– ¿Cómo podría encontrar un uniforme de oficial de la policía militar, mi teniente?
– ¡Pues en la tintorería, claro está! -repliqué muy orgulloso de mí mismo.
Swamy refunfuñó, pero admitió que mi idea no era tan mala.
– ¡Habrá que negociar duro con el maestro tintorero, pero haré todo cuanto pueda!
Una hora más tarde volvía, todo sonrisas, con una bolsa en la mano.
– Traigo ropa y efectos personales para el teniente -oí que anunciaba al guardia que seguía plantado ante la puerta.
– He conseguido procurarme lo que me pedía, mi teniente. Pero hay un problema…
– ¿Cuál, Swamy?
– La graduación, mi teniente. ¡Sólo he encontrado un uniforme de coronel!
Llevar un uniforme que no fuera del propio regimiento suponía cometer una grave infracción del código militar, pero usurpar un rango lo era aún más.
– ¡Bah! -solté con fatalismo-. Estaba dispuesto a ser comandante o capitán. De modo que ¿por qué no coronel?
– Resulta usted muy joven para este rango, teniente -se alarmó Swamy.
Rechacé la objeción con un gesto displicente. Mis rasgos tensos me envejecían enormemente, y además no tenía otra elección. Si quería ser fiel a la cita con Darpán, debía actuar con decisión y rapidez. «No dudar, éste es el secreto», había dicho Garance de Réault justo después de haber abierto fuego sobre la serpiente. Era un buen consejo.
Hablamos de Khamurjee mientras Swamy me ayudaba a colocarme el uniforme con bocamangas rojas.
– Ha dormido hasta media mañana y ha vuelto a hablar. Cuando me fui para el servicio, Lajwanti le estaba dando de comer.
Creo que los brahmanes realmente le han salvado la vida. ¡Que los dioses sean alabados!
– ¿Dónde dice que fue a buscar a esta gente, Swamy?
– Madame de Réault me pidió que la condujera al templo de Kalighat Road. Es un monumento religioso sin sacerdotes. Allí sólo se instalan religiosos errantes que acometen su función por períodos a veces muy cortos. Cuando un brahmán llega, el que ocupaba el lugar vuelve a su vagabundeo. Es el único templo de este tipo en Calcuta.
– ¿A qué dios está consagrado?
– Está consagrado a una diosa: ¡Durga! -me dijo Swamy a media voz, como si temiera pronunciar este nombre.
Durga, la diosa de la muerte. ¡Así pues, los sacerdotes que habían salvado a Khamurjee y se proponían dejar sin efecto el hechizo que me corroía el cuerpo servían a un culto diabólico! No podía creerlo. Pero no era momento para perplejidades. Me embutí en el uniforme sin pérdida de tiempo y envié a Swamy a patrullar por el pasillo para que me advirtiera del cambio de guardia. Un minuto después de la llegada del nuevo Red Cap, adopté un aire severo, salí de la habitación y cerré la puerta de golpe a mi espalda. A la vista de mis galones, el soldado tensó la nuca y se puso firme. Pasé sin dirigirle una sola mirada, bajé los tres pisos con toda la calma del mundo y me encontré con Swamy en el exterior. Como aún estaba privado de mis papeles, abandonamos el cuartel por nuestro agujero del enrejado. El viejo Bedford, bautizado ahora por Swamy con el dulce nombre de Daisy , nos esperaba al otro lado del foso. En unos minutos estuvimos de vuelta en casa del caporal.
Ya era noche cerrada cuando nos encontramos con Darpán y Ananda en casa de Swamy. Madame de Réault también estaba allí. Quise tomarme un minuto para visitar a Khamurjee, pero Darpán me cerró el paso hacia la habitación del chiquillo.
– Está bien. Y lo que vamos a hacer nos ocupará toda la noche. Venga, Tewp. Verá al niño más tarde. Está todo dispuesto. Ahora tenemos que irnos.
De camino, planteé algunas preguntas que quedaron sin respuesta. Darpán no quiso decirme nada sobre lo que se suponía que íbamos a hacer.
– Cuanto más sepa ahora, más se limitarán sus oportunidades de cura. Si sale bien de ésta y mañana aún siente curiosidad, le responderé lo mejor que pueda -me explicó.
