– ¿Pero qué mujer se ha subido a tu auto? ¿Cómo no vas a saber?
– ¿Cómo pretendes que me acuerde? No tengo idea.
Al día siguiente no estaban.
¿Y si le pagara con su misma moneda? ¿Y si quebrara mi estricta monogamia? Nunca fue dictada por la norma. No. Fue una opción, libre y blanca y prístina, luego de mi largo romance clandestino cuando él estaba casado. («No quiero hacer daño, Andrés.» Me miró y me contestó: «Ése es problema mío, yo me haré cargo.» Y a pesar de las ofertas denigrantes de su primera mujer -que continuara no más su historia conmigo, ella la aceptaba y guardaría el secreto; todo con tal de que él no se fuera y mantuviesen el matrimonio a cualquier precio-, Andrés se hizo cargo sin involucrarme, muy limpiamente. No sé cómo, pero se las arregló para que la necesaria suciedad de un momento así no me invalidara.) Se rió cuando -hace mucho tiempo-, mirando a Meryl Streep en la pantalla, le dije: «He cambiado de bando, Andrés; ya no me identifico con las amantes sino con las esposas.» Entonces comencé a ser monógama. Una opción que me ha potenciado y fortalecido. ¿Serle infiel a Andrés? La sola idea me desequilibra.
Sólo en los grandes hoteles me gustan los hombres, los mismos que ignoro en otra situación cualquiera. Los miro. El largo de las piernas, el ancho del tórax, la línea de los hombros, el corte de pelo. No, no a los jóvenes. No me parecen atractivos y tampoco tienen acceso a los buenos hoteles. Es a estos señores que miro. Me dan ganas de olerlos. Me excitan esas camisas blancas, albas. Me los imagino bajo la ducha (igual a la de mi habitación en el mismo hotel), desnudos, mojados. Besables. Una combinación que me resulta irresistible. Estos hombres tan serios en las conferencias, siempre en grupos de hombres igualmente serios, denotan una masculinidad a veces contenida, a veces displicente. Si cometiera una infidelidad, he pensado, sería con uno de esos hombres de los grandes hoteles.
Hasta que me di cuenta: esos hombres son Andrés. Son la imagen del serio abogado criminalista, buenmozo en su mediana edad, con aire de pensamientos importantes, digno señor de traje oscuro que se pasea en una conferencia donde yo no estoy. Son los ojos de las otras mujeres en los hoteles que lo ven así.
Hasta para la infidelidad lo busco a él.
El fax ha permitido la continuidad en mi comunicación con Violeta. Como no tengo tiempo ni paz, las cartas están excluidas. Suelo mandarle pequeños recados tontos, frases cualesquiera, lugares comunes pero ciertos, como todo lugar común. Ella los aprecia, comprende estas modernas señales de humo, palomas mensajeras que le dicen no te olvido.
Viola: prohibido el dolor por no vivir en este país. No te estás perdiendo nada. 1994 quedará consignado como el año del gran aburrimiento nacional.
*
Querida: ya ni la famosa Cordillera de los Andes nos pertenece. Con el smog no logramos verla. No queda nada, para que me entiendas.
Otras veces, la pena sobrepasa al humor.
El único infierno posible es éste. El otro no existe, no importa. La duda y el desafecto. La franja aquélla que aprendí gracias a ti: la reserva. No sé dónde me muevo, Violeta, no sé quién me quiere. Y lo que es peor, no sé a quién quiero yo. El próximo reportaje sobre mí debiera titularse: «La cantante o la sensibilidad amortajada.»
Me contesta de inmediato:
Es fundamental diferenciar la pena de la angustia. La angustia inmoviliza, la pena hace crecer. ¡Y escucha quién te lo dice, que sí lo sabe!
Alejandro siempre lee mis faxes, porque llega a la oficina antes que yo. Su pregunta inevitable es: «¿Quién es la loca? ¿Violeta o tú?»
El ahogo.
