Marcela Serrano - Antigua vida mía

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De la noche a la mañana, Violeta Dasinski se vuelve noticia a causa de una tragedia tan inevitable como providencial, y su amiga Josefa Ferrer -con los diarios de Violeta en la mano- empieza a contar su historia… es decir la de ambas.
Aunque Josefa, una exitosa y angustiada cantante chilena, es la narradora, a su voz y la de Violeta se agrega la de `nosotras, las otras` (madres, abuelas, bisabuelas), suerte de coro griego y testigo de la experiencia femenina a través de las generaciones.
El relato, en un vívido contrapunto, irá trazando las búsquedas a un tiempo paralelas y divergentes de Violeta y Josefa, desde la infancia común en el Santiago clasista y turbulento de los años sesenta hasta el `viaje terapéutico` a la ciudad de Antigua.
El amor y la traición, la sexualidad y el dolor, la utopía y la muerte, las perversiones de la modernidad y la tensión entre lo privado y lo público: las vidas de Josefa y Violeta dibujan, como en un huipil multicolor, los anhelos y conflictos de la mujer contemporánea.

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– La única diferencia entre la arquitectura antigüeña y la española es que aquí las fuentes no están al centro del jardín, sino adosadas a un muro -me explica Violeta.

El color del estuco es rojo, ese rojo colonial que no llega a ser terracota. El muro de la fuente es blanco, con una línea del mismo rojo atravesándola en el borde, en su mismo nacimiento. El agua se corta sólo de noche.

Miro el número de puertas que dan a los corredores.

– ¿Qué haces con tal cantidad de piezas? – le pregunto, casi con envidia. Recuerdo la casa de la calle Gerona y ella diciéndome: nunca sobran los metros cuadrados, nunca.

Me señala el corredor, a la izquierda del gran portón.

– Es fácil, no te vas a perder. Toda esa ala es nuestra: de Bob y mía. Este paño, frente al muro de la fuente, es espacio común. Detrás de la cocina están los servicios, que incluyen un lavadero de piedra, de los tradicionales, ya lo verás. Tierna odia la lavadora, le gusta lavar sobre la piedra.

Avanzamos hacia el ala derecha, la de los niños y los invitados. Mientras me va mostrando los dormitorios de Jacinta y del pequeño Gabriel, diviso una guitarra inclinada sobre una silla en la pieza de Jacinta. Un escalofrío: no la tocaré jamás, me digo casi enojada. Avanzamos, observo a Violeta: se desliza sobre esos espacios como un cuerpo que se siente a sus anchas. Le cuelgan del escote sus eternos anteojos «a lo Mia Farrow», como los llamó años atrás, y ella conserva esa mirada lejana y distraída que le da el astigmatismo. Y aunque me han dicho que en Antigua nunca hace frío, mantiene el hábito de vestirse con colgajos; diversas y ricas telas ondulan a medida que camina, sea a manera de bufanda, de pañuelo, de cinturón o de manta. Metros cuadrados de casa, metros de tela sobre el cuerpo: abundancia y diversidad de espacios y texturas. Entre ambos dormitorios, una salita soñada, con patio de luz todo en piedra, ilumina el sector.

– ¿Y de quién es esta pieza? -paso del dormitorio de Gabriel a otro, evidentemente varonil.

– De Alan, el hijo de Bob. Viene a vernos dos o tres veces al año. Es como de la edad de Borja.

Veo algunas prendas conocidas sobre la alfombra, pero más que las prendas reconozco esa forma de tirar la ropa al suelo.

– ¿Aquí aloja Borja?

– Sí. Como está vacía casi todo el año, los amigos de Jacinta la ocupan. Pero vamos al fondo, quiero que conozcas tu dormitorio.

– ¿Es el «dormitorio oficial de alojados»?

– Llámalo así. Pero pensé en ti y en Andrés al arreglarlo. Imagínate la emoción que siento, ¡por fin lo vas a usar!

Veo mis maletas. ¿Quién las bajó? No puedo dejar de tenderme sobre esa cama invitadora, ancha, adosada a dos gruesas columnas de madera.

– Aparentemente es española, del siglo pasado. Si el anticuario que le consigue los muebles a Bob es serio, dormirás sobre una reliquia.

Las puertas están abiertas hacia el corredor y respiro el olor de las plantas. Entonces descubro en mi velador una rara flor, es rosada y sus hojas verdes son gruesas, firmes y erectas.

– ¿Qué es esta maravilla? Nunca he visto una igual.

– Es una orquídea, su nombre es cattleya. De esta zona Las orquídeas se dan maravillosas por aquí.

Me levanto, conmovida. Abrazo a Violeta.

– Eres la de siempre. Los pequeños detalles…

Sonríe. Se ve tan bella. No ha envejecido, no tiene ni una arruga más que hace tres años. Tampoco canas.

– Ven, te quiero mostrar mi parte.

– Espérate, déjame mirar el baño -abro esa puerta y me encuentro con un baño entero de ladrillo y cerámica pintada, como sólo he visto en México o en Sevilla. Una antigua viga de madera oscura pareciera sujetar el sector de la tina que, por cierto, lleva también una línea de cerámica.

– ¡Es precioso, Violeta! Tiene que haberles costado una fortuna arreglar esta casa.

– Bueno, la de Ñuñoa se vendió bien, ¿te acuerdas? ¡Era tan linda! Con esa plata compramos ésta. El arreglo, casi tan caro como la compra, lo financió Bob, con planos y diseño míos. Fue una aventura de a dos, yo sola no habría podido.

– Y al final cumpliste tu sueño de hacerte una casa en uno de los lugares de los que te habías enamorado.

– Me la hice aquí, ya que nunca pude en el Llanquihue. Siento cada ladrillo tan mío, Josefa. Y sólo la tengo hace dos años. Es como que fue y será mi casa para siempre.

– ¿Te atreves a usar esas palabras todavía? ¿Para siempre?

– Sí -deja entrever un leve tono de disculpa-. A pesar de todo, me atrevo.

Nos vamos al ala izquierda, la suya. No pude sofocar mis exclamaciones. Su mano está presente en todo, tanto en los gruesos rasgos de la arquitectura como en los pequeños detalles.

La habitación era enorme. ¿Cuántos cabrían en esa cama? Un arco con una puerta hecha sólo de barrotes alineados, en madera torneada, dejando pasar el aire y la luz entre ellos, separaba el dormitorio del escritorio; una separación más sicológica que real. Reconocí, en un costado, el baúl de mimbre. Vi libros y libros, altos muebles de suelo a techo, con una pequeña escala. Sillones floreados, dos grandes mesas que hacían de escritorios, cuadros y tapices en los muros. Me vino a la mente la galería de Ñuñoa, por su luz y la calidez de la madera, la chimenea preparada para las tormentas y el escritorio enfrentando el fuego, con papel fresco y bonitas encuadernaciones en su superficie. Era el suyo, no me cupo duda. Me acerco y leo la hoja en que está trabajando:

GUARECER/ acoger a uno, ponerlo en seguridad

guardar, conservar una cosa

curar, medicinar

refugiarse, ponerse en alguna parte

para estar en seguridad

– Ya, Jose, no seas fome, estamos mirando la casa…

– Y esa puerta detrás de los libros, ¿adónde lleva?

– A mi taller. Ahí no entra nadie.

Y me condujo a ese espacio -una sola luz, luz por todos lados, toda la luz- rodeado por un pequeño jardín interior y envuelto en el canto de los pájaros. Dos de las cuatro murallas estaban hechas de puro vidrio. Era un espacio casi escondido, amplio y vacío. Había varios telares de distintos tipos y tamaños; lanas, sedas, hilos, también cordeles y otros materiales crudos. Y al centro de la habitación, un bastidor enorme, aproximadamente dos metros por tres, con un tapiz a medio trabajar. Pude distinguir amplias áreas de color, y pequeñas áreas totalmente bordadas con flores de todos los colores, apretándose en un costado.

– Técnica mixta -me anuncia antes de que yo pregunte, con una mano en la cintura, mirando su trabajo como si fuera el de otro.

Un carrusel de colores.

– Violeta, ¡éste es el paraíso!

– ¿No es cierto? -respondió animosa-. Por fin he dado con el lugar. Violeta y los lugares.

Miré largamente sin decir palabra, como si antiguas percepciones por fin cuadraran dentro de mi mente.

– Ven. Quiero llevarte a otro lugar de la casa -dijo ella-. Después podrás venir al taller, prometo dejarte entrar.

Me acarreaba hacia la culminación de su felicidad con la arquitectura: la enorme azotea. Al medio, un antiguo torreón sobresalía en ese espacio plano y ancho.

– Es el techo de la cocina, no creas que es un campanario.

Extendí la vista a las tejas aledañas, un baño de tejas mezclándose con el verde de los cerros, y al fondo, majestuoso, el volcán. El Volcán de Agua.

Como si siguiera mi vista paso a paso, Violeta me dice con una voz más íntima:

– ¿Sabes? Cuando a veces no amanezco bien y creo que me estoy perdiendo algo del «amplio mundo», subo a esta azotea y miro al volcán. Créeme, Josefa, mirar el volcán me basta. Me apacigua y me alienta. No hay pena que no se lleve. En un día normal, el volcán me alegra. Es un elemento esencial para todos los que vivimos en Antigua.

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