– El dios benefactor Ganesha -explicó Swamy- El protector de los humildes. Y el enemigo de las serpientes…
Sentí un roce entre las piernas. Ulitivi , la mangosta, venía a ver a su amo. Como un gato, el animalito se acurrucó en los brazos del niño, cuyos músculos apenas tenían la fuerza suficiente para apretarlo contra su cuerpo. Se durmieron juntos cuando abandonamos la habitación.
– Ahora que esta operación ha llegado a su fin, Tewp, le desembarazaremos de este perro negro que le corroe -anunció Darpán.
– ¿Este perro negro que me corroe?
– Desactivarán el hechizo, oficial -se expresó más sobriamente Réault.
Como supe más tarde, los principios del contrahechizo son tan simples como los del maleficio, pero Darpán no trató de explicarme entonces todas las sutilezas de su arte.
– Hay algo que me sorprende en la técnica que la mujer ha utilizado para su obra de muerte -comentó no obstante-. No sé cómo librarle de ella. Tal vez sea doloroso. Y peligroso. Pero luego tendremos que hablar. Porque esta mujer utiliza saberes ajenos a los de los hechiceros tradicionales. Tendremos que descubrir quién le ha inculcado, tan joven, semejantes conocimientos; y llegado el caso, impedir que los dos vuelvan a encontrarse en situación de perjudicar a nadie… Además de trescientas libras inglesas, éste será el pago si se cura. ¿Lo acepta?
Un poco sorprendido al ver a unos sacerdotes tan ávidos por sacar partido de sus servicios, dirigí una mirada incrédula a madame de Réault.
– Los Bon Po son terriblemente eficaces, pero no se distinguen por su desprendimiento. ¡Lo lamento, señor oficial!
– Si lo consiguen, pagaré…
– ¿Nos lo dará todo? ¿El dinero y las informaciones sobre la chica? -insistió Darpán marcando las sílabas.
– Sí, les daré todo lo que quieran si impiden que esta lepra me corroa del todo -prometí, a punto de sufrir un ataque de nervios.
– Muy bien, pues. Empezaremos mañana mismo. A juzgar por lo que madame de Réault nos ha dicho, dispone usted de sus noches.
– Hasta ahora, sí. Pero no sé hasta cuándo. Temo que puedan arrebatarme esta libertad en cualquier momento.
– Esto, oficial, es asunto suyo, no nuestro. Mañana por la noche salga de su acuartelamiento con el caporal Swamy. Nosotros le esperaremos en su casa. Es lo mejor. Lo tendremos todo dispuesto. Mientras tanto, y como último acto por esta noche, córtese las uñas y entréguenos los recortes.
Réault me dirigió una mirada entristecida. A buen seguro debía de sentir que el tal Darpán no era exactamente el hombre en quien me hubiera gustado depositar mi confianza…
De un modo que consideraba increíble, mis escapadas de la prisión seguían pasando totalmente inadvertidas. Si bien es cierto que contaba con las mejores complicidades que uno pueda imaginar, ya que los propios carceleros me abrían las puertas y falsificaban los registros para engañar a la soldadesca británica, de todos modos aquello no dejaba de sorprenderme. ¿Hasta ese punto de descomposición había llegado el Imperio que un prisionero podía, con cierta dosis de suerte, abandonar su celda y disponer de su tiempo como mejor le pareciera? No era algo precisamente tranquilizador de cara al futuro. Habíamos hablado con Nicol de esta relajación general del servicio.
– ¡Decididamente, Tewp, todo se va al garete! No sólo nuestro rey no está a la altura en los asuntos internos (sí, ya sé que no debería decir algo así, pero es una opinión extendida aquí, e incluso su coronel Hardens no se priva de decirlo cuando ha tomado una copa de más en el comedor de oficiales), sino que siente algo más que simpatía por nuestros enemigos. ¿Sabe que hizo el saludo hitleriano el día en que el nuevo embajador de Alemania le presentó sus cartas credenciales? ¡Como esos estúpidos futbolistas británicos en Berlín! Supongo que sí estará al corriente de esto, Tewp.
¿Quién no había oído hablar de aquello? Incluso yo, que apenas me interesaba por la actualidad y no prestaba ninguna atención a los eventos deportivos, había tenido noticia del incidente. Había sucedido en Londres, en el curso de mis primeras semanas en el servicio jurídico del MI6.
– ¿Ha visto esto, David? -me había dicho, mientras blandía un diario, un colega altanero que de manera habitual no me dirigía la palabra nunca.
Lo había visto, sí, no me había quedado otro remedio. Y aquello me había dejado un mal sabor de boca, sin que pudiera precisar exactamente por qué. Contemplar la fotografía de once ingleses con ropa deportiva con el brazo tendido frente a la tribuna donde se encontraba el canciller Adolf Hitler me había desagradado profundamente… como a una buena parte de la nación, por otra parte, lo que probaba que, si bien parecía que cualquier reflejo de sentido común había desaparecido de nuestra clase dirigente, éste aún latía entre el pueblo sencillo.
– Todo el mundo reverencia a Hitler y le trata de caballero. Nosotros le dejamos hacer, y un día, cuando sea bastante fuerte, se anexionará Austria y los Sudetes. ¡Entonces tendremos el mismo problema que en 1914 y todo volverá a empezar, no le quepa duda!
Hitler, la política internacional, la guerra que amenazaba tal vez; todo eso, en este instante, no me interesaba demasiado. Corroído por la peste roja que me había enviado Keller, sólo podía pensar en Darpán. ¿Podía confiar en ese hombre? ¿Y por qué parecía interesarse tanto por la espía del SD? Madame de Réault no me había revelado nada sobre él. Yo no sabía dónde le había conocido ni por qué le concedía tanta importancia. Era una especie de sacerdote sanador. Muy bien. Pero ¿qué más? Aquello no bastaba para definir a una persona…
A media tarde, mientras deliraba a medias bajo el efecto de una fiebre que no había dejado de subir desde la mañana -hasta el punto de que había renunciado a mi paseo cotidiano-, la puerta de mi celda se abrió y un hombre entró. No era Nicol. No era Panksha. ¡Era Surey! Ayudándose a caminar con un bastón, con las manos hinchadas aún a resultas de haberlas tenido demasiado tiempo atadas, el supuesto espía acercó la silla a mi cama. Me incorporé para encararle. Tenía un aire decididamente furioso y una de sus sienes mostraba un feo moretón. Su caída por el tobogán de la lavandería no había debido ser una experiencia agradable. Su llegada me sorprendió tanto que de entrada no supe qué decir.
– Aparentemente, no es usted tan estúpido como parece, Tewp -empezó con una voz que se esforzaba en mostrar indiferencia-. Había leído el informe que circula sobre su persona, y no desconfié lo suficiente. ¡Me equivoqué! Es usted un tipo con recursos y es diestro en ocultar sus cartas. Incluso es justo reconocer que es usted un as en este campo, ¿no?
– ¿De modo que me dijo la verdad? ¿Usted también pertenece a la Firma? -exclamé sorprendido, mientras me enjugaba con el dorso de la mano las gotas de sudor que velaban mis ojos- Lamento haberlo maltratado de esta manera. No creí en su historia, en el Harnett.
– Una lástima. Eso nos hubiera hecho ganar tiempo. Pero ¿qué le ocurre exactamente? Me han dicho que está enfermo.
Mentí a Surey, pretextando que sólo tenía una variante de alergia complicada con una gripe de caballo. ¿Cómo hubiera podido convencerlo entonces de una historia de hechizos de la que yo mismo estaba persuadido sólo a medias? El agente de Delhi gruñó con escepticismo, pero él no había venido a verme para informarse sobre mi estado de salud. Tenía otra cosa en la cabeza.
– ¿Cómo se las arregla para abandonar este lugar todas las noches cuando está bajo riguroso arresto? Aunque, a decir verdad, ésta es la menor de mis preocupaciones… ¡Si lo pillan en una de sus escapadas, no seré yo quien vaya a rescatarlo, Tewp! Sobre todo después de lo que usted y sus acólitos me han hecho pasar…
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