El ahogo que estoy sintiendo involuntaria, inevitable, arremetidamente. Como si mis pulmones se achicaran y las arterias se me taparan, viene el ahogo y el aire se escapa sin que esta boca cansada lo pueda inhalar. Se me vienen encima los muros de mi pieza, los muros de mi casa: como si tuviesen tentáculos, se alargan hacia mi cuello y me estrangulan. El sonido de la lavadora y el grito de un niño se cuelan en este aire impedido que no llega. Las líneas conocidas de cada mueble, cada alfombra, cada cuadro -¡Señor, qué conocidas!-, se convierten en la tierra de un terremoto, en el agua de un maremoto, en todo lo que asfixia, inhibe, ataja la respiración. La voz de Andrés me ahoga, el porte de Andrés me ahoga (jugaba a ser muro de contención en los buenos tiempos), y este ahogo que estoy sintiendo no para, no para, sólo evidencia a mi cuerpo, en esta situación, convertido doblemente en cuerpo.
Tomo la chaqueta y la cartera y, desesperada, corro a la puerta de calle. Cruzo el tranquilo hall de mi casa, en borrones diviso el papel de la muralla y sus cuadros, no enfoco bien, los diviso y sé cómo son porque los he visto cada día de cada mes de cada año y no necesito enfocar para saber que son los cuadros del pasillo de mi casa que me ahoga, y con paso rápido, no vaya alguien a detenerme, abro la puerta, cruzo el jardín y ya, estoy por fin en la calle, los muros que me ahogan quedan atrás, soy libre, la calle, aquí estoy.
Y no tengo adonde ir.
Dónde llegar un domingo a las cuatro de la tarde, hora tan familiar con probable olor a queque en el horno de la cocina. Dónde ir un domingo de otoño sin ahogarme. Camino rápido por la vereda, no sé adónde voy, pero la ilusión de mis piernas es que su elástico me quite el ahogo, que los pasos decididos -fuertes los pasos que no saben adónde van- me permitan respirar, despejen mi garganta y mi pecho y esta cabeza que gira y gira ahogada.
(Compone, me escribió Violeta, cuando estés desesperada, compone, aprovecha la desesperación. El trabajo es lo único que se la lleva. Créeme, Josefa, es lo único. No hay nada que el trabajo no se lleve, hasta la peor de las sensaciones.) Me siento en un banco de la plaza hasta donde me ha traído el ahogo y saco mi lápiz y mi libreta, siempre a mano. Las palabras me brotaron como lo que son, ropajes, vestidos para el pensamiento. Escribí a tontas y a locas. No importa. No sé que estoy componiendo mi mejor canción. Y la última.
Las mujeres no se dan cuenta de que su creatividad nace de lo pequeño, de lo caído. Sus inspiraciones, pequeños soplos de luz en la tiniebla de lo cotidiano. Nunca la grande, total, la sublime iluminación. Paso a paso, interrumpida, ribeteada de pequeñez, como sus horas diarias, ésa es la creatividad de las mujeres. Nunca creyéndosela, nunca dándole mayor importancia. Tapices, o tejidos de patchwork, las ideas creativas de las mujeres, sumadas una a una en la ilusión de armar un todo que haga sentido: cada parche una gota de luz robada al ahínco de la vida chica, invisible, callada.
Llego a casa transformada. He escrito por fin una canción luego de un largo período de esterilidad, meses y meses de sufrir la humillación de Alejandro diciéndome que mis ventas decaen porque no he sacado un nuevo álbum después de aquél que le dedicara a Violeta. La humillación de saber que no he sido capaz de reunir el número suficiente de canciones en dos años. Me he negado obstinadamente a cantar canciones ajenas, pues no tengo la energía ni las ganas de buscar en ellas una unidad coherente. Sé que mi declinación ya comenzó, la imaginación se ha mandado a guardar. Pero hoy llego donde Andrés liviana, disuelto el ahogo. En el aire, un dulce olor a comino.
– ¿Sabes, Andrés, que a los artistas, o a los seres cercanos al acto de crear -para no sonar pretenciosa-, nos son dados momentos de sensibilidad y autoconciencia que los demás mortales no suelen tener? Bueno, he tenido un rayo de lucidez hoy, he compuesto una canción y… he comprendido la dimensión de mi amor por ti.
Andrés levanta sus ojos, siempre generosos, y me mira con una mezcla de ternura y piedad.
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