– Tendremos que hospitalizarle, muchacho. Lamento mucho tener que decirlo, porque estoy convencido de que esto no influirá en una mejora de su estado, pero al menos nos permitirá cambiarle los vendajes dos veces al día y alimentarle por perfusión. Ya ha perdido mucho peso. Si insiste en no comer nada, no le doy diez días, amigo mío…
Di las gracias a Nicol por su solicitud, pero insistí en que no me obligara a ingresar en el hospital al menos en cuarenta y ocho horas.
– Es una estupidez, y realmente no comprendo por qué lo hace. Pero después de todo, ¡es su pellejo el que está en juego! ¿Quiere morfina? Al menos eso aliviará el ardor…
Acepté con gratitud la inyección de opiáceos, lo que me permitió dormir y pasar la mayor parte del día en una benéfica inconsciencia. Mi cuerpo lo necesitaba. Y mi mente también. Estaba harto de debatirme desde hacía días en un océano de interrogantes que no conducían a nada. ¿Por qué Keller había venido a Calcuta? ¿Tenía realmente dones de hechicera? ¿Quién era Surey? ¿Proyectaba Küneck asesinar a Eduardo VIII en su visita a las Indias? Pero en ese caso, ¿por qué encontrarse con Keller en Bengala, una provincia apartada del circuito real? Nada de aquello parecía tener sentido. Durante largas horas, la droga me liberó felizmente de estos enigmas y me desperté casi descansado una hora antes del crepúsculo. Una hora antes de que Swamy volviera para llevarme al Harnett… En cuanto cayó la noche, partimos hacia el hotel. Swamy había estado de servicio todo el día en su regimiento y no había tenido noticias de Garance de Réault. El caporal estaba tan ansioso como yo, y su rostro se había endurecido. Creí que me guardaba rencor.
– Por supuesto que no, mi teniente. ¡A quien odio es a esa mala mujer! ¡A esa Keller! Creo que hubiera hecho bien eliminándola. ¡Es una bestia dañina a la que habría que ajustar las cuentas ahora mismo!
Ver a Khamurjee inerte y frío, con una serpiente enroscada sobre su cuerpo flaco, me había puesto en un estado de exasperación extrema hasta el punto de atreverme a todo la víspera por la noche. Es cierto, había querido matar a Keller. Y hubiera podido hacerlo si Surey no hubiera intervenido. ¿Pero hoy? ¿Encontraría todavía en mí la fuerza que infunde la cólera? Si Réault me anunciaba lo peor, no dudaba de mi respuesta. Pero ¿y si el pequeño se había salvado? No, realmente no me veía descargando fríamente mi arma contra la austríaca, como tampoco me veía hundiendo astillas de bambú bajo las uñas de Surey para obligarle a hablar… fuera quien fuese ese tipo. Swamy y yo pasamos con aire decidido ante el conserje del Harnett y subimos directamente a la habitación 434 con el ascensor. En el interior, una gruesa dama abrió desmesuradamente los ojos al vernos entrar en la cabina. Los efluvios de prisionero enfermo que flotaban en torno a mí penetraron directamente en su gran nariz empolvada, que se apretó con los dedos con un terrible gesto de desprecio. Finalmente, después de golpear tres veces a la puerta, entramos en la habitación. La única luz procedía de dos velas encendidas en la cabecera de la cama. Khamurjee, envuelto en mantas, estaba medio incorporado, con la espalda apoyada contra la pared, y bebía no sé qué brebaje humeante en una gran taza con el símbolo del hotel.
– Se despertó hace una hora -nos anunció Réault, con las pupilas brillantes y el pelo un poco alborotado-. Darpán y Ananda han hecho un trabajo excelente. ¡Está fuera de peligro!
Sentados frente a la cama, los susodichos Darpán y Ananda estaban tan inmóviles como dioses esculpidos. Swamy se acercó al chiquillo encamado y empezó a hablarle suavemente en hindi. El niño respondió débilmente, pero sus ojos sonreían. Swamy parecía a punto de llorar de felicidad.
– ¿Cómo lo ha hecho? -pregunté a Réault.
Pero ésta se contentó con encogerse de hombros y señaló a los dos brahmanes.
