Marcela Serrano - Antigua vida mía

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De la noche a la mañana, Violeta Dasinski se vuelve noticia a causa de una tragedia tan inevitable como providencial, y su amiga Josefa Ferrer -con los diarios de Violeta en la mano- empieza a contar su historia… es decir la de ambas.
Aunque Josefa, una exitosa y angustiada cantante chilena, es la narradora, a su voz y la de Violeta se agrega la de `nosotras, las otras` (madres, abuelas, bisabuelas), suerte de coro griego y testigo de la experiencia femenina a través de las generaciones.
El relato, en un vívido contrapunto, irá trazando las búsquedas a un tiempo paralelas y divergentes de Violeta y Josefa, desde la infancia común en el Santiago clasista y turbulento de los años sesenta hasta el `viaje terapéutico` a la ciudad de Antigua.
El amor y la traición, la sexualidad y el dolor, la utopía y la muerte, las perversiones de la modernidad y la tensión entre lo privado y lo público: las vidas de Josefa y Violeta dibujan, como en un huipil multicolor, los anhelos y conflictos de la mujer contemporánea.

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– Es una lástima, Josefa. El mío está cansado.

A partir de los cuarenta, hay muchas más razones por las que sufrir que por las que gozar. Envejezco un poco cada día y cada día el mundo está más malo.

Mauricio, mi Mauricio fiel y eterno: está contagiado.

Es el virus del sida.

Llego deshecha, maltrecha, cada miembro separado del cuerpo, desintegrada, con hartazgo de dolor. Andrés me acoge. Duermo en sus brazos. El roce físico renueva la afectividad.

– ¿Sabes, Jose, lo que dijo el gran Sócrates?

– ¿Qué dijo? -casi no me sale la voz.

– Que el amor es amor de una cosa distinta de uno y que no se posee.

¿Lo dice por Mauricio o por sí mismo?

Celeste ha caminado siete largas cuadras y ha resistido más de siete obstinadas miradas a sus pechos, ceñidos en su polera con el rostro de Jim Morrison sujetando el universo, el que está más allá de sus pechos. Collares diferentes interrumpen la mirada de Morrison.

Yo estaba tendida en el sofá cuando entró Celeste, escuchando la voz adamascada de Howard Keel en una antigua grabación. Le sonrío cuando la veo llegar. Es igual a mí, ese aire sano, rellenito, como diría la Zulema. Pero su mirada no está limpia.

– ¿Pasa algo?

– Sí. Quiero avisarte que no voy a comer nunca más en mi vida.

Comida en casa. Ver a la gente es el peaje que pago para que me quieran. Pero si fuera por mi gusto, no vería a nadie. Los invitados eran perfectamente encantadores, pero no fui capaz de jugar a la anfitriona de siempre, la que llena los vacíos de la conversación, la que pregunta a cada uno lo que quiere que le pregunten, la que está atenta a llenar una y otra vez los vasos, la que se ríe y cuenta siempre alguna anécdota divertida que relaja a todo el mundo. La que provoca las discusiones que logran apasionar alguna fibra de los dormidos cerebros de los años noventa. A medida que la velada transcurría, palpaba yo el aburrimiento: no sólo el mío, el de todos. Andrés está tan acostumbrado a que la «socialización» la haga yo, que se quedó sin repertorio. Impávida en mi asiento, conté los minutos para que se retiraran.

– Ya no soy entretenida -le digo a mi marido cuando la puerta se cierra. Me he tendido de cuerpo entero en el sofá-. No soy capaz de seducir.

– No tiene ninguna importancia, no tienes por qué estar siempre chispeante.

– No doy más, Andrés. Me da lata, no me importa que se aburran. Mi súper-yo baja la guardia.

– Estás cansada, Jose, eso es todo.

– Es la primera vez en mi vida que no tengo fuerzas para desvestirme. No quiero desvestirme. Voy a dormir así.

Andrés, inusitadamente, no trata de convencerme. Trae una frazada y me arropa en el sofá del living. (¿Querrá dormir solo?)

– ¡Andrés, no puedo más!

Embriágame.

Santifícame.

Sálvame.

El pequeño Diego llega feliz, mostrándome una foto de Andrés en la prensa de hoy. Se trata de una conferencia que dio en la Escuela de Derecho.

– ¡Por fin! -dice Diego, enrostrándomela-. Mi papá también salió en el diario.

Me invade la culpa. Y comprendo, de paso, la rabia que mi hijo ha acumulado.

Ya casi no duermo.

Para una Navidad, recuerdo a Zulema -que es soltera y vive sola- saliendo impecable y muy bien arreglada luego de haber preparado nuestra cena.

– ¿Y tú, Zule? -le pregunto-. ¿Vas a comer algo rico para esta noche?

– Sí, preparé el pavo con anticipación, lo tengo todo listo.