Madame de Réault, que, a pesar del ronquido del motor, había oído las palabras de Darpán, me dirigió una mirada llena de ternura, casi maternal.
Darpán indicó a Swamy una carretera rural que salía de la ciudad y discurría a lo largo del río. Con su frente enturbantada asomando apenas por encima del volante, el caporal conducía rápido y con eficacia. En menos de una hora y sobre una pista en mal estado, recorrimos treinta millas largas desde el centro de Calcuta. Darpán le ordenó detenerse entonces en el arcén y nos pidió que bajáramos. Yo estaba agotado. Las emociones del día combinadas con las dosis de morfina y la anemia que me consumía me habían dejado sin fuerzas. Swamy y Ananda tuvieron que sostenerme para que pudiera seguir al brahmán Bon Po, que avanzaba por un prado de hierbas altas que azotaba con una vara para hacer huir a las serpientes. Sólo he conservado un recuerdo vago de aquel paisaje. Recuerdo un cielo negro, sin estrellas ni luna. El grito de un pájaro resonando de pronto en las ramas de un árbol aislado, y una enorme y profunda línea de bambús que atravesamos por un sendero estrecho hasta llegar a un río de aguas burbujeantes.
– Ya casi hemos llegado -dijo Darpán, indicando con un gesto a los otros que me dejaran en el suelo-. Oficial Tewp, ¿seguimos de acuerdo sobre el precio que nos pagará por curarle?
– Trescientas libras inglesas, Darpán. No lo he olvidado -dije tratando desesperadamente de hacer llegar el aire a mis pulmones-. Trescientas libras e incluso más si detiene realmente la progresión de esta enfermedad.
Nunca me había sentido tan mal como en ese momento. Los efectos de la última inyección de opiáceos habían desaparecido hacía tiempo y las escaras me causaban unos dolores intolerables.
Además, ahora adivinaba que la «lepra Keller», como yo la denominaba, empezaba a actuar sobre mis órganos internos.
– Trescientas libras bastarán -continuó Darpán- A condición de que nos proporcione asimismo las informaciones que posee sobre la mujer que le ha hecho esto. Todas las informaciones.
Escupiendo una bilis mezclada con sangre y un humor amargo, prometí todo lo que el hombre del turbante negro me propuso sin hacer preguntas. De rodillas sobre el suelo blando de la orilla, hundiéndome en una especie de vacío, ya no estaba en condiciones de rechazar nada a quien se proponía ayudarme.
– Bien -aprobó Darpán pasando su mano por mis cabellos empapados de sudor-. Entonces, empezemos…
Parecía un gigantesco lomo de animal aflorando en medio de las aguas, pero no era más que una inmensa roca lisa, una enorme piedra de basalto, negra, reluciente, pulida desde hacía miles de años por la erosión líquida. Darpán me había llevado a la espalda hasta ella, solo, sin solicitar la ayuda de Swamy o de Ananda, saltando de roca en roca por un vado estrecho y peligroso que permitía, si se conocía su geografía, alcanzar casi sin mojarse la isla rocosa que se alargaba en forma de almendra en el centro del río espumeante. La noche era opaca y el firmamento, cargado de sombras, parecía muerto. Se necesitaban unos ojos de gato como los de Darpán para ver algo en aquella oscuridad. El brahmán me depositó en el suelo y empezó a desabrocharme el uniforme. Yo no tenía fuerzas para resistirme a este despojamiento humillante. Con todo, el viento de la noche deslizándose sobre mi piel, acariciando mi dermis purulenta, me hizo bien. Mientras Darpán doblaba mis ropas, oí unos pasos tras de mí. Eran de Ananda, seguido de Swamy y madame de Réault, que parecía haber franqueado el río con tanta facilidad como los hombres. El Bon Po sacó unos cuantos objetos de una bolsa que había traído consigo y los depositó a mi lado. Reconocí la caja de sombreros que contenía el cráneo de niño que Keller había adquirido a orillas del Hoogly, ese vult del que partía mi mal, y frasquitos de vidrio en los que reposaban aceites coloreados y un puñado de guijarros blancos que resonaron con un ruido mate al rodar al suelo. Darpán volvió hacia mí para retirarme los vendajes. Las llagas, en carne viva, volvieron a sangrar. El brahmán las estudió atentamente.
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