Marcela Serrano - Antigua vida mía

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De la noche a la mañana, Violeta Dasinski se vuelve noticia a causa de una tragedia tan inevitable como providencial, y su amiga Josefa Ferrer -con los diarios de Violeta en la mano- empieza a contar su historia… es decir la de ambas.
Aunque Josefa, una exitosa y angustiada cantante chilena, es la narradora, a su voz y la de Violeta se agrega la de `nosotras, las otras` (madres, abuelas, bisabuelas), suerte de coro griego y testigo de la experiencia femenina a través de las generaciones.
El relato, en un vívido contrapunto, irá trazando las búsquedas a un tiempo paralelas y divergentes de Violeta y Josefa, desde la infancia común en el Santiago clasista y turbulento de los años sesenta hasta el `viaje terapéutico` a la ciudad de Antigua.
El amor y la traición, la sexualidad y el dolor, la utopía y la muerte, las perversiones de la modernidad y la tensión entre lo privado y lo público: las vidas de Josefa y Violeta dibujan, como en un huipil multicolor, los anhelos y conflictos de la mujer contemporánea.

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– Y te recordará los volcanes del sur de Chile, ¿verdad?

– Es raro, mis lugares siempre llenos de volcanes…

Violeta tienta a la naturaleza. ¿No es extraño que con su historia elija vivir entre ellos? ¿No es, acaso, una provocación? ¿Qué pensaría de ellos Cayetana? Me muestra también el Volcán de Fuego y el Acatenango.

La miré, su cuerpo erguido sobre la ciudad, y se me antojó una reina. Antigua, había dicho, la Bella Durmiente de América. Amaba a su durmiente y deseaba cuidarle el sueño. Para ser la mujer que era, y haber hecho lo que hizo, y haber vivido lo que vivió, me parece una persona demasiado entera. Violeta: ¡viva y tanta muerte!

– ¿Ves esa iglesia, donde flamea una bandera amarilla? -me interrumpe-. Es San Francisco. El hermano Pedro está enterrado ahí, el santo de los pobres. Aún no es un santo oficial, pero parece que lo van a canonizar luego. A él iremos a pedirle por Andrés.

Me senté en el campanario -llamé así al techo de la cocina- para empaparme de sol, y contemplé lentamente mi entorno. ¿Sería cierta esta belleza o alguien iba a despertarme para decir que era sólo un sueño? Viniendo de Ciudad de Guatemala, trasnochadas y con el corazón abrigado, tanto cerro verde en el camino a Antigua empezó a apaciguarme. Ya arribando a la meseta, me llené de calma. Sorprende que a media hora de la capital se encuentre un rincón del mundo donde la historia se detuvo. Amplias casonas, calles empedradas, algunas iglesias en ruinas, otras en pie, la arquitectura del siglo dieciséis, la uniformidad de la época, la ausencia de modernidad, me introdujeron a esta joya a la que he llegado casi de rodillas, esperanzada de su piedad.

Su quietud… ¿podrá curarme?

– ¿A qué aspiras ahora que lo tienes casi todo? -pregunto.

– A que mi carga sea cada día más ligera.

– Dios te salve, Violeta.

9.

Chichicastenango no es un lugar, es una experiencia.

La definición es de Violeta, y tuvo razón.

Aunque la ciudad empezaba a funcionar a las seis de la mañana, me negué a cambiar mis hábitos. Violeta me llevó un café al dormitorio cerca de las ocho, ya duchada, vestida y desayunada. Se ha transformado en una nativa, pensé.

– No es que todo Guatemala tenga buen café. Es un privilegio de Antigua. Estamos rodeados de cafetales.

Partimos, ella al volante, a conocer el famoso pueblo en la montaña que cada jueves y domingo se transforma en un mercado. Pueblo-mercado, el más bonito de América, opina Violeta sin vacilar, ¡hasta México se lo quisiera! Y eso no es poco decir.

En ese camino serpenteante las micros aparecían de pronto, como una amenaza.

– Un día averigüé sobre las micros a Chichicastenango -me cuenta-, y el chofer me dijo que sólo salía con la suya los domingos, porque ése era el único día en que no había control sobre los neumáticos. Los tenía totalmente lisos. ¿Qué te parece?

A medida que avanzábamos me dejé subyugar por el paisaje: enormes barrancos, verdes acantilados, bosques orgullosos. ¿Dónde estará Andrés? Falté anoche a mi propia promesa y lo llamé. Esperé y esperé con la garganta seca, escondida de Violeta. Nadie respondió. Eran las doce de la noche en Chile. ¿Qué le habría dicho si atendía? Me queda el pánico, la fantasía de sus manos en otro cuerpo, pero también la dignidad del silencio. ¿Cuál pudo haber sido la nota? Llantos, condenas o un solo grito: que viniera a salvarme.

Violeta me señala una caseta de barro redonda, con pequeñas ventanas, como las que uno se imagina de los centinelas en la Edad Media.

– ¿La ves?

– Sí, he visto varias iguales.

– Bueno, ésos eran los puestos de vigilancia que usaba el PAC durante la guerrilla. Es un cuerpo de defensa civil que se creó para «defender a la población». Ahora que no hay guerrilla, nadie sabe qué hacer con ellos. Están armados hasta los dientes y se han convertido en un verdadero lastre, un peligro. No te quepa duda de que están metidos en los secuestros y en varios de los dramas delictuales de este país.

Es la Violeta de siempre. Me sonrío. Aún la apasionan todas aquellas causas, entre perdidas y solidarias. Sea como sea, estará con los guerrilleros. Recordé cuánto me impacientaba antes su falta de escepticismo, y noto extrañada que no le pido otra cosa: ya no me molesta. No es que con el mío me haya ido muy bien, después de todo. Y siento un inmediato alivio.

– ¿Todavía te emocionan los himnos? ¿Sigues llorando con los villancicos y la Canción Nacional?

– Sí, aunque me creas una loca -contesta riendo, sin desviar los ojos del camino.

Mi tono cambia:

– ¿No te da miedo vivir en este país?

Posa sobre mí una mirada significativa:

– ¿Y no te dio miedo a ti vivir los últimos veinte años en el tuyo?

Titubeo. En este tema, prefiero no errar con cualquier espontaneidad. Pero Violeta no me espera y arremete:

– Este país tiene tantas heridas como el nuestro, pero están a la vista. Su inmundicia se ve a la luz del día. Habrá aire para secarlas, me parece. No se esconden detrás de una venda protectora, destinada a disimularlas. La pestilencia se huele; las heridas de Chile, en cambio, son asépticas. Dime, ¿cuáles podrán sanar antes?

– No me sermonees, Violeta. Estoy más cerca de ti de lo que te imaginas. En Chile empezaron «los nuevos tiempos» y se acabó, aparentemente, la transición. Todo está bien. Parece normal. Los empresarios producen, los políticos se dedican a la política, los estudiantes estudian, los obreros trabajan. Las cosas marchan. Tenemos todo lo gris de la eficiencia, pero ahora todo es competencia y estamos muy secos. En el fondo, es una lata.

– La transición… -murmura concentrada- Una cosa debiera habernos enseñado: que hay que volver a la categoría de los buenos y los malos. Cualquier otra sutileza da para entregar o perder el alma.

– Quizás tengas razón. Lo que es yo, me cansé de relativizar. No me sirvió para nada.

Entramos en un silencio hermético que a ambas nos viene bien.

Por varios kilómetros me obsesiono con el verde del paisaje. Llamé una hora más tarde anoche, asustada de que Violeta fuera a sorprenderme en este acto de control pueril, innecesario. Nada. Vacía esa cama con el teléfono en el velador. ¿Qué voy a hacer, Dios mío? No puedo perderlo, no existo si no es en él. Siento sus manos en mi pelo… Vuelven las náuseas, infinitas mis ganas de deshacerme de este miedo, esta pesadilla. Andrés, ¡voy a naufragar!

Trato de volver. Por fin, decidida a estar donde estoy, pregunto:

– ¿Qué significa el nombre de este pueblo, tan difícil? Quiero decir, el pueblo al que vamos. Casi no puedo pronunciarlo.

– ¿Chichicastenango? Tenango es «el lugar». Las chichicas son esas plantas que están en el camino, las ortigas. El lugar de las ortigas. Como Quetzal tenango, el lugar del quetzal. El quetzal, aparte de ser la moneda nacional, es un pájaro. Ya lo verás en los bordados, es un ícono infinitamente repetido. Es el espíritu de Guatemala. Es como nuestro cóndor -se ríe-, pero es más bonito el quetzal, y más amable.

– Me impresiona la pobreza, Violeta -comento al mirar por la ventanilla del auto-. Pero me enseñaron los niños que, pobreza o no, todo precio debe negociarse en este país. ¿Es cierto?

– Todos lo hacemos, yo también lo hacía. Hasta que un día, en el mercado de Antigua, luego de una negociación muy dura, el hombre, cansado, me dice que bueno, que quedemos en el precio que yo ofrecía. Cuando le pasé los escuálidos billetes, me dijo: «Se lo vendo nomás porque tengo hambre.»

Llegamos al pueblo alrededor de las once y media. Mis ojos quedaron casi cegados, encandilados como los de Moisés cuando vio la zarza ardiente. La fiesta de colores con que me encontré no es descriptible. Simplemente, los oros, sepias, tierras, verdes olivos, azules, lilas y morados, en toda su gama, me inundaron desde los cientos de puestos de artesanía. Uno tras otro, pegaditos, era imposible enumerarlos o distinguir dónde comenzaba uno y terminaba el otro.

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