– ¿Y te vas a juntar con alguien de tu familia o con amigos?

– No -me responde con la boca enjuta y un tono asertivo-, no invité a nadie. La gente no hace más que ensuciar y desordenarme todo… Voy a comer sola.

Palpo hoy el recuerdo de ese orden, de ese vacío. Lo toco, lo acaricio atemorizada, instalada sobre mi miedo.

Mis horas en vela se pasean entre estas imágenes: las navidades de Zulema y la Vieja de la Suerte de mi infancia.

Caída libre.

Todas las noches me siento en el living y me despido de los objetos, de cada cuadro, de cada mueble. Luego entro en las tres habitaciones de mis hijos y me despido de ellos. Me despido de todo lo real.

E invariablemente, al hacerlo, viene la nausea a visitarme.

El bien no es conocido hasta que es perdido, decía siempre mi abuela Adriana.

Pamela. Mi corazón me lo dice. Ella es el nuevo amor de Andrés.

La razón por la que más la detesto es que se siente y demuestra ser aún sexualmente competitiva. Tiene mi edad. Es una mujer de actitudes cautivadoras. ¿No era eso lo que antes se decía de mí? La resignación y la desesperanza no son mis estados naturales. Y es frente al cuerpo de Andrés, ese cuerpo, mi único cuerpo, es frente al contacto con nuestros acoplados erotismos, que me enloquece mi falta de poder. No estoy dispuesta a perderlo. Sin embargo, tal vez deba resignarme a ese momento en la pareja: la muerte de la pasión.

Pamela.

No hay nada que deteste más que una mujer mártir. No lo seré.

Alguien diría que lo femenino es esa mezcla de alarido y abstracción: el melodrama. No entraré allí.

Era lo que Henry Miller le recomendaba evitar a Anaïs Nin: la estridencia. A pesar de lo masculino que resulta recomendarle eso a una mujer, en esta vuelta le encuentro toda la razón a Miller.

Consolación. Si la tuviese.

Con Andrés estamos en un punto en que las fisuras son imposibles de penetrar. Somos -hemos sido- tan amigos y respetuosos el uno del otro que si él prefiere no hablar, no debo forzarlo. Prefiero el silencio. Al menos, engrandece.

La dignidad, al final, es un problema de autoestima. Tiene que ver con la forma en que una se ve a sí misma, no con el exterior. Debo mantener la dignidad para no revolearme en un probable charco de desperdicio. Y quizás recupere su amor.

Si fuese valiente, partiría.

Me llegó la siguiente carta:

Jose:

Estoy haciendo hora, el avión de Bob está atrasado.

La vulgaridad de la línea del abdomen. Miro a una mujer en el aeropuerto, frente a mí, y pienso: y si yo hubiese nacido de ella… La mujer lleva a su hija, una niña pequeña, ésta se cae y se pega en la boca. El marido la recoge mientras la niña chilla. Ella mira al marido, entre molesta, acusadora y aburrida. No toca siquiera a la niña que llora y llora. Su camiseta es verde y ajustada, pechos caídos y cintura casi inexistente. Se para con las piernas abiertas, unos zapatos de taco aguja, cada pie mira hacia un lado opuesto del aeropuerto. Sigo recorriéndola, esperando un gesto hacia la niña que se ha caído, me detengo en el pelo, ralo, desteñido. Ni un solo gesto de atracción o de calidez. Y pienso aterrada: podría haber sido mi madre, ¿por qué no? Y entonces, ¿qué habría sido de mí?

¡Háblame de la falta de brillo!

Esto da para perdonar a Cayetana de cualquier cosa.

Avisan la llegada del avión. Te dejo.

Te quiero siempre, y te espero.

Violeta

La devuelvo al sobre, siempre timbrado en Guatemala, y pienso: cada loca con su tema.

Visito a Mauricio. En el camino, me miro por el retrovisor. No, no importan las arrugas, Mauricio no tolera los liftings. «Tienes que dejártelas siempre», me decía, «son las huellas del pecado, hay que mostrar el estigma de la lujuria.»

Es raro encontrarme aquí, siempre fue al revés: en tantos años, nunca antes he venido a su casa. Es más modesta de lo que imaginé, siendo él una persona tan sofisticada.

Está muy delgado, él que jugueteaba con ese cuerpo grande y lleno, y que se pasó la vida compartiendo dietas conmigo. Yace en cama. ¡Cómo ha avanzado la enfermedad!

¿O cómo ha pasado el tiempo? ¿Es que tampoco me di cuenta?

Me siento a su lado y hablamos generalidades. Me pregunta si viajaré a Estados Unidos, pues intuye que él ya no volverá. Su locura ha sido siempre ese país: Mauricio tenía la mirada permanentemente allá, en el otro hemisferio. En los inviernos solía decir: «No tolero pasar frío mientras los desarrollados se cagan de calor.»

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