha significado nada. En cambio, para los pocos que han empleado su existencia en condensar en su interior un fragmento del espíritu eterno, la muerte es sólo un umbral. Muchos caminos se abren más allá.

– ¿Y yo? -dijo Alessia con ardor-. ¿Tengo un alma? ¿Tendré otras vidas?

Laüme tomó entre sus manos el rostro de la joven Cornaro y besó sus labios todavía brillantes de vino y saliva.

– Los placeres de la carne a los que te has entregado han comenzado a elaborar un germen en ti. Pero eso no es suficiente. Tendrás que experimentar más deseo aún, más voluntad. Tendrás que afrontar desafíos. Pero presiento que pronto tú también podrás poseer un alma.

Aquella noche, las dos mujeres permanecieron solas e hicieron largamente el amor sin otro testigo de sus retozos que un monito doméstico comprado a un mercader que juraba haberlo traído de Cipango. Cuando se despertó con las primeras luces del alba, Alessia vio que Laüme observaba su ombligo en su cuerpo desnudo. Como petrificada, sus costados apenas agitados por un aliento imperceptible, el hada contemplaba esa marca que ella no poseía. Cornaro no se atrevió a moverse. Por fin, Laüme pasó la mano por encima del pequeño orificio.

– Si algún día quieres otro hijo de Dragoncino, desataré el amarre y tu vientre volverá a ser fértil.

– ¿Y tú? -preguntó ella-. ¿No puedes dar la vida?

– No, eso es imposible. O al menos, yo no conozco la manera. Como yo misma no tengo padre ni madre, creo que nada saldrá jamás de mis entrañas.

– ¿Eso es doloroso? ¿Te entristece?

Laüme no contestó. Se limitó a volver el rostro hacia la sombra, dejó el lecho desordenado y llamó a las doncellas para que la vistieran.

– Vamos a salir esta mañana -le dijo a Alessia-. Prepárate.

Con el macaco, que se divertía pasando alternativamente por sus hombros, las dos bellezas vagaron por los barrios de los mercaderes hasta el mediodía. En una tienda de especias, Laüme eligió azafrán y comino, pimienta y clavo. A un vendedor de incienso le compró ámbar gris del Báltico, benjuí y almizcle. En la tienda de un mercader de telas, adquirió sedas y damascos de Oriente. En cada calle, distribuía sonriente gruesos ducados perfumados; los pobres mendicantes la llamaban «buena dama» o «santa», temblando de emoción mientras recibían sus cuantiosas dádivas.

– Gastas en limosnas tres veces más que en las tiendas -observó Alessia en tono de reproche-. ¿Es que el dinero no tiene valor para ti?

– Ninguno, mi dulce cuervo. El dinero es la cosa más vulgar y más sucia del mundo. Pasa de mano en mano, de bolsa en bolsa. ¿Lo has pensado alguna vez? ¿De dónde vienen las monedas que chocan entre sí hoy dentro de tu bolsa? Ayer, quizá pertenecían a un leproso; el día anterior, a un burgués enfermo del mal francés, y el anterior, a un cerdo vestido de sarna. Más vale deshacerse de esos sucios discos lo antes posible. Eso es lo que pienso.

– ¿Sabes alguna manera de hacer oro, Laüme? -se entusiasmó Alessia-. ¿Eres alquimista? ¿Conoces el secreto de la piedra filosofal?

– ¡Eres tan ingenua, pequeña Cornaro! Encontrar oro es mucho más simple que fabricarlo. Mis ojos están más abiertos que los tuyos. Donde tú sólo percibes la blancura de la nieve, yo veo mil matices de blanco. Donde tus pupilas distinguen diez tonalidades de verde en los ramajes de un bosque, las mías captan mil o más… Por eso reconozco la tierra que se ha removido para cavar un escondrijo, y percibo una joya perdida que brilla entre el musgo, o un anillo que luce en el fondo de un charco. Y aunque dilapidara todos los tesoros olvidados de Italia, siempre quedarían las minas de oro del primer Galjero para volver a llenar nuestros cofres.

– ¿Minas de oro?

– En Valaquia. El padre de Dragoncino conocía su emplazamiento. He hecho un mapa a grandes rasgos para tu marido. Quizá será útil…

Alessia frunció los labios para reprimir las preguntas que se agolpaban en su mente. Ella jamás podría encontrar tesoros como Laüme, pero apoderarse de una mina de oro, ¡eso sí! Eso era humano, era posible. Alessia soñó un instante, los planes para sonsacarle a Dragoncino el mapa del tesoro bullían en su cerebro. Cuando la mano de Laüme se posó sobre la suya, casi se sobresaltó. Sin que ella se hubiera dado cuenta, el paseo las había conducido a ambas a un campo desierto, fuera de los distritos comerciales. Era la hora más calurosa. A su alrededor, las casas estaban sumidas en la penumbra por los postigos entornados, y sus habitantes, amodorrados, hacían la digestión como unos benditos.

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