– Responder a su pregunta nos llevaría horas, sahih Tewp. Y creo que tenemos cosas mejores que hacer esta noche. Nos hemos ocupado del pequeño dalit, era lo más urgente. Y ahora hay que pensar en usted…
Era Darpán quien había hablado. El brahmán, alto sin ser flaco, era un hombre bien plantado de unos cincuenta años de edad. Su cabellera, oculta por el turbante negro, era imposible de ver, pero sus pestañas y sus cejas eran completamente blancas. Tenía una voz profunda y tranquila, la voz de un hombre en quien se puede confiar.
– Sin ellos, sería incapaz de ayudarle, oficial Tewp -dijo Réault-. Ellos practican lo que yo he visto hacer en los pueblos de las altitudes del Tíbet: curación de moribundos, contrahechizos… Y son capaces de hacer otras muchas cosas… Fueron iniciados por los Bon Po de las lamaserías del Himalaya. ¡Tal vez haya en el mundo sanadores más eficaces, pero si es así, yo no los conozco!
– ¿Y Surey? -pregunté-. ¿Sigue en el cuarto de baño? Tendríamos que ocuparnos de él. No podemos dejarle aquí después de que haya alquilado esta habitación a su nombre… ¡Swamy! Le necesitaré para evacuar a este tipo. ¿Cómo lo sacaremos de aquí?
El caporal se tiró del bigote.
– He estado pensando en eso toda la tarde. ¿Qué envergadura tiene?
– Es más o menos de mi estatura, pero un poco más corpulento. Usted mismo puede juzgarlo.
Entramos en el cuarto de baño. Surey seguía tendido en la bañera. Ya no se movía.
– Le hemos apretado tres veces un pañuelo impregnado de opio sobre el rostro. Duerme desde ayer por la noche -dijo madame de Réault, que se había deslizado en la habitación detrás de nosotros-. Era la mejor forma de proceder con tranquilidad.
– ¡Entrará! -anunció misteriosamente Swamy-. No se mueva, mi teniente. Será sólo un minuto.
El hindú salió de la habitación sin dar más explicaciones y luego volvió con evidente satisfacción.
– Podremos llevarlo. Levántelo por los hombros, yo lo cogeré por los pies.
Extraímos a Surey de la cuba de esmalte blanco y lo transportamos, sin cruzarnos con nadie, hasta el cuarto ropero de la planta, que Swamy abrió con una llave maestra que había cogido en la intendencia de su regimiento.
– ¡Vamos, mi teniente, lo lanzaremos por el tobogán! Aterrizará en el sótano sobre una pila de ropa sucia. ¡Mientras se entretiene dando explicaciones a la policía del hotel, tendremos tiempo de esfumarnos de aquí!
Lo juzgué una idea excelente. Lanzamos a Surey por la trampilla que servía para enviar la ropa sucia de los pisos hasta la lavandería. Con un ruido abominable, pero sin un grito, el prisionero se deslizó desde el cuarto piso hasta el nivel más profundo de los sótanos. Salir con Khamurjee en brazos no fue tan complicado como había creído. Por una razón muy simple, ¡éramos muchos! Cuatro hombres de aspecto extraño transportando a un niño envuelto en una manta y una dama de aire decidido podían permitirse el lujo de coger sin más el ascensor y abandonar el hotel cruzando el gran vestíbulo. Fuimos objeto de miradas inquietas, pero nadie pensó en detenernos para preguntarnos adonde se dirigía nuestro cortejo. Colocamos al niño en el Bedford y Swamy nos condujo a la casa de la hierba alta, donde Khamurjee permanecería en cama hasta que hubiera recuperado las fuerzas. Si bien la mayoría del veneno había sido purgado de su organismo, aún necesitaría cuidados, que los dos brahmanes se encargarían de prodigarle regularmente. Lajwanti instaló al pequeño en una habitación en la parte trasera de la casa, y luego encendió una vela y un bastoncito de incienso en un nicho abierto por encima de la estera del convaleciente. A la luz de la llama dorada, ya bañada en los vapores perfumados que se extendían por toda la habitación, vi la estatuilla de un hombre ventrudo con rostro de elefante. A sus pies yacían algunas flores frescas y un puñado de arroz cocido